Melquisedec
Abraham levantó sus tiendas entre las encinas de Mamré, y Lot, su sobrino, junto a Sodoma, cuando se separaron. Antes de ser expulsado del fértil valle del Jordán, por medio de una catástrofe que puso fin a las ciudades culpables del valle, Lot había sido atacado violentamente por una famosa redada, la de Amrafel y sus aliados, venidos de las llanuras mesopotámicas. Abraham fue advertido de la deportación de su sobrino, e inmediatamente agrupó a sus trescientos dieciocho siervos y persiguió a los reyes hasta Dan. Aprovechando la lentitud de su marcha –sobrecargados como estaban por su botín en hombres y bienes– Abraham dividió su pequeña tropa y los cercó. Los venció, recogió las riquezas y liberó a Lot y a los deportados.
A su vuelta, el nuevo rey de Sodoma vino a su encuentro; luego el rey de Salem, Melquisedec, otorgó presentes al vencedor: pan y vino.
Melquisedec era sacerdote del Dios Altísimo; bendijo a Abraham y le dijo:
“¡Bendito sea Abraham por el Dios altísimo, Señor del cielo y de la tierra! ¡Y bendito sea el Dios altísimo, que puso tus enemigos en tus manos!”. Y le dio Abraham el diezmo de todo (Gén. XIV, 19-20).
Melquisedec no será más nombrado en el Antiguo Testamento excepto por David. Es el personaje más misterioso de las Escrituras.
En el Salmo CIX, tan innegablemente mesiánico, David muestra el doble carácter de Melquisedec, sacerdote y rey al mismo tiempo, y lo asocia a la vida sacerdotal y real del Mesías. ¿A quién se podrían aplicar estas palabras del Eterno: “Siéntate a mi diestra… Tú eres Sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec”, sino al Ungido? Jesús, por lo demás, usa este Salmo para argumentar su carácter de Hijo de David, según la carne, y de Hijo de Dios, según el Espíritu (Mt. XXII, 41-46).
Pero es la epístola a los Hebreos la que nos explica verdaderamente el sentido escondido y simbólico de Melquisedec en el glorioso linaje de las figuras de Cristo.
“Y su nombre se interpreta, primero, rey de justicia, y luego también, rey de Salem, que es rey de paz[1]. El cual, sin padre, sin madre, sin genealogía, sin principio de días ni fin de vida, fue asemejado al Hijo de Dios y permanece sacerdote eternamente” (Heb. VII, 2-3).
¡“Asemejado al Hijo de Dios”! Un testimonio de esta importancia nos permite apoyar nuestra argumentación y relacionar, sin duda alguna, a Melquisedec con Cristo, sacerdote y rey. Sacerdote sin pertenecer a la familia sacerdotal de Aarón, Rey de justicia y “Príncipe de paz” (Is. IX, 5).
El autor de la epístola a los Hebreos insiste sobre el misterio de Melquisedec, que aparece y desaparece como un meteoro. Hecho raro y contrario a los usos del oriente bíblico, incluso moderno, Melquisedec es presentado, en efecto, sin genealogía, sin la adición del nombre patronímico.
Pero si Jesucristo posee una genealogía según la carne, establecida en base a Adán, ¿puede tener una como Hijo de Dios? Por eso está escrito de Melquisedec:
“Sin padre, sin madre, sin genealogía, sin principio de días ni fin de vida, fue asemejado al Hijo de Dios”.
Jesús, Hijo de Dios, no tiene principio ni fin. Es, al mismo tiempo, de la tierra y del cielo. Deja los cielos, viene aquí abajo; vive, muere, sube al cielo junto al Padre, de donde volverá. Tal es el misterio del Hijo del hombre, único Mediador, Sacerdote eterno.
Ahora bien, Melquisedec representa esta síntesis del misterio de Cristo, en el tiempo y fuera del tiempo.
Pero es principalmente el carácter sacerdotal del Mesías lo que el Espíritu Santo quiso prefigurar en él, el rasgo dominante desde su Ascensión hasta su Retorno. Sentado a la diestra de Dios, sobre el trono de gracia, Jesús es actualmente nuestro sumo Sacerdote. Es el Sacrificador por excelencia.
“Tú eres Sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec”.
Sacerdote eterno y no según el orden de Aarón, que es transitorio.
La extraordinaria figura de Melquisedec nos transporta, de un salto, hacia aquel que, sentado a la diestra del Padre, siempre vivo, intercede por nosotros (Heb. VII, 24-25).
Sin embargo, la Edad Media puso el acento, según la enseñanza teológica, sobre la ofrenda del pan y vino, figura del sacrificio eucarístico del Cuerpo y Sangre de Cristo. El Canon de la Misa perpetuó este magnífico pensamiento patrístico, que nos es recordado todos los días.
¿No tenemos una alegría profunda al contemplar el gesto misterioso de Melquisedec, como imagen de la ofrenda eucarística, ese puente místico colocado entre la muerte del Señor y su retorno
“porque cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que Él venga”? (I Cor. XI, 26).
Melquisedec es, pues, un mensajero del banquete sagrado, aquel del cual vivimos hasta el retorno del Señor[2].
Pero es además el garante de la alianza que Dios hizo con Abraham, así como Jesús es el garante de una alianza más excelente (Heb. VII, 22), la de este sacrificador real que nos envuelve a su vez, nos une a nuestro Sacerdote, nos hace sentar con Él en los cielos (Ef. II, 6), y prepara para sus rescatados las maravillas del mundo futuro…
“serán sacerdotes de Dios y de Cristo, con el cual reinarán” (Apoc. XX, 6).