Cristo en su Iglesia durante
su vida pública
Es
casi imposible apreciar la realidad de la presencia de Nuestro Señor en la
Iglesia hoy en día a menos que consideremos con cuidado su posición dentro de
la sociedad de sus discípulos antes de su ascensión a los cielos. El hecho es
que, aunque el cuerpo sagrado de Cristo está localizado ahora en el cielo, y por lo tanto en un lugar muy
alejado del cual sus discípulos cumplen su voluntad en este mundo, la relación
fundamental y esencial de la Iglesia para con Nuestro Señor permanece inalterada.
Vive y actúa en la Iglesia, habla al mundo desde la Iglesia, esencialmente
de la misma manera que lo hizo en el período que corre entre su bautismo por San
Juan Bautista en el Jordán y su ascensión al cielo.
La Iglesia Católica, el Reino
de Dios en el Nuevo Testamento, comenzó como un grupo de discípulos o
aprendices, reunidos alrededor y guiados por Nuestro Señor, actuando como el
Maestro de la revelación pública divinamente revelada. Los hombres y mujeres
eran admitidos a este grupo únicamente por medio de una invitación personal,
hecha por Nuestro Señor. La comunidad no tenía ni razón de existir ni unión
corporativa fuera de Cristo. No estaba meramente presente dentro de este grupo,
sino que el grupo era visto y entendido preeminentemente en términos de su
asociación con Él. Mirando atrás a los
días de la vida pública de Nuestro Señor, San Pedro podía referirse a los
miembros originales del grupo como aquellos
“Que nos han acompañado durante todo el tiempo en
que entre nosotros entró y salió el Señor Jesús, empezando desde el bautismo de
Juan hasta el día en que fue recogido de en medio de nosotros en lo alto”[1].
Knabenbauer
nota que las palabras griegas εἰσῆλθεν καὶ ἐξῆλθεν traducidas como
“entró y salió” constituyen un auténtico hebraísmo que se encuentra en
muchas partes del Antiguo Testamento[2]. La expresión significa
una íntima y continua asociación. El griego τῶν συνελθόντων ἡμῖν
traducido como “que nos han acompañado”, implica otra variante de la palabra έσχομαι (entrar) y confirma el hecho de que no
sólo los doce, sino también el resto de la sociedad de los discípulos, estaban continuamente
en la presencia del Maestro. Así, la Iglesia era originalmente, como lo es
ahora, el grupo de hombres y mujeres en la sociedad de Cristo.
De
todas formas, mucho antes de la ascensión Nuestro Señor enseñó a sus discípulos
que iba a estar presente entre ellos incluso cuando estuvieran en un lugar remoto del que Él ocuparía. A los
setenta y dos que envió a predicar durante el transcurso de su vida pública les
dijo: “el que a vosotros oye a Mí me oye”[3]. Esa advertencia, así como
está, contiene mucho más que una mera declaración que estos hombres fueron
designados como sus representantes. Implican que estos predicadores que
recibieron su misión de parte suya dentro de su Iglesia, en realidad hablaron
al pueblo con su voz, de tal forma que las personas que los oyeron escucharon
la voz de Cristo.
No sólo Nuestro Señor habló
en y a través de los discípulos a los que encargó predicar en su nombre, sino
que habló habitualmente a las multitudes por medio de sus discípulos, que
formaban un grupo aparte. Tanto San Mateo como
San Lucas dejan esto en claro al describir el escenario del Sermón del Monte. San
Mateo nos dice que
“Al ver estas multitudes, subió a la montaña, y
habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos. Entonces, abrió su boca, y
se puso a enseñarles”[4].
San
Lucas escribe que
“Con éstos descendió (los Apóstoles) y se estuvo de
pie en un lugar llano, donde había un gran número de sus discípulos y una gran
muchedumbre del pueblo de toda la Judea y de Jerusalén, y de la costa de Tiro y
de Sidón”[5] estaban
ahí para escucharlo.
Nuestro
Señor habló a las multitudes en parábolas y las explicó a los discípulos.
Además,
durante el transcurso de la vida pública de Nuestro Señor, sus enemigos
conocían perfectamente bien la íntima unión del cuerpo de los discípulos con Él
de forma que hablaban de tal manera que lo hacían responsable de las acciones
de sus discípulos, los miembros de la Iglesia, y viceversa, consideraban a los
discípulos responsables por Él. Cuando los escribas y fariseos vieron a
Nuestro Señor y a sus discípulos compartir el banquete que San Mateo dio para
celebrar su llamado al grupo de Cristo, cuestionaron con ira a los discípulos
por la conducta de Nuestro Señor y por la suya propia.[6] La pregunta dirigida a los
discípulos fue respondida por Nuestro Señor mismo. De nuevo, cuando los
fariseos objetaron la práctica de los discípulos de arrancar y comer granos de
trigo en sábado, Cristo respondió por ellos y los defendió[7].
Durante
la vida pública de Nuestro Señor, pues, estaba no sólo localmente
presente entre sus discípulos, los hombres y mujeres que entonces
constituían la Iglesia Católica, la verdadera Iglesia del Nuevo Testamento, sino
que también trabajó dentro de este grupo, enseñando, rigiendo y santificando
la sociedad y sus miembros individuales. Les enseñó directamente. Enseñó a las
multitudes, a aquellos que estaba preparando para llamarlos a la sociedad de
sus discípulos, en su capacidad de Cabeza de la sociedad de los discípulos. Además,
Él mismo enseñó a las multitudes en y a través de la predicación de los
discípulos.
