Pero “un mal espíritu” no tardó en establecerse entre los habitantes de Siquem y aquel que, muy fácilmente, habían puesto como su cabeza.
Al momento del sitio de Tebes, Abimelec llegó hasta la torre fortificada y se acercó a la puerta para prenderle fuego, pero una mujer le arrojó sobre la cabeza un trozo de piedra de molino que le rompió el cráneo. Inmediatamente llamó al joven que portaba sus armas y le dijo:
“Saca tu espada y mátame, para que no digan de mí: le mató una mujer.
Le traspasó entonces el joven, y así murió. Así retribuyó Dios a Abimelec el mal que había hecho contra su padre, Gedeón, matando a sus setenta hermanos. También sobre la cabeza de los hombres de Siquem hizo Dios caer todo el mal que habían hecho. Así se cumplió en ellos la maldición de Joatam, hijo de Jerobaal” (Jue. IX, 51-57).
Abimelec es realmente el tipo de alguien cuya cabeza debe ser aplastada por la descendencia de la mujer... ¡cabeza triturada por una piedra de molino lanzada por una mujer!
Lo que hace a la figura aún más asombrosa es la hecatombe de los setenta hijos de Gedeón, que corresponden a las setenta personas de la familia de Jacob, el conjunto de la descendencia de Israel al tiempo del descenso a Egipto (Ex. I, 5). Satanás esperaba suprimir la familia de Gedeón que se le oponía.
Los años pasaron. Las tentativas de realeza no fueron renovadas durante las judicaturas de Jefté, Sansón y Helí, pero el malestar por la creciente idolatría, por la inmoralidad de los benjamitas, y, sobre todo, la amenaza de los enemigos que se levantaban por todas partes, hacían la vida amarga a Israel. El deseo de un jefe permanente se hacía cada vez más necesario.
Helí, juez y sumo sacerdote en Israel, no debía agradar al pueblo. Era muy débil con respecto a sus hijos, grandes pecadores ante Dios. Debido a esta culpable actitud, el Eterno rechazó la casta sacerdotal de Helí. Pero en medio de este deterioro general se abrió una puerta de esperanza por medio de una mujer. Ya una mujer había librado el pueblo de Samaria de manos de Abimelec, el rey usurpador, figura de Satanás, y he aquí que una mujer –una vez más una mujer– va a proclamar el carácter real del Hijo de Dios y darle por primera vez el nombre de Mesías.
Un hombre de las montañas de Efraín, Elcaná, tenía dos esposas, Ana y Fenená. La primera era estéril y todos los años, al subir a Silo, donde estaba el arca de la Alianza, era humillada por el desamparo en el que Dios parecía abandonarla. Lloraba y rechazaba comer.
Ese año Ana se presentó ante Dios en llanto, en lamentos, en oraciones ardientes. Al verla, el gran sacerdote Helí, pensó que estaba ebria.
“¡Procura librarte de tu embriaguez!”, le dijo rudamente.
Ana respondió:
“No, señor mío; soy una mujer de corazón afligido. No he bebido ni vino ni bebida embriagante, sino que he derramado mi alma delante de Jehová. No tomes a tu sierva por hija de Belial, porque de la abundancia de mi pena y de mi aflicción he hablado así hasta ahora”.
Respondió Helí y dijo:
“Vete en paz, y el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido (I Rey. I, 9-19).
El año siguiente Ana tuvo un hijo. Cuando fue destetado, lo ofreció al Eterno y, al presentarlo a Helí, le dijo:
“Estaba rogando por este niño... Por eso yo por mi parte lo doy a Jehová. Todos los días de su vida, será consagrado a Jehová”.
Y en la alegría de su alma, Ana exclamó:
Exalta
mi corazón en Jehová...
Me
alegro de la salvación que de Ti he recibido.
No
hay santo como Jehová...
La
estéril ha dado a luz siete veces...
No
por fuerza prevalece el hombre...
Sean
aplastados los enemigos de Jehová;
desde
los cielos tronará contra ellos.
Jehová
juzgará (gobernará) los extremos de
la tierra;
a su
Rey le dará el poder,
y exaltará la frente de su Ungido”.
Es, pues, en los labios de una simple mujer en oración –viva imagen de la Virgen María, que se inspirará en este cántico para su Magnificat– donde encontramos por primera vez el nombre de Mesías asociado al de Rey.
Jacob, cuando profetizó sobre Judá y Balaam al anunciar el astro que debe salir de Israel, ya había predicho que la descendencia bendita de la mujer sería un jefe o rey, pero aquí sabemos que ese Rey será el Ungido del Eterno, el Mesías o Cristo: Cristo Rey[1].
¿No significaba esto que pronto iba a aparecer, o en todo caso proclamar, que solamente Él sería el rey del pueblo elegido, y que cualquier otro jefe permanente, político o militar, debía ser excluido?
Samuel, que había crecido a la sombra del Tabernáculo de Silo, fue llamado por Dios para ser el instrumento de sus juicios. Recibió la misión de hacer conocer a Helí los castigos que estaban preparados para caer sobre él, sus hijos, el Arca y todo Israel.
El poder sacerdotal, representado por Helí, iba a recibir un golpe terrible por la guerra filistea. En efecto, el arca fue tomada, y junto con ella, el auxilio de Dios pareció abandonar a Israel. El pueblo perdió su autonomía y cayó bajo el yugo filisteo. Conoció los pies dolorosos de la ocupación y las requisas devastadoras.
Bajo el efecto de las noticias trágicas, la nuera de Helí dio a luz un hijo y, al morir, lo llamó Icabod, que significa se ha apartado de Israel la gloria (I Rey. IV, 22).
Sí, la gloria se había acabado y Satanás podía saborear su victoria. El sacerdocio y la judicatura habían sido impotentes para conservar en el pueblo su contacto con Dios. Mayor fuerza en él, mayor poder, gritos de angustia y de dolor.
En esa noche profunda, se escuchó aún, sin embargo, el grito de esperanza lanzado por Ana en Silo:
A su
Rey le dará el poder,
y exaltará la frente de su Ungido.