PRIMERA PARTE
“¡Oh
Yahvé, Señor nuestro
cuán
admirable es tu Nombre en toda la tierra!...
Cuando
contemplo tus cielos, hechura de tus dedos,
la
luna y las estrellas que Tú pusiste en su lugar...
¿Qué
es el hombre para que Tú lo recuerdes,
o el hijo del hombre para que te ocupes de él?”
Los esplendores del mundo estelar, que canta el Salmista, tienen una magnificencia tan extendida que parece que el hombre queda eclipsado ante grandezas tan inconmensurables, ante cálculos que nos sumergen en la admiración. Si la tierra es menor que un pequeño punto sobre la “i” entre las millones de letras que componen una biblioteca de grandes infolios, ¿qué es, pues, el hombre perdido en el seno de tales inmensidades?
Pero el canto inspirado responde la inquietante pregunta: “¿Qué es el hombre?”, y la respuesta es magnífica:
“Tú
lo creaste poco inferior a los ángeles,
le
ornaste de gloria y de honor.
Le
diste poder sobre las obras de tus manos,
y
todo lo pusiste bajo sus pies:
las
ovejas y los bueyes todos,
y
aun las bestias salvajes,
las aves del cielo y los peces del mar”.
Sal. VIII, 2-9
Dios, pues, había “ornado de gloria y de honor” a Adán. Le había dado una gran parte de su autoridad al encargarle la dominación de la tierra y del mundo animal.
Adán era rey. Le correspondía dominar a los animales; de manera muy real, todas las cosas terrestres estaban puestas bajo sus pies.
“Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; y dominad sobre los peces del mar y las aves del cielo, y sobre todos los animales que se mueven sobre la tierra” (Gén. I, 28).
Tales fueron los preciosos dones que el Eterno le hizo a Adán.
Sin embargo, puso un límite a este poder, una reserva sobre un árbol del jardín del Edén. Un árbol puesto aparte:
“De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol del conocimiento del bien y del mal, no comerás; porque el día en que comieres de él, morirás sin remedio” (Gén. II, 16-17).
Una demanda de sumisión, una prueba, está siempre en la base de las relaciones del Creador y sus creaturas. Es la prueba de la fe obediente, de la humildad amante.
El ángel había caído en la orgullosa revuelta:
“Subiré a las alturas de las nubes; seré como el Altísimo” (Is. XIV, 14).
Adán y Eva, a su vez, consienten difícilmente la restricción puesta por Dios. Satanás vigilaba. Es entonces que abre insidiosamente la puerta de la duda, que Adán y Eva habían entreabierto. También cayeron en la revuelta. Es por eso que Cristo, al venir a reparar la desobediencia adámica, no va a poder presentarse al Padre más que en espíritu de sumisión perfecta, listo para cumplir a la letra lo que está anunciado sobre Él por los profetas:
“He aquí que vengo,
con el rollo del libro
escrito por mí,
quiero hacer tu voluntad, Dios mío”.
Y la Virgen María no va a poder ser el instrumento admirable y sumiso de la Encarnación sino porque va a aceptar:
“He aquí la esclava del Señor: séame hecho según tu palabra” (Lc. I, 38).
¡Según tu palabra! La Palabra de Dios es la piedra angular del misterio de Cristo, pero una duda, una hesitación sobre la Palabra y el edificio se estremece; un desprecio más acentuado y es el derrumbe, el fin de las más admirables promesas de Dios.
Henos aquí, pues, en el corazón mismo de la tragedia del Edén.
Al espléndido cara a cara de Dios y de la pareja creada por Él, va a suceder un misterioso cara a cara: el del nâchash (la serpiente) y la mujer; el del ángel caído, revestido de una luz engañosa, y aquella que estaba rodeada de luz, en una gloriosa desnudez, con un espíritu iluminado y puro, con un corazón lleno de alegría, de amor verdadero y de paz.
Parecía que la partida era excelente para la mujer, como para Adán, que pronto iba a intervenir. Su posición era fuerte. Sin embargo, su enemigo era astuto, el más astuto de los seres vivos de los campos.
Dijo a la mujer:
“¿Cómo es que Dios ha mandado: «No comáis de ningún árbol del jardín»?” (Gén. III, 1).
La mujer dijo a la Serpiente:
“Podemos comer del fruto de los árboles del jardín; mas del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: «No comáis de él, ni lo toquéis, no sea que muráis»”.Y la Serpiente dijo a la mujer: “De ninguna manera moriréis; pues bien sabe Dios que el día en que comiéreis de él, se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal”.
Eva dudó de la Palabra de Dios. La Serpiente, mentirosa desde el comienzo, afirma que no morirán.
Las fases ordinarias, inherentes a toda tentación, a toda falta y, por lo tanto, a toda sanción, se desarrollan.
“Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comida y una delicia para los ojos, y que el árbol era apetecible para alcanzar sabiduría, tomó de su fruto y comió y dio también a su marido”.
Entonces sus ojos se abrieron, en efecto, pero inmediatamente se vieron desnudos, habiendo perdido su vestimenta de luz.
Adán ha caído. En lugar de progresar hacia la alegría, la luz, la vida, se va a derrumbar en el dolor, las tinieblas, la muerte.
Deja desplomar su corona; Satanás se apodera de ella, ¡y con qué avidez!
Recoge el dominio del mundo terrestre y el del mundo aéreo; será de ahora en adelante: “El príncipe de este mundo”, “el príncipe de la autoridad del aire” (Jn. XIV, 30; Ef. II, 2).
Tales son sus nuevas prerrogativas. A pesar de la maldición que va a caer sobre él, ha arrebatado el poder adámico y va a hacer, de Adán rey, su esclavo.
El drama es terrible, pues no
habrá apaciguamiento más que durante el Reino, cuando Satanás sea atado, y
después de Su gloriosa salida, cuando el seductor sea arrojado al estanque de
fuego y azufre, por los siglos de los siglos.
Señalemos que Satanás, sucesor de Adán[1], que dejó escapar su cetro y su corona, osará desplegar sus prerrogativas ante el mismo Cristo. Pero Jesús, que no viene todavía a arrebatarle su Reino, no protesta cuando le ofrece todos los reinos del mundo si lo adora:
“Yo te daré todo este poder y la gloria de ellos, porque a mí me ha sido entregada, y la doy a quien quiero. Si pues te prosternas delante de mí, Tú la tendrás toda entera” (Lc. IV, 6-7).
Cristo rechaza adorar al impostor, recibir cualquier cosa del usurpador; sin embargo, lo reconoce como “príncipe de este mundo”.
Pero esta extraordinaria capacidad que tiene Satanás de disponer del poder en provecho de sus adoradores, nos explica cómo se le han sujetado las naciones, cómo se le sometieron los que gobiernan, muy frecuentemente, con total inconsciencia. Esa manera de actuar, velada actualmente y muy desconocida, tendrá su pleno desarrollo en la hora de la gran Tribulación, cuando Satanás delegue sus poderes al Anticristo, a la Bestia. El Dragón – “la serpiente antigua, que se llama el Diablo y Satanás” (Apoc. XII, 9) – le dará entonces su poder a la Bestia “y su trono y una gran autoridad [...] Y la adorarán todos los habitantes de la tierra, aquellos cuyos nombres no están escritos, desde la fundación del mundo, en el libro de la vida del Cordero inmolado” (Apoc. XIII, 1-10)[2].
La entrada del jardín del Edén todavía está libre. ¿Qué vemos? Un nuevo cara a cara, el de Dios y la serpiente. La serpiente llena de audacia, que conservará el poder temerario de muchos siglos, escucha, sin embargo, caer sobre ella la sentencia de su condenación.
“Entonces dijo Yahvé Dios a la serpiente: «Por haber hecho esto, serás maldita como ninguna otra bestia doméstica o salvaje. Sobre tu vientre caminarás, y polvo comerás todos los días de tu vida. Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: éste [el linaje de la mujer] te aplastará la cabeza, y tú le aplastarás el talón»” (Gén. III, 14-15).
La ejecución de este doble anuncio sumario de toda la Biblia se extenderá sobre dos tiempos.
Ocupará un primer tiempo, durante el cual Satanás tendrá una apariencia de victoria sobre el linaje de la mujer, sobre Aquel que sustituirá a Adán. El aplastamiento del talón: deja entender un período doloroso para la descendencia de la mujer, una prueba cruel para Aquel que será su magnífico retoño. Desde este instante podemos entrever que el nuevo Adán portará sobre él el pecado del Adán caído y será “el hombre de dolores”, para reparar la falta de aquel que quiso ser el hombre de delicias.
Pero además se desarrollará otro tiempo. El aplastamiento de la cabeza de la serpiente es tan cierto como el aplastamiento del talón de su adversario, con la diferencia que la cabeza aplastada es la destrucción, mientras que el aplastamiento del talón no es más que una herida.
Grandes cosas, unidas estrechamente a esta primera profecía de la Escritura, se pueden esperar ya; pero, evidentemente, estos eventos no se desarrollarán más que por etapas y antes del pleno florecimiento del mundo restablecido. Va a ser preciso vivir en la espera, en la esperanza.
Mientras el jardín de delicias ofrecía la plenitud, la saciedad, la justicia, la paz, desde entonces la vida del hombre sobre la tierra será incerteza, dolores, lágrimas, larga espera.
No es esta larga vigilia de los siglos la que vamos a intentar seguir nosotros, que hemos experimentado el peso de las esperas dolorosas, después de las pruebas de dos terribles guerras cercanas, después de que el mundo conoció atrocidades y crímenes inexplicables. ¡Qué palabra!... Esperar [3].
Sin embargo, la espera de la “restauración de todas las cosas” (Hech. III, 21) está llena de esperanza, pues, ya por la cruz de Cristo, tenemos una seguridad admirable de los esplendores de mañana.
El árbol de la vida, perdido por Adán, está allí; está ante nosotros, el árbol de la Cruz. Esta visión no nos debe abandonar jamás si queremos comprender la historia humana. Al igual que el árbol estaba en el centro del jardín del Edén, la cruz está en el centro de todo. Cristo glorioso conservará los estigmas de su Pasión, incluso sobre el trono de gloria; el Cordero figura allí “como inmolado” (Apoc. V, 6).
El artista de Torcello, en su fe ingenua y robusta, no ha separado del arco iris los instrumentos sangrientos de nuestra salvación, como así tampoco ha separado a Adán y Eva desolados de Cristo glorioso.
[2] Ver el capítulo “Las congregaciones alrededor del Anticristo”.
[3] Madeleine Chasles, Le Temps de la
patience... notre temps.