3) La Persecución
La descendencia de la Serpiente, de los cuales Caín y sus descendientes van a ser los hijos dóciles, generadores de desórdenes, de idolatría, de costumbres depravadas, ha sido designado claramente por el mismo Cristo.
En su tiempo, la descendencia había desembocado en los fariseos hipócritas, en los escribas intelectuales que no tenían sino la apariencia de la piedad, de la verdad, del amor. Sepulcros blanqueados, serpientes, razas de víboras, que producen las obras del Diablo, como Caín. Hijos dóciles a los encantamientos de la Serpiente antigua (Mt. XXIII, 27-33).
“Vosotros sois hijos del diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue homicida (como Caín) desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay nada de verdad en él. Cuando profiere la mentira, habla de lo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira” (Jn. VIII, 44).
Al igual que la serpiente se insinúa astutamente, busca su presa, la cautiva y de pronto se arroja sobre ella, el Diablo, con la misma táctica, quiere cazar a la descendencia de la mujer a través de la historia. Habría que describir aquí, pues, una muy larga persecución, pero estudiaremos en primer lugar las primeras fases.
Después de su victoria sobre Caín –la muerte es una victoria para el Diablo, que tiene horror de la vida–, Satanás contaba con el éxito total. ¿No fue eliminada la descendencia de la mujer? Era lo que esperaba.
Pero Dios tiene un plan de justicia y de amor, que siempre restablecerá más magníficamente, a pesar de los fracasos renovados que el Adversario le hará sufrir.
Eva dio a luz un tercer hijo y lo llamó Set, que significa “reemplazar”. Dijo:
“Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel, a quien mató Caín” (Gén. IV, 25).
Set, a la edad de ciento cinco años, engendró un hijo, Enoch:
“En aquel tiempo se comenzó a invocar el nombre de Yahvé” (Gén. 4, 26).
Aquí tenemos, pues, restablecida la descendencia mesiánica, marcada con un sello, el de un culto colectivo rendido a Dios. Se desarrollará en contra de la de Caín.
Caín tuvo también un hijo, Enoc[1] (Gén. IV, 17) y cuando edificó una ciudad, le dio el nombre de ese hijo.
¡La primera ciudad! ¿No hubo allí un gesto de rebelión contra la voluntad de Dios? El Eterno había declarado que Caín sería errante y vagabundo. Pero el asesino se aferra a la tierra, se hace constructor, abandona la tienda simbólica del peregrinaje terrestre; se agarra al suelo por medio de la construcción de una ciudad.
¿Una ciudad...? Sin duda alguna, casas de ladrillos bituminosos, si el país de Nod estaba en la región babilónica donde no hay piedras. Pero el símbolo, unido al acto de revuelta de Caín, es interesante para que lo consideremos. Forma parte de la regla que encontraremos en Babel después del diluvio, y que será la característica del espíritu del mundo, de la Babilonia unida a Satanás y más tarde al Anticristo[2].
Entre los inventos de la primera civilización adámica, ¿no hay que hacer notar muy particularmente los comienzos de la industria metalúrgica? Un bisnieto de Caín, Tubalcaín, forja instrumentos de bronce y hierro. A esta descendencia del crimen le pertenecerán las primeras armas y por lo tanto la preparación de la guerra (Gén. IV, 22).
Ahora bien, esos rudimentos de la industria de la guerra y sus prodigiosos desarrollos en nuestras usinas, hasta en esos laboratorios misteriosos donde se prepara la bomba atómica, tienen un mismo objetivo de muerte. Es siempre el mismo poder que obra para destruir y aniquilar, y el animador es idéntico, el “príncipe de los poderes del aire” (Ef. II, 2 y VI, 12), “príncipe de este mundo” (Jn. XIV, 30), “el dios de este siglo” (II Cor. IV, 4), “el que tiene el imperio de la muerte” (Heb. II, 14).
En los primeros siglos, el dinamismo satánico se empeñaba en suprimir la descendencia de la mujer; en nuestro siglo, en una escala mucho más vasta, persigue la vida, desde los abortos hasta las hecatombes de las batallas, las bombas; pues Satanás, como la gran prostituta del Apocalipsis, está “ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús” (Apoc. XVII, 6). ¿No es un ave de presa, como los que son convidados al festín de la justicia de Dios para devorar “carne de reyes, carne de jefes militares, carne de valientes, carne de caballos y de sus jinetes, carne de todos, de libres y esclavos, de pequeños y grandes?” (Apoc. XIX, 18).
Los poderes de destrucción tendrán su pleno desarrollo, sus ramificaciones prodigiosas al tiempo de la gran Tribulación. Entonces Satanás tendrá el campo libre; estará “lleno de gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo”, perseguirá a la mujer, Israel, de quien nació Cristo e irá
“A hacer guerra contra el resto del linaje de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús” (Apoc. XII, 12.17).
Así, pues, la magnífica promesa del Edén está unida en primer lugar y muy estrechamente