Hasta la Ascensión Nuestro
Señor fue el único gobernante visible de la sociedad de los discípulos. Es completamente cierto que, como parte del curso
de la instrucción divina que dio a sus discípulos, prometió y anunció que Pedro
iba a poseer un primado real de jurisdicción sobre el resto de los discípulos,
pero incluso entonces quedó perfectamente claro a Pedro y a los demás que la
autoridad debía ejercerse sobre la Iglesia que siempre pertenecería a Cristo[8]. Así, la autoridad
para regir que le fue prometida a Pedro era la de vicario de Cristo en la
tierra. Además, un autoridad social precisa le fue prometida a todo el cuerpo
del colegio apostólico, pero este, también, era algo sometido al poder de Pedro
dentro de la Iglesia de Cristo[9].
De
todas formas, no fue sino hasta justo antes de la Ascensión que fue dada de
hecho por Nuestro Señor la jurisdicción prometida al Príncipe de los Apóstoles
y al colegio apostólico como un todo[10]. Hasta la Ascensión, todo
el gobierno y dirección de la sociedad venía visiblemente de Cristo, habitando
y trabajando visiblemente dentro de esa organización. Visible y verdaderamente
en aquel entonces, e invisible, aunque tan verdaderamente ahora, toda orden que
surge de un superior dentro de la Iglesia Católica era y es un mandato de
Cristo. Tanto el gobierno dentro de la Iglesia Católica como la
organización jerárquica y monárquica dentro de la cual los discípulos de Cristo
deben ser guiados y santificados hasta el fin del tiempo son obra personal de
Nuestro Señor.
Cristo santificó su sociedad
y sus miembros, no simplemente impartiéndoles la enseñanza de santidad, sino
comunicándoles la vida de la gracia a los discípulos individuales dentro de la
Iglesia y a la sociedad como un todo. Él,
el Maestro y Señor, alrededor del cual se construyó la sociedad, obtuvo la
remisión de los pecados y la vida de la gracia para los hombres por medio de su
muerte en la cruz. Trajo esa vida de la gracia a sus discípulos por medio de
los canales de la actividad sacramental que instituyó dentro de su Iglesia. Dio
a sus discípulos el don de la novedad de vida, separándolos del mundo y
juntándolos a Él por medio del Sacramento del Bautismo que instituyó. Constituyó
ese signo como rito de iniciación en su sociedad de tal forma que estaba listo
para usarse como entrada en la Iglesia y salida de la generación regida por el
príncipe de este mundo en el mismo momento de la primera actividad misionaria
de la Iglesia después de la Ascensión[11]. Tanto entonces como ahora
es Cristo el que comunica la gracia, y Cristo el agente principal del bautismo.
“El ministerio corporal, dijo San Agustín, era la
contribución de los discípulos. Su contribución era el auxilio de la majestad”[12].
Estaba
y permanece presente en la Iglesia en la tarea del bautismo.
Como
centro perfectivo del sistema sacramental en la Iglesia Católica instituyó el
Sacrificio Eucarístico. En este rito, que es preeminentemente el acto de la
Iglesia como su Cuerpo Místico[13],
está verdadera, real y sustancialmente presente bajo los accidentes de pan y
vino. Además, en cada Misa está presente en su Iglesia como Sumo Sacerdote,
ofreciendo este verdadero y conmemorativo sacrificio por medio de la
instrumentalidad de su sacerdote como el signo cohesivo último y fuerza unitiva
de su sociedad. Vivía visible y verdaderamente en la Iglesia cuando instituyó y
confeccionó por primera vez este Sacramento. Permanece invisible pero no menos
verdaderamente vivo en la Iglesia hoy en día por medio de este Sacrificio
Eucarístico. En su Oración Sacerdotal, descrita en el capítulo XVII del
Evangelio de San Juan, pidió al Padre que la asamblea de los discípulos
permanezca uno con Él. San Pablo nos dice que, incluso en el Cielo, continúa su
oración de intercesión por nosotros[14].
[1] Hech. I, 21-22.
[2] Cf. Commentarius in
Actus Apostolorum (Paris: P. Lethielleux, 1928), p.36.
[3] Lc. XVI, 16; cf. Mt. X, 10, 40.
[4] Mt. V, 1-2
[5] Lc. VI, 17.
[6] Cf. Mt. IX, 11; Mc. II, 16; Lc. V, 30.
[7] Cf. Mt. XII, 1 ss.; Mc. II, 23 ss.; Lc. VI, 1 ss.
[9] Cf. Mt.
XVIII, 18.
[10] Cf. Jn. XX, 22-23; XXI, 15 ss.
[11] Cf. Hech. II, 41.
[12] In Ioan., XV, c. 3.
[13] Cf. el artículo “The Act of the
Mystical Body,” The American Ecclesiastical Review, C, 5 (Mayo,
1939), 397 ss, y la discussion ocasionada, AER, CII, 4 (Abril,
1940), pp. 306 ss.
[14] Cf. Rom. VIII, 34.