viernes, 17 de diciembre de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, La Realeza en Israel (III de III)

   Samuel, que tomó entonces la dirección del pueblo, estaba puesto en la situación más grave de todas, pero, acostumbrado a no dejar caer por tierra ninguna palabra de Dios, fue reconocido antes que nada como “profeta del Eterno” (I Rey. III, 20-21), luego, juez de los hijos de Israel (I Rey. VII, 6-15) y, por último, sacerdote, ofreciendo el corderito que aún mamaba, intercediendo por Israel (I Rey. VII, 7-17). 

Samuel recogió estas cargas, tan características, que hacían de él casi alguien igual a Moisés, un instrumento perfecto de liberación en manos de Dios, una poderosa figura de Cristo. 

Todos los grandes sufrimientos nacionales despiertan los sentimientos religiosos, provocan acercamientos políticos, suscitan abnegaciones patrióticas. Samuel logró promover en Israel destruido el sentido de su culpa. Clamó primero al Eterno, luego provocó un gran despertar religioso y patriótico: 

“Arrojad los dioses extraños, congregaos y yo rogaré”. 

El Eterno fue servido, Él solo. Las tribus se agruparon en Masfá para luchar contra el invasor. Entonces Samuel tomó un corderito que mamaba y lo ofreció todo entero en holocausto al Eterno. 

Pero los filisteos se inquietan. Cuando quieren atacar, Dios asiste a los suyos. El trueno suena y los filisteos son derrotados; no volverán más al territorio de Israel. 

Una paz tan admirable, venida tan súbitamente, debía instruir al pueblo, mostrarle que su verdadero rey, su jefe militar era solamente Jehová de los ejércitos[1]. 

Pero el deseo de defender las fronteras en caso de nuevos ataques filisteos, suscitó de nuevo el pedido de un rey: 

“Mira; tú has envejecido, dijeron los ancianos de Israel a Samuel, y tus hijos no andan en tus caminos. Pon ahora un rey sobre nosotros que nos juzgue, como lo tienen todos los pueblos”. 

Samuel vio con disgusto que le dijeron: 

“Pon ahora un rey sobre nosotros que nos juzgue”. 

Y Samuel rezó al Eterno y el Eterno le dijo a Samuel: 

“Oye la voz del pueblo en todo cuanto te digan; porque no te han desechado a ti, sino a Mí, para que no reine sobre ellos. Todo lo que han hecho (conmigo) desde el día que los saqué de Egipto hasta este día, en que me han dejado para servir a otros dioses, lo mismo hacen también contigo. Ahora escucha su voz, pero da testimonio contra ellos, y anúnciales los fueros del rey que va a reinar sobre ellos” (I Rey. VIII, 7-9). 

“Me han desechado a Mí, para que no reine sobre ellos”. 

El Eterno consideraba que verdaderamente reinaba y que había probado desde hacía siglos –y últimamente todavía, después de la ofrenda del “corderito que mamaba”, figura tan conmovedora de Jesús–, que era capaz, por algunos truenos y un súbito pánico, de poner en fuga a todo un ejército. 

Pero no, Israel quiere una defensa humana, el prestigio de la realeza, de las armas, de los carros, de los caballos, al igual que las naciones. Sufre por estar separado, de no ser como los demás, esas otras naciones más poderosas que él. 

El ideal al que tiende, y que dominará toda su historia, es la de asemejarse a los grandes pueblos que lo rodean, bien equipados para la guerra. 

Es por eso que llamaremos a esta hora solemne, de grandes consecuencias, el “núcleo” de la historia de Israel. Se une a aquel otro momento terrible de la vida de Cristo, cuando Pilatos intentará salvarlo y donde los judíos clamarán: 

“No tenemos otro rey que el César” (Jn. XIX, 15). 

¡No tenemos más rey que un emperador romano, somos como las otras naciones! 

El rechazo de Dios en tiempos de Samuel, el de Cristo ante el Calvario, el del Apóstol Pablo por los judíos de Roma, al fin de los Hechos, proceden todos de un mismo espíritu. Con respecto a la gran masa de los que se dicen cristianos a través de los siglos, ¿no está guiada por el obsesivo axioma hay que ser como todo el mundo, y por lo tanto pertenecer un poco a Satanás, príncipe de este mundo, para no tener una marca muy distintiva, y recoger las ventajas que sabe ofrecer: renombre, poder, riquezas, falsa felicidad, lo que ofreció al mismo Jesús en la montaña de la tentación? 

Samuel le presentó al pueblo el cuadro más negro posible sobre la tiranía real, pero nada pudo detener el pedido del populacho clamando por un rey. 

“¡No, no! ¡Que haya un rey sobre nosotros! ¡Que seamos también nosotros como todos los pueblos! ¡Que nos juzgue nuestro rey, y salga al frente de nosotros para pelear nuestras guerras!” (I Rey. VIII, 19-20). 

Más tarde, llevado en cautividad entre las naciones, Israel comprenderá lo que le costó haber querido un rey como los demás; y más tarde aún, los judíos masacrados, dispersos entre todas las naciones, sabrán también lo que les sirvió haber clamado: “No tenemos otro rey que el César”. 

Siempre llevan el peso de la amargura.


 [1] Es al comienzo del libro de Samuel (Reyes) que Dios es llamado por primera vez “Jehová de los ejércitos”. Será llamado de esa manera 221 veces en la Biblia. Ese nuevo nombre ¿no era la prueba de que quería ser el defensor de su pueblo en los combates?