8. La Realeza en Israel
Fijos en Canaán, los hebreos, a pesar de las órdenes divinas, no tardaron en unirse con las poblaciones indígenas. A la cría de rebaños agregaron el trabajo de los campos y ciertas industrias cananeas. Pero sobre todo se dejaron seducir por la religión de esos pueblos groseros y, en un sincretismo culpable, unieron al culto del Eterno la adoración de los Baales y de las Astartés.
Parece que se desarrollaron la magia, la invocación de los muertos, el uso de sortilegios idolátricos, la veneración de las divinidades domésticas o terafim.
La moral se rebajó y el escándalo de Gabaá (Jue. XIX) prueba que las costumbres de Sodoma estaban muy extendidas. Las tribus se disgregaron y la autoridad sacerdotal era impotente para conservar la ley mosaica en su pureza.
Dios suscitó entonces hombres que, uno después de otro, fueron los defensores, los salvadores del pueblo. Se los llamó Jueces, de la palabra hebrea Shôfèt, que encontramos en el Suffète cartaginés.
Desde Josué –cuyo nombre es el mismo que el de Jesús– hasta Samuel, que tendrá el doble carácter de sacerdote y juez, nos es presentada una secuela de jefes. Todos fueron instrumentos pasivos en las manos divinas, y permitieron al Todopoderoso librar, por medios débiles, a su pueblo agobiado, ahogado, saqueado por los moabitas, los filisteos, los amonitas y los madianitas.
Los Jueces escribieron en el “rollo del Libro” una página sobresaliente que anuncia a Cristo, Hijo del hombre, Servidor ante el Padre, que se irguió “como un retoño, cual raíz en tierra árida” (Is. LIII, 2) pero al mismo tiempo “un poderoso Salvador... un Salvador para librarnos de nuestros enemigos” (Lc. I, 69-71). Los Jueces fueron eso: salvadores para Israel.
El más famoso de ellos, Gedeón, había comprendido este misterioso rol que debía jugar. Llamado a librar a su pueblo, aceptó partir al combate con un ejército irrisorio, pues Dios había exigido, sucesivamente, una separación. ¡Un puñado de trescientos hombres, lámparas escondidas en cerámicas y algunas trompetas...! De esta manera, atacó al ejército madianita, numeroso como una invasión de langostas.
Luego persiguió al enemigo en desbandada. El pueblo, en su entusiasmo, quiso colocar a Gedeón en la realeza. “Domina sobre nosotros”. Pero Gedeón lo rechazó, pues sabía que Israel no debía tener otro rey más que a Dios.
“No reinaré yo sobre vosotros, ni reinará mi hijo sobre vosotros. Jehová sea quien reine sobre vosotros” (Jue. VIII, 22-23).
Ésa fue la primera tentativa del pueblo para tener un rey a fin de combatir con éxito a las hordas turbulentas y peligrosas, y vencer la anarquía y el individualismo que engendraban numerosos desórdenes, pues
“En aquel tiempo no había rey en Israel, sino cada cual hacía lo que mejor le parecía” (Jue. 17, 6; 21, 25).
Pero esta anarquía tenía un origen más profundo. Surgía del grandísimo desdén que Israel manifestaba con respecto a Dios, a su Rey verdadero. No era la realeza la que podía librarlos de una vida social inquieta y, sobre todo, de esa división entre Dios y Baal a la que estaban inclinados sus corazones:
“Está dividido su corazón, pagarán ahora sus culpas” (Os. 10, 1-2).
Gedeón murió y de nuevo los hijos de Israel volvieron a “prostituirse” ante los Baales; tomaron a Baal-Berit como a su dios. La Serpiente antigua velaba. Pensó que había llegado la hora para que ella misma instaurara la realeza sobre Israel.
Un hijo de la concubina de
Gedeón, Abimelec, debía ser un instrumento muy original. Satanás lo incitó a
matar en una horrible masacre a setenta hijos de Gedeón. Solamente escapó
Joatam, el más joven. Sin embargo, después de este crimen, la ciudad de Siquem,
lejos de rechazar al asesino, lo aclamó, lo hizo rey.
Impostor, usurpador, rey satánico, tal es este Abimelec.
Joatam, sin embargo, quiere hacer conocer a la asamblea del pueblo sobre qué masacre reposa semejante realeza. Su padre, Gedeón, el gran vencedor, rechazó erigirse ante Dios como único rey de Israel, pero un asesino, un usurpador, se deja proclamar sin hesitación.
Joatam sube al Garizim y clama:
“Oídme, señores de Siquem, para que os oiga Dios. Fueron una vez los árboles [las tribus de Israel] a ungir un rey que reinase sobre ellos; y dijeron al olivo:
“Reina tú sobre nosotros”. El olivo les contestó: “¿Puedo acaso yo dejar mi grosura, con la cual se honra a Dios y a los hombres, para ir a mecerme sobre los árboles?”.
Entonces
dijeron los árboles a la higuera: “Ven tú y reina sobre nosotros”.
La
higuera les respondió: “¿He de dejar acaso mi dulzura y mi excelente fruto,
para ir a mecerme sobre los árboles?”.
Dijeron,
pues, los árboles a la vid: “Ven tú y reina sobre nosotros”.
Mas la vid les respondió: “¿He de dejar acaso mi vino que alegra a Dios y a los hombres, para ir a mecerme sobre los árboles?”.
Entonces todos los árboles dijeron a la zarza... al arbusto estéril, a la planta de la maldición del Edén, a aquella sobre la cual Satanás es amo: “Ven tú y reina sobre nosotros”.
Respondió la zarza a los árboles: “Si es que en verdad queréis ungirme rey sobre vosotros, venid y refugiaos bajo mi sombra; y si no, salga fuego de la zarza que devore los cedros del Líbano” (Jue. IX, 7-15).
La zarza, la usurpadora,
ofrece sombra o ira. Satanás ofrecía a Israel un rey en este Abimelec, o bien
su furor y la destrucción de los mejores en Israel. El
Adversario se arriesga completamente en esta primera tentativa de realeza.