Puesta al día
Pero si habíamos tenido, hace diez años, una tendencia a pensar en un Reino visible y permanente de Cristo sobre la tierra, hemos, desde entonces, reformado nuestra opinión[1]. Profundizando los textos escriturísticos, hemos llegado a creer que no habrá presencia continua de Cristo durante el Reino mesiánico –reservado muy particularmente a Israel y no a la Iglesia– y que no hay actualmente presencia visible del “príncipe de este mundo”; el cual dirige, sin embargo, la política mundial y se sirve, en forma más o menos completa, de los gobiernos.
Creemos que Nuestro Señor gobernará invisiblemente, por medio de los jefes de estado vueltos cristianos según la plenitud del término y que así se podrán realizar esas predicciones misteriosas de un “gran monarca”, sometido a Cristo, y poseyendo una jurisdicción extendida sobre una parte de Europa.
Nos fue, pues, fácil adherir por completo al decreto del Santo Oficio del 21 de julio de 1944 sobre el milenarismo mitigado,
“El sistema que enseña que [...] antes del
Juicio Final, Jesucristo vendrá visiblemente a esta tierra para reinar” y que
“no puede ser enseñado con seguridad”.
Esta espera, que fue la de los Apóstoles, la de san Pedro, la de los primeros cristianos, la de los primeros apologetas, como san Ireneo y san Justino, no puede ser condenada. San Jerónimo, que no compartía las opiniones “milenaristas” de los primeros Padres, a causa de las deformaciones antiescriturísticas que se habían introducido posteriormente y de ciertos quiliastas con concepciones materialistas, escribía:
“Cosas que, aunque no sigamos, no podemos empero condenar, porque muchos de los varones eclesiásticos y de los mártires las dijeron. Y así, cada cual abunde en su sentido, y a Dios se reserve la resolución” (ML 24, 801).
“Que cada cual abunde en su sentido”. Tal es siempre la doctrina de la Iglesia en lo que no ha definido.
El Papa León XIII escribía en la encíclica Providentissimus Deus:
“Porque en aquellos pasajes de la Sagrada Escritura que todavía esperan una explicación cierta y bien definida, puede acontecer, por benévolo designio de la providencia de Dios, que con este estudio preparatorio llegue a madurar”.
La hora es demasiado grave para no proponer a los creyentes – y también a todos aquellos que buscan, tan a menudo, en las ciencias ocultas, un apaciguamiento a sus angustias – una respuesta a sus inquietudes, cuando preguntan, sobre todo después de la bomba atómica: “¿No es pronto el fin del mundo?”.
“El fin del mundo” no, sino el fin de “esta generación”; el fin de esta “edad mala”, sí, sin poder precisar de ninguna manera, pues “no os corresponde conocer tiempos y momentos que el Padre ha fijado con su propia autoridad” (Hech. I, 7).
Lejos, pues, todo pensamiento curioso, inquieto, impaciente, sobre el año, día u hora del Retorno de Cristo; pero con una certeza – una esperanza invencible – esperamos la manifestación de ese día y la gloria del Señor, dejándonos penetrar, desde ahora, por “la bondad de la palabra de Dios y las poderosas maravillas del siglo por venir” (Heb. VI, 5).
[1] Nota del Blog: Feliz cambio de posición de la autora, en consonancia con los mejores
autores (Ramos García, Van Rixtel y, por supuesto, Lacunza) y, más importante aún,
con el decreto del Santo Oficio, como dirá a continuación.