Similitudes
entre la Sinagoga y la Iglesia, por P. Drach
Nota del Blog: El siguiente texto está traducido de “De l`Harmonie entre l'Église et la Synagogue”, (1844) tomo 1, pag. 13-20.
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El israelita converso encuentra en la Iglesia, con inexpresable encanto, las ceremonias y costumbres de la sinagoga, liberadas de las prácticas supersticiosas introducidas por el fariseísmo. Los pasajes de las Escrituras divinas que oye recitar en todos los servicios le recuerdan constantemente la memoria de sus antepasados hasta la más remota antigüedad. Estas palabras del sublime cántico de la Virgen Santísima, gloria de la casa de David, resuenan hasta el fondo de su corazón:
“Acogió a Israel su siervo, recordando la misericordia, conforme lo dijera a nuestros padres a favor de Abraham y su posteridad para siempre” (Lc. I, 54-55).
La Iglesia, al igual que la sinagoga, recita oraciones por la mañana y por la tarde, junto con el símbolo de la fe. Ambos observan la costumbre de pronunciar una bendición antes de la comida y dar las gracias después de la misma. En la última cena, Jesucristo Nuestro Señor pronunció la bendición habitual sobre el pan, lo partió y lo distribuyó a los comensales, pero esto fue después de la consagración del pan de vida, el pan bajado del cielo, infinitamente superior al maná que no evitaba la muerte, mientras que éste comunica la vida eterna (Jn. VI, 49-50). Luego, bendijo el cáliz de vino e hizo que todos sus discípulos alrededor de la mesa de Pascua probaran la preciosa bebida de la sangre de la nueva alianza (Mt. XXVI, 28). Lo mismo hizo en el repetido milagro de la multiplicación de los panes (Mt. XIV, 19). Sabéis que estas prácticas relativas a la bendición y distribución del pan y el vino se siguen observando en la sinagoga. La Iglesia y la sinagoga también solemnizan la fiesta de la Pascua, en memoria de la liberación corporal y figurada del uno, la espiritual y real del otro. Cincuenta días después de esta fiesta se instituye Pentecostés en ambos, para recordar la promulgación de la ley de Dios en ese día a los judíos en el Monte Sinaí y la efusión del Espíritu Santo, autor de esa ley, sobre los discípulos de Nuestro Señor Jesucristo, reunidos en oración en el cenáculo de Jerusalén. El sacerdote católico, al igual que el sacerdote judío, lleva vestimentas especiales en el oficio, según el grado de su consagración. Ambos deben lavarse las manos antes de comenzar el sacrificio (Deut. XXX, 18-20); es una obligación estricta para ambos tanto estudiar la ley de Dios (Deut. XVII, 8.11; Jer. XVIII, 18; Mal. II, 7) como enseñarla al pueblo; ambos tienen derecho a dar la bendición al pueblo en los oficios del culto (Num. VI, 22-24).
La Iglesia reza en nombre y por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, que se sacrificó voluntariamente (Is. LIII, 7) por nosotros en la cruz del Calvario; la sinagoga reza desde tiempos inmemoriales en nombre y por los méritos de Isaac, que se ofreció como holocausto voluntario en el monte Moria (ver Nota 1). La sinagoga, desde los primeros tiempos, al igual que la Iglesia, no sólo reza por los muertos, sino que también recurre a la intercesión de aquellos de entre ellos a los que considera santos; y pide a los santos ángeles la misma ayuda en la oración. El holocausto perpetuo, que la sinagoga solía sacrificar diariamente a Jehová para la expiación de los pecados de todo Israel[1], y que vosotros ahora, a falta de templo y de sacerdocio, suplís leyendo el capítulo que prescribe este sacrificio, fue la oblación pura (ver Nota 2), como dice Malaquías, que la Iglesia ofrece, en el nombre inefable de la Santísima Trinidad, desde un extremo a otro de la tierra (Mal. I, 11), para la remisión de los pecados de todos sus hijos, sin distinción de naciones. El primero, una mera figura, tuvo que retirarse ante la realidad. En el momento precisamente predicho, Cristo fue ofrecido, de una vez por todas, de manera cruenta, sobre el altar de la cruz. El pueblo que renunció a Él dejó de ser su pueblo. Los romanos, con su jefe, llegaron y destruyeron la ciudad y el santuario. Jerusalén terminó en la ruina total; esa desolación a la que había sido condenada le llegó al final de la guerra. Durante esa terrible semana, Cristo, resucitado y ascendido al cielo, confirmó su pacto con muchos. Las hostias y los sacrificios de la antigua ley fueron abolidos. La abominación de la desolación fue la suerte del templo de Sión; y esta desolación durará hasta la consumación, y hasta el fin (Dan. IX, 26-27). Hermanos, sabéis que no soy yo quien habla aquí: estoy transcribiendo la profecía pronunciada por Daniel más de cuatro siglos antes del evento que se cumplió con angustiosa exactitud.
