domingo, 8 de agosto de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Introducción

   Introducción 

El pasado nos habla con fuerza si sabemos hacer silencio en medio del ruido y de las muy variadas reacciones de nuestro siglo desordenado, de este siglo que amenaza derrumbarse lamentablemente, sepultado bajo los grandes descubrimientos del cerebro humano. El arte medieval nos va a hablar antes que nadie. 

Transportémonos a la catedral de Torcello, a esa ciudad construida en medio de la laguna que Venecia domina como reina, y cuyos encantos inolvidables llenan nuestro corazón con el recuerdo de los gondoleros, con sueños dorados, con el resplandor de los canales. 

Pero en la catedral de Torcello somos llevados ante realidades severas, poderes de fuego, fuerzas de juicio. Dejando en la penumbra las escenas del descenso a los limbos, del abismo del infierno, de los jardines celestiales, de los cuales los artistas de la Edad Media fueron a menudo los videntes ingenuos y a veces desorganizados, fijaremos nuestros ojos con atención sobre el centro de un gran mosaico; se unirán e incrustarán junto a las miles de pequeñas piedras multicolores, a fin de comprender el gran contraste que se ofrece a nuestras miradas sorprendidas. 

¿Qué vemos? 

Un trono vacío, preparado magníficamente, como el de los emperadores. Detrás de él los instrumentos de la Pasión de Cristo, cuyos guardianes son los ángeles. ¡Un trono vacío...! Sin embargo, un libro, ricamente decorado, con preciosos cierres, está puesto encima, y al pie del trono dos personajes, un anciano y una mujer, están de rodillas, encogidos como condenados a muerte. Ligeramente a la derecha, en una gran mandorla irisada con los colores del arco iris, Cristo desciende de los cielos, rodeados de ángeles como asesores. ¡Qué deslumbrante esplendor! 

¿Una enigmática puesta en escena, diréis? En otro tiempo no lo era. ¡El oriente bizantino la llamaba: “Preparación del trono”! 


Los dos suplicantes, ante el trono vacío, son Adán y Eva que, desde el Edén, esperan la Venida en gloria del segundo Adán, de Aquel que, después de haber lavado el pecado con su sangre, recogerá la herencia que Dios había puesto en Adán, rey de la creación. 

El artista – un teólogo – ha representado esta larga espera de los siglos, esta larga vigilia de la creación que suspira y sufre los dolores de parto, este deseo vehemente de la humanidad postrada en la humillación y que grita: ¡Ven! ¡Ven! ¡Ven! 

Y la respuesta de Cristo al llamado de dolor resonaba entonces: ¡He aquí que vengo! ¡He aquí que vengo! 

Sí, ¡viene! Viene con las nubes, con sus ángeles y santos. 

“He aquí que vengo con el rollo del Libro escrito por mí”, anunciaba David en el Salmo XXXIX, poniendo estas palabras en boca de Cristo. 

Pero, ese “He aquí que vengo” toma entonces un sentido profundo. Es, antes que nada, el acto de sumisión del Hijo al Padre y luego la respuesta de Cristo, del segundo Adán al primero. 

En dos ocasiones vendrá a abrir “el rollo del Libro” y a cumplir las profecías. 

El Hijo de Dios dijo a su Padre: 

Tú no te has complacido en sacrificio ni ofrenda,

entonces he dicho: “He aquí que vengo”.

Con el rollo del libro escrito por mí.

Quiero hacer tu voluntad, Dios mío,

y tu Ley está en el fondo de mi corazón, Sal. XXXIX, 7-9. 

Es, pues, con perfecta obediencia y en perfecto conocimiento – pues la Ley está en el fondo del corazón del Ungido del Eterno – que vendrá a abrir el rollo y a cumplir sus grandes anuncios proféticos. “He aquí que vengo con el rollo del Libro escrito por mí”. 

Sin embargo, ese rollo no se desplegará por completo de una sola vez, sino en tres tiempos, dejando entre ellos un doble intervalo, ocupado en primer lugar por el Tiempo de la Iglesia y luego por el Tiempo del Reino mesiánico. 

La primera vez, Jesús viene en la carne para cargar con los pecados del mundo, para sufrir y morir sobre la Cruz. Exclama entonces, habiendo cumplido las primeras profecías, “está cumplido” [1]. 

La segunda vez, Jesús vuelve, en cuerpo glorioso, para juzgar y reinar, y cuando haya puesto una parte de sus enemigos bajos sus pies, dirá: “Hecho está”. 

Por último, entregará el Reino al Padre y hará entonces nuevas todas las cosas. Sellará los esplendores de luz y de amor – cielos nuevos, tierra nueva – por un tercer “Hecho está”. 

Pero en este libro nos detenemos en el segundo “Hecho está”, resumiendo así las dos venidas de Cristo por estas palabras: 

En Belén, al nacer, dice: “He aquí que vengo” (Sal. XXXIX, 8). 

En el Gólgota, al morir, dice: “Está cumplido” (Jn. XIX, 30). 

A su Vuelta dirá: “He aquí que vengo” (Apoc. XVI, 15; XXII, 7.12). 

Al establecimiento de su Reino dirá: “Hecho está” (Apoc. XVI, 1). 

Es pues ese rollo el que debemos abrir, el que el artista de Torcello puso tan juiciosamente en el trono, bajo forma de libro, y que representa, en ausencia corporal de Cristo, la Palabra, el Verbo de Dios. Mientras se lo espera, la Escritura es la figura más real de Aquel que es, que era y que viene. 

Con qué respeto, con qué amor hemos de leer este Libro, a menudo sellado para los incrédulos, pero abierto por el Cordero inmolado, que es también el León de Judá. 

Por el Cordero en su Primera Venida; por el León en la segunda. Por el Cordero inmolado, sufriente y que muere; por el León victorioso, juez y rey. 

Pero es preciso, con la asistencia del Espíritu Santo y las directivas de la Iglesia, la renuncia a nuestras opiniones personales para entenderlo bien. 

Leamos pues, no con ojos humanos; oigamos, no con oídos humanos; comprendamos con espíritu renovado y no con corazón de piedra, a la manera de los judíos o de numerosos cristianos para los cuales las terribles amenazas de Isaías, tomadas por el mismo Jesús y por San Pablo, resuenan siempre y son de una actualidad abrasadora. 

Embota el corazón de este pueblo, y haz que sean sordos sus oídos y ciegos sus ojos; no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y con su corazón entienda” (Is. VI, 10; Mt. XIII, 11-16; Jn. XII, 39-42; Hech. XXVIII, 26-27). 

Opongámonos, por la gracia del Espíritu, a esta terrible sentencia. Es el Espíritu de verdad el que nos debe enseñar las cosas futuras (Jn. XVI, 13). 

Abramos pues muy grandes nuestros oídos para oír el grito de esperanza: 

¡He aquí que vengo! (Sal. XXXIX, 8). 

Nuestros ojos para leer con fe: 

He aquí, viene con las nubes (Apoc. I, 7). 

Nuestro corazón para comprender: 

Es preciso que reine (I Cor. XV, 25). 

¡Entonces, verdaderamente todo nuestro ser se desarrollará bajo el poder de Jesús, bajo la fuerza de la redención y del amor que, como un río desbordado, inundará el mundo y nos transportará desde ahora a los esplendores del mundo futuro, a esos misterios donde los mismos ángeles desean – sí, con un deseo violento – penetrar! (I Ped. I, 12).


[1] La traducción “todo se ha cumplido” no es exacta. No todo estaba cumplido en la Cruz.