martes, 30 de abril de 2019

La presencia de Nuestro Señor en la Iglesia Católica, por Mons. Fenton (II de IV)


Cristo en su Iglesia durante su vida pública

Es casi imposible apreciar la realidad de la presencia de Nuestro Señor en la Iglesia hoy en día a menos que consideremos con cuidado su posición dentro de la sociedad de sus discípulos antes de su ascensión a los cielos. El hecho es que, aunque el cuerpo sagrado de Cristo está localizado ahora en el cielo, y por lo tanto en un lugar muy alejado del cual sus discípulos cumplen su voluntad en este mundo, la relación fundamental y esencial de la Iglesia para con Nuestro Señor permanece inalterada. Vive y actúa en la Iglesia, habla al mundo desde la Iglesia, esencialmente de la misma manera que lo hizo en el período que corre entre su bautismo por San Juan Bautista en el Jordán y su ascensión al cielo.

La Iglesia Católica, el Reino de Dios en el Nuevo Testamento, comenzó como un grupo de discípulos o aprendices, reunidos alrededor y guiados por Nuestro Señor, actuando como el Maestro de la revelación pública divinamente revelada. Los hombres y mujeres eran admitidos a este grupo únicamente por medio de una invitación personal, hecha por Nuestro Señor. La comunidad no tenía ni razón de existir ni unión corporativa fuera de Cristo. No estaba meramente presente dentro de este grupo, sino que el grupo era visto y entendido preeminentemente en términos de su asociación con Él. Mirando atrás a los días de la vida pública de Nuestro Señor, San Pedro podía referirse a los miembros originales del grupo como aquellos

“Que nos han acompañado durante todo el tiempo en que entre nosotros entró y salió el Señor Jesús, empezando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue recogido de en medio de nosotros en lo alto”[1].

Knabenbauer nota que las palabras griegas εἰσῆλθεν καὶ ἐξῆλθεν traducidas como “entró y salió” constituyen un auténtico hebraísmo que se encuentra en muchas partes del Antiguo Testamento[2]. La expresión significa una íntima y continua asociación. El griego τῶν συνελθόντων ἡμῖν traducido como “que nos han acompañado”, implica otra variante de la palabra έσχομαι (entrar) y confirma el hecho de que no sólo los doce, sino también el resto de la sociedad de los discípulos, estaban continuamente en la presencia del Maestro. Así, la Iglesia era originalmente, como lo es ahora, el grupo de hombres y mujeres en la sociedad de Cristo.


De todas formas, mucho antes de la ascensión Nuestro Señor enseñó a sus discípulos que iba a estar presente entre ellos incluso cuando estuvieran en un lugar remoto del que Él ocuparía. A los setenta y dos que envió a predicar durante el transcurso de su vida pública les dijo: “el que a vosotros oye a Mí me oye”[3]. Esa advertencia, así como está, contiene mucho más que una mera declaración que estos hombres fueron designados como sus representantes. Implican que estos predicadores que recibieron su misión de parte suya dentro de su Iglesia, en realidad hablaron al pueblo con su voz, de tal forma que las personas que los oyeron escucharon la voz de Cristo.

No sólo Nuestro Señor habló en y a través de los discípulos a los que encargó predicar en su nombre, sino que habló habitualmente a las multitudes por medio de sus discípulos, que formaban un grupo aparte. Tanto San Mateo como San Lucas dejan esto en claro al describir el escenario del Sermón del Monte. San Mateo nos dice que

“Al ver estas multitudes, subió a la montaña, y habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos. Entonces, abrió su boca, y se puso a enseñarles”[4].

San Lucas escribe que

“Con éstos descendió (los Apóstoles) y se estuvo de pie en un lugar llano, donde había un gran número de sus discípulos y una gran muchedumbre del pueblo de toda la Judea y de Jerusalén, y de la costa de Tiro y de Sidón”[5] estaban ahí para escucharlo.

Nuestro Señor habló a las multitudes en parábolas y las explicó a los discípulos.

Además, durante el transcurso de la vida pública de Nuestro Señor, sus enemigos conocían perfectamente bien la íntima unión del cuerpo de los discípulos con Él de forma que hablaban de tal manera que lo hacían responsable de las acciones de sus discípulos, los miembros de la Iglesia, y viceversa, consideraban a los discípulos responsables por Él. Cuando los escribas y fariseos vieron a Nuestro Señor y a sus discípulos compartir el banquete que San Mateo dio para celebrar su llamado al grupo de Cristo, cuestionaron con ira a los discípulos por la conducta de Nuestro Señor y por la suya propia.[6] La pregunta dirigida a los discípulos fue respondida por Nuestro Señor mismo. De nuevo, cuando los fariseos objetaron la práctica de los discípulos de arrancar y comer granos de trigo en sábado, Cristo respondió por ellos y los defendió[7].

Durante la vida pública de Nuestro Señor, pues, estaba no sólo localmente presente entre sus discípulos, los hombres y mujeres que entonces constituían la Iglesia Católica, la verdadera Iglesia del Nuevo Testamento, sino que también trabajó dentro de este grupo, enseñando, rigiendo y santificando la sociedad y sus miembros individuales. Les enseñó directamente. Enseñó a las multitudes, a aquellos que estaba preparando para llamarlos a la sociedad de sus discípulos, en su capacidad de Cabeza de la sociedad de los discípulos. Además, Él mismo enseñó a las multitudes en y a través de la predicación de los discípulos.

Hasta la Ascensión Nuestro Señor fue el único gobernante visible de la sociedad de los discípulos. Es completamente cierto que, como parte del curso de la instrucción divina que dio a sus discípulos, prometió y anunció que Pedro iba a poseer un primado real de jurisdicción sobre el resto de los discípulos, pero incluso entonces quedó perfectamente claro a Pedro y a los demás que la autoridad debía ejercerse sobre la Iglesia que siempre pertenecería a Cristo[8]. Así, la autoridad para regir que le fue prometida a Pedro era la de vicario de Cristo en la tierra. Además, un autoridad social precisa le fue prometida a todo el cuerpo del colegio apostólico, pero este, también, era algo sometido al poder de Pedro dentro de la Iglesia de Cristo[9].

De todas formas, no fue sino hasta justo antes de la Ascensión que fue dada de hecho por Nuestro Señor la jurisdicción prometida al Príncipe de los Apóstoles y al colegio apostólico como un todo[10]. Hasta la Ascensión, todo el gobierno y dirección de la sociedad venía visiblemente de Cristo, habitando y trabajando visiblemente dentro de esa organización. Visible y verdaderamente en aquel entonces, e invisible, aunque tan verdaderamente ahora, toda orden que surge de un superior dentro de la Iglesia Católica era y es un mandato de Cristo. Tanto el gobierno dentro de la Iglesia Católica como la organización jerárquica y monárquica dentro de la cual los discípulos de Cristo deben ser guiados y santificados hasta el fin del tiempo son obra personal de Nuestro Señor.

Cristo santificó su sociedad y sus miembros, no simplemente impartiéndoles la enseñanza de santidad, sino comunicándoles la vida de la gracia a los discípulos individuales dentro de la Iglesia y a la sociedad como un todo. Él, el Maestro y Señor, alrededor del cual se construyó la sociedad, obtuvo la remisión de los pecados y la vida de la gracia para los hombres por medio de su muerte en la cruz. Trajo esa vida de la gracia a sus discípulos por medio de los canales de la actividad sacramental que instituyó dentro de su Iglesia. Dio a sus discípulos el don de la novedad de vida, separándolos del mundo y juntándolos a Él por medio del Sacramento del Bautismo que instituyó. Constituyó ese signo como rito de iniciación en su sociedad de tal forma que estaba listo para usarse como entrada en la Iglesia y salida de la generación regida por el príncipe de este mundo en el mismo momento de la primera actividad misionaria de la Iglesia después de la Ascensión[11]. Tanto entonces como ahora es Cristo el que comunica la gracia, y Cristo el agente principal del bautismo.

“El ministerio corporal, dijo San Agustín, era la contribución de los discípulos. Su contribución era el auxilio de la majestad”[12].

Estaba y permanece presente en la Iglesia en la tarea del bautismo.

Como centro perfectivo del sistema sacramental en la Iglesia Católica instituyó el Sacrificio Eucarístico. En este rito, que es preeminentemente el acto de la Iglesia como su Cuerpo Místico[13], está verdadera, real y sustancialmente presente bajo los accidentes de pan y vino. Además, en cada Misa está presente en su Iglesia como Sumo Sacerdote, ofreciendo este verdadero y conmemorativo sacrificio por medio de la instrumentalidad de su sacerdote como el signo cohesivo último y fuerza unitiva de su sociedad. Vivía visible y verdaderamente en la Iglesia cuando instituyó y confeccionó por primera vez este Sacramento. Permanece invisible pero no menos verdaderamente vivo en la Iglesia hoy en día por medio de este Sacrificio Eucarístico. En su Oración Sacerdotal, descrita en el capítulo XVII del Evangelio de San Juan, pidió al Padre que la asamblea de los discípulos permanezca uno con Él. San Pablo nos dice que, incluso en el Cielo, continúa su oración de intercesión por nosotros[14].



[1] Hech. I, 21-22.

[2] Cf. Commentarius in Actus Apostolorum (Paris: P. Lethielleux, 1928), p.36.

[3] Lc. XVI, 16; cf. Mt. X, 10, 40.

[4] Mt. V, 1-2

[5] Lc. VI, 17.

[6] Cf. Mt. IX, 11; Mc. II, 16; Lc. V, 30.

[7] Cf. Mt. XII, 1 ss.; Mc. II, 23 ss.; Lc. VI, 1 ss.
               
[8] Cf. Mt. XVI, 18-19.

[9] Cf. Mt. XVIII, 18.

[10] Cf. Jn. XX, 22-23; XXI, 15 ss.

[11] Cf. Hech. II, 41.

[12] In Ioan., XV, c. 3.

[13] Cf. el artículo “The Act of the Mystical Body,” The American Ecclesiastical Review, C, 5 (Mayo, 1939), 397 ss, y la discussion ocasionada, AER, CII, 4 (Abril, 1940), pp. 306 ss.

Nota del Blog: Ver la traducción AQUI.

[14] Cf. Rom. VIII, 34.