Como la vida patriarcal debía tener su desarrollo durante el Reino mesiánico, Jesús, en su Primera Venida, confirmó, por medio de su actitud, la práctica de esta existencia.
Recordemos que Israel debía ser un pueblo de pastores, un pueblo separado, ni guerrero ni mezclado con las naciones; por lo tanto, un pueblo de “sacerdotes”, de intercesores, de intermediarios entre Dios y las naciones y, por último, predicadores de la buena nueva.
Estos aspectos de la misión de Israel fueron vividos de manera impresionante por Jesús mismo; ¿no fue Él en primer lugar ambulante, luego separado y predicador del Evangelio?
Jesús nació durante un viaje, a imagen de los desplazamientos de los Patriarcas, en medio de pastores, de rebaños, en una gruta, participando desde los primeros instantes de su vida en esa existencia que el pueblo de Dios rechazó después de su entrada en Canaán.
Jesús fue deportado a Egipto por el furor de Herodes, haciendo traer a la memoria el largo exilio de los hebreos. Vuelve a Nazaret y comienza a llevar una vida escondida –su vida de “separado”– hasta la edad de 30 años.
Finalmente, hizo un retiro de cuarenta días en la montaña, siempre para conformarse al espíritu de “separación” que Dios pedía a Israel, antes de hacer de él una nación de sacerdotes.
Es solamente después de haber cumplido sobre todos esos puntos los anuncios del “rollo del Libro” que comienza el ministerio de la predicación. Incluso durante este período, en el cual Jesús está muy cerca de la multitud, mezclado con los judíos y los Samaritanos, se retira a la soledad para rezar solo y declara que conserva el gran espíritu de la vida pastoril simple y pura:
“Las raposas tienen guaridas, y las aves del cielo, nidos; más el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc. IX, 58).
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Si los Patriarcas Abraham, Isaac y Jacob permanecieron “separados” en la tierra de Canaán, sin embargo, tuvieron muchas tentaciones de infringir las órdenes de Dios y de mezclarse con los pueblos cananeos y con la civilización egipcia.
La Mesopotamia, separada por el gran desierto de Siria, no ofrecía las mismas atracciones peligrosas, pero Egipto era de acceso fácil, un país próspero, rico, fértil, gracias al Nilo, mientras que Canaán, con un suelo pobre y montañoso, mal irrigado, muy a menudo se veía asolado por severas hambrunas.
Qué ocasión propicia para Satanás –que ronda siempre como león alrededor de su presa (I Ped. V, 8)– para provocar la desobediencia e invitar a los Patriarcas a abastecerse en la fértil llanura del Nilo, lleno de espigas, famoso por la pesca y la caza, y entrar en contacto más estrecho con las costumbres idolátricas de los egipcios. De hecho, fue durante un descenso en Egipto que Abraham casi pierde a Sara, su esposa (Gén. XII, 19-20).
Más tarde, Dios prohibirá formalmente a Isaac ir a Egipto, incluso si una hambruna hiciera estragos de nuevo en Canaán (Gén. XXVI, 2). Jacob recordará la voluntad divina y no aceptará ir allí para reencontrar a José. Sólo aceptará bajo la promesa del Eterno, que para calmar sus dudas le dijo:
“No temas bajar a Egipto, porque allí te haré padre de una gran nación. Yo bajaré contigo a Egipto” (Gén. XLVI, 2-4).
Sin embargo, otro peligro acechaba a los Patriarcas: el de las alianzas matrimoniales con los pueblos cananeos. Abraham enviará, pues, a buscar una esposa para Isaac en su familia, que habitaba en Mesopotamia, pero su servidor partirá solo con los presentes; no le confiará a Isaac y le hará prometer, en caso que la esposa no quiera seguirlo y que él mismo muera, de no llevar allí a su hijo (Gén. XXIV, 1-9).
En cuanto a Jacob, será diferente, porque deberá huir de la cólera de Esaú, el cual, sin escrúpulos de la voluntad de Dios, tomó por esposa una mujer hitita, mujer que no le gustaba a Rebeca (Gén. XXVII, 46). Se irá al país de sus padres a buscar una esposa y volver luego a tierra cananea, para continuar la vida pastoril en medio de sus mujeres, de sus doce hijos y de sus muy numerosos rebaños.
Sin embargo, desde la época de Abraham, Dios quiere inculcar de tal forma a esta familia “separada” que no debe buscar la vida abundante sino la de la tienda, que dio una terrible lección a Lot, sobrino del Patriarca, el cual se dejó seducir por la llanura del Jordán.
Hubo querellas entre los pastores de Abraham y los de Lot, porque la tierra pasó a ser insuficiente para alimentar a los dos ganados.
Entonces Abraham ofreció a Lot elegir el lugar en donde quisiera erigir sus tiendas.
“Alzando entonces Lot sus ojos vio toda la vega del Jordán, toda ella de regadío como el jardín de Yahvé, como la tierra de Egipto” (Gén. XIII, 10).
¡Qué tentación! Lot eligió la llanura exuberante del Jordán y levantó sus tiendas hasta Sodoma.
“Mas los habitantes de Sodoma eran malos y grandes pecadores ante Yahvé” (Gén. XIII, 13).
He ahí pues la elección que hizo, pensando encontrar allí una vida próspera y poder decir con el hombre rico del Evangelio:
“Alma mía, tienes cuantiosos bienes en reserva para un gran número de años; reposa, come, bebe, haz fiesta” (Lc. XII, 19).
Conocemos la tragedia de Sodoma y Gomorra, ciudades de perversión, de vicios infames que se extendían sin límites, “desde los jóvenes hasta los viejos” (Gén. XIX, 4).
Los ángeles, venidos bajo apariencia de hombres, alertaron a Lot sobre la amenaza que pesaba sobre las ciudades de la llanura. El mismo Lot fue a sus yernos y les dijo:
“Levantaos, salid de este lugar; porque Yahvé va a destruir la ciudad”. Más era a los ojos de sus yernos como quien se burlaba. Al rayar el alba, los ángeles apremiaron a Lot, diciendo: “Levántate, toma a tu mujer y a tus dos hijas que se hallan contigo, no sea que perezcas por la maldad de la ciudad”. Como Lot se demoraba todavía, “los hombres” lo tomaron de la mano para sacarlo de la ciudad y le dieron la orden de huir a la montaña. Pero cuando cayó el fuego, la mujer de Lot se detuvo para mirar para atrás, y su cuerpo se convirtió en estatua de sal y quedó petrificada como una estela (Gén. XIX, 14-26).
Ahora bien, los últimos días de su vida terrestre, Jesús utilizará el cataclismo del diluvio para anunciar su repentina venida “como un ladrón” y la separación que se debe hacer en ese momento solemne, pero puso también, como ejemplo, la destrucción de las ciudades de la llanura por el fuego, a fin de advertir a los que estén tentados de quedarse dormidos como las vírgenes necias:
“Asimismo, como fue en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; más el día en que Lot salió de Sodoma, cayó del cielo una lluvia de fuego y de azufre, y los hizo perecer a todos. Conforme a estas cosas será en el día en que el Hijo del hombre sea revelado. En aquel día, quien se encuentre sobre la azotea, y tenga sus cosas dentro de su casa, no baje a recogerlas; e igualmente, quien se encuentre en el campo, no se vuelva por las que dejó atrás. Acordaos de la mujer de Lot” (Lc. XVII, 28-32).
Llamado solemne al abandono de todo, para seguir al Señor. Amenaza terrible. Si os aferráis a algo, acordaos de la mujer de Lot, que se quedó atrás y se perdió.
En esta tragedia aprendemos cómo fue salvado Lot, casi a pesar suyo, a causa de algunos intercesores ante Dios.
Pero los burladores, que desprecian a los que creen en la gravedad de nuestro tiempo, tendrán la misma suerte que los suegros de Lot, para quienes la lluvia de fuego y azufre era una broma.
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La separación de los Patriarcas, figura de la vida de Israel, ha sido sellada por dos grandes visiones de Jacob. Dos visiones de gloria y sufrimiento.
La primera tuvo lugar cuando huía de la cólera de Esaú; y la segunda cuando, a la vuelta, iba a reencontrarse con el mismo Esaú que venía a enfrentarlo con cuatrocientos hombres armados.
Jacob representaba la rama mesiánica que florecerá, y Esaú la dinastía de la Serpiente, siempre luchando contra la descendencia de la mujer.
Jacob en fuga ve en sueños una misteriosa escalera. Dios estaba en lo alto y los ángeles subían y bajaban. El Eterno le prometió, como a Abraham, el país donde descansaba y la bendición en él de todas las familias de la tierra, de todas las naciones (Gén. XXVIII, 10-22).
A la vuelta tuvo otra visión. Luchó contra Dios en una gran angustia. Luchó una noche entera y, tocado en la articulación del nervio, quedó cojo por siempre, pero al mismo tiempo recibió el nombre nuevo Israel (Gén. XXXII, 24-32).
Esas dos misteriosas y simbólicas visiones fueron comentadas por el mismo Jesús.
Cuando reencontró a Natanael que acababa de llamarlo “Rey de Israel”, Jesús no lo contradijo, sino que, a fin de señalar la veracidad de su pensamiento y fortificarlo en la fe, evocó la visión de la escalera de Jacob relacionándola consigo mismo, anunciando así que su carácter real estará unido con su Retorno en poder, sobre las nubes, con los ángeles de su gloria.
“En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del hombre” (Jn. I, 51).
En la segunda visión, la
lucha que duró toda la noche ¿no es una imagen del jardín de la agonía, de ese
dolor que se apoderaba de Cristo cuando iba a enfrentarse cara a cara con los
poderes de las tinieblas desencadenados contra Él?
¡Qué enfrentamiento!
Sudor de sangre, agonía.
“Se atemorizó entonces Jacob
en gran manera” (Gén. XXXII, 7), así como Jesús vivió la escena del miedo de
Jacob en el Cedrón.
“Jacob se quedó solo” (Gén. XXXII, 24), así como Jesús fue abandonado por todos.
Incluso la herida de Jacob en el muslo, ¿no es una imagen de esa herida que Cristo recibirá “en el talón”, a causa de la descendencia de la Serpiente, en el momento de su muerte salvadora en la Cruz?
¡Pero en ambos casos, en Getsemaní y en Fanuel, se levantó el sol! El gran Sol de justicia: el rostro de Dios[1].