La sinagoga aún conserva la antigua práctica de escribir el nombre inefable יהוה (Jehová) en todas partes; de ahí que los más fervientes fariseos modernos pongan ante sus ojos, durante la oración, este versículo de los Salmos, escrito en un trozo de pergamino:
“Pongo a Jehová en mi presencia sin cesar”.
Tienen cuidado de escribir Jehová
en letras grandes[2]. Del mismo modo, las
filacterias que os han transmitido los antiguos fariseos no tienen otra
finalidad que la de elevar vuestros corazones al cielo durante la oración (Deut.
XI, 18). Esta costumbre ha pasado a la Iglesia junto con la verdadera
religión de nuestros padres. Sólo que ella ha sustituido el nombre יהוה (Jehová) por la imagen misma del
Hombre-Dios en el momento en que realizó nuestra redención. Así, también
representa a los santos y a los ángeles al natural, mientras que vosotros simplemente
trazáis sus nombres. Siendo la substancia siempre la misma, ¿qué importa la
forma que adopte el signo para despertar la idea?
Por lo tanto, ¡es por error o por malicia que se ha difundido entre el común de los judíos la opinión de que los cristianos rinden un homenaje de adoración a las imágenes de madera, metal y otros materiales! ¿Qué diríais si os acusaran de adorar los caracteres י, ה, y ו (jud, hê y vav) de los que se compone el venerable nombre de Jehová?
En la Santa Misa, la lectura pública del Evangelio, precedida de un pasaje similar, llamado epístola, a menudo tomado de los libros del Antiguo Testamento, como se hace en todas las fiestas de Cuaresma, corresponde perfectamente a las parashot y haphtarot de la sinagoga. En la iglesia, en los oficios solemnes, se explica al pueblo el evangelio del día en lengua vulgar; la sinagoga, tras el regreso del cautiverio babilónico, mantenía intérpretes encargados de explicar en siro-caldeo, en aquel momento la lengua vulgar de nuestra nación, la sección del Pentateuco y la haphtara del profeta del día. En la iglesia, durante la lectura del santo Evangelio, así como en la sinagoga durante la del Pentateuco, el pueblo está de pie[3]. La recitación de los Salmos forma parte del oficio de la Iglesia como así también el de la sinagoga.
En una palabra, y para no prolongar demasiado este paralelismo, todas las ceremonias de la una se encuentran en la otra, con la diferencia de que la Iglesia posee la realidad de lo que la sinagoga ofrece sólo la figura. No hablo aquí de las prácticas supersticiosas de estos últimos, fruto de los ensueños más extravagantes del Talmud y de los rabinos que vinieron después del cierre de esta indigesta compilación, una verdadera enciclopedia en la que la mayoría de las veces se encuentra de todo, excepto el sentido común.
[1] El holocausto perpetuo, prescrito en Num. XXVIII, expió los pecados de Israel. Ver R. Salomón Yarhhi, Comentario sobre Is. I, 21. Midrash Tanhuma, Num. XXVIII. El Midrash Yalkut, en los pasajes citados de Núm. e Is.
[2] Estas palabras están escritas en pequeños cuadrados de pergamino, de los que conservamos uno que perteneció a un rabino de gran prestigio.
[3] Suma Teológica de Joseph Karo, parte Orahh-Hhayim, nº 145.
La invitación a más o menos personas, según la solemnidad del día, para asistir a la lectura pública del Pentateuco junto al cantor, se hace en estos términos: De pie, N. hijo de N.
El Talmud, tratado
Meguilá, fol. 21 recto, registra que, desde Moisés hasta Gamaliel, doctor de
San Pablo, la ley santa se estudiaba en esta postura.