5. Heraldos de Dios
Cuán preciosas fueron para nuestros hombres de la Edad Media las enseñanzas que extraían de la “Biblia de piedra”, las esculturas de las catedrales.
Los cristianos de entonces tenían el alma completamente llena de Cristo. Lo buscaban por todas partes, lo veían en todos lados, tanto en los vitrales pintados como en la piedra esculpida, en el orden arquitectónico como en su exuberante decoración, en las ilustraciones de los manuscritos como en los tapices de alta costura.
“Todos los patriarcas, todos los héroes, todos los profetas, pasan a ser las letras de un alfabeto misterioso con las cuales Dios escribe en la historia el nombre de Jesucristo”[1].
La disposición de una fachada medieval es un ensamble sorprendente. Alfabeto con sílabas que deletreamos con emoción y que nos clama las magnificencias de Cristo.
La catedral de Chartres, la más extraordinaria de las biblias petrificadas, presenta entre sus estatuas la de los primeros heraldos de Cristo: Melquisedec, Isaac y José.
Escogemos, de la época patriarcal, en tiempos de la gran separación del pueblo de Dios, a estas figuras como las más características. Cada una ha escrito, con su vida, una página del Libro; cada una de ellas es como un rollo vivo; cada una de ellas fue una presencia, antes de tiempo, del Verbo de Dios; cada una de ellas cargó sobre sí, durante su existencia terrestre, los estigmas místicos que el mismo Cristo portará, doloroso, en su Primera Venida, y glorioso en la Segunda.
Primero en la línea de figuras de Cristo, el Melquisedec de Chartres presenta, con dignidad, un cáliz, una patena –el pan y el vino– y un incensario.
En la catedral de Reims, en el interior del pórtico central, vestido como un sacerdote en el altar, Melquisedec ofrece una hostia a un caballero en cota de malla que no es otro que Abraham.
Adorable ingenuidad la de esos hombres de antaño que habían viajado poco, que ignoraban el verdadero color local del Oriente antiguo.
Pero si hay ingenuidad, ¿no hay en cambio una gran fe? Creemos que al valerse de los “misterios” sobre el atrio de las catedrales o extrayendo de las piedras las imágenes bíblicas, se identificaban de tal manera con los patriarcas, profetas y reyes de Judá, que los hicieron sus pastores, parientes, sacerdotes y señores.
El soplo de vida eterna que atraviesa la Escritura animaba de alguna manera su vida presente, su trabajo cotidiano, y los artistas medievales, por una especie de mimetismo, vestían las figuras bíblicas según las modas de su tiempo.
La estatua vecina a la Melquisedec es la de Isaac, representado como un joven muchacho resignado, de pie ante su padre. Este último, con la espada levantada, se apresta a asestarle el golpe de muerte.
El artista que concibió la figura de Abraham feroz, con extensa barba, despeinado, pero al mismo tiempo lleno de fe, tenía un alma como la de Rodin; según mi parecer, es la más extraordinaria de todas.
A los pies de Isaac, en un matorral espinoso, un carnero, tomado por los cuernos, será la víctima de sustitución.
Por último, en el portal de la derecha, se alza la figura muy dulce, pura, casta e ingenua de José.
Está vestido como un adolescente, como un joven clérigo del siglo XIII, “un joven monje, humilde y simple, tan avanzado en la vía mística que la ignora”[2], y no como un triunfador, un poderoso de Egipto, el segundo después del Faraón. Solamente un cetro, que detenta en su mano, revela su carácter de suprema autoridad.
A sus pies, un monstruo representativo del poder satánico, susurra al oído de la esposa de Putifar: “¡Seduce al bello adolescente!”.
La tentación de José recuerda la de Cristo en la montaña. La hora es solemne. Satanás seductor, bajo los rasgos de la mujer egipcia, intenta arrancarle la bendición de Dios que reposa sobre él y lo predestina a ser el salvador de sus hermanos, y por lo tanto el salvado de la “descendencia de la mujer”. Sin José, bendito entre todos (Gén. XLIX, 25-26), sus hermanos hubieran sucumbido al momento de la gran hambruna de siete años.
Si, pues, las figuras de las catedrales son muy a menudo jeroglíficos para el que pasa y secretos herméticos para otros, irradian esplendores para los que penetran el sentido, para el poderoso foco, la Palabra de Dios, a la cual comentan.
Es hacia esa claridad donde debemos avanzar, y comprender que ciertos personajes de la Biblia, con las costumbres de sus tiempos, su carácter propio, a veces cargados de imperfecciones y vicios, sin embargo, han tenido el rol de figuras de Cristo, como imitación divina.
Evidentemente, esos heraldos bíblicos no se han hecho, por propia voluntad, los intérpretes del “gran suceso” de la Redención. Al igual que los profetas, dirá San Pedro, no se constituyeron tales, sino que “impulsados por el Espíritu Santo hablaron los hombres de parte de Dios” (I Ped. I, 21).
Nosotros diremos que, movidos realmente por la fuerza secreta del Espíritu divino, los hombres de la época patriarcal jugaron un rol misterioso de parte de Dios, para hacer vivir, ya sobre la tierra, en sus débiles personas, al verdadero Hijo de la promesa: Jesucristo Salvador.
Debemos, pues, acordar la mayor importancia al desarrollo de los hechos cristalizados alrededor de personajes tales como Melquisedec, Isaac, Jacob, y más tarde David, Salomón, Jeremías, Jonás. Esos hombres, bien instalados en la historia, vinculados con sucesos reales del pasado, irradian con su fuerza las edades antiguas y se unen así al “cordero sin tacha, predestinado antes de la creación del mundo” (I Ped. I, 19-20). Luego fructifican como “el tronco de Jesé”, que lleva a Cristo a su Primera Venida, y se desarrolla magníficamente en el Cristo glorioso, hasta los esplendores del “cordero de luz”, el sol de la nueva Jerusalén.
Así se unen la verdadera historia y el símbolo místico. San Agustín estableció el gran principio de que el sentido literal, tan menospreciado por Orígenes, es sagrado, pero no excluye el sentido espiritual, típico o figurado.
“Pero, ante todo, hermanos, en cuanto puedo, os amonesto en nombre del Señor y os mando esto: cuando oís la exposición del significado oculto de una acción de la Escritura que narra una realidad histórica, antes que nada, creed que tuvo lugar conforme a lo leído, no sea que, eliminada la base histórica, queráis edificar como en el aire. Abraham, nuestro padre, era un hombre fiel de aquellos tiempos, creyente en Dios, justificado por la fe, como lo afirma la Escritura, la antigua y la nueva. Recibió un hijo de su esposa Sara [...] Y si fue facilísimo para Él hacer de la nada todas las cosas, ¿nos causará asombro que diera un hijo a unos ancianos? Así, pues, con tales varones o personas contaba Dios y en aquel tiempo los había hecho pregoneros de su Hijo, que iba a venir con el fin de que no sólo en lo que decían sino también en lo que hacían, o incluso en lo que les acontecía, se busque a Cristo y a Cristo se encuentre. Todo lo que la Escritura dice acerca de Abraham aconteció efectivamente y fue profecía” [3].
[2] J. K. Huysmans, La Cathédrale, p. 332.
[3] San Agustín, Sermón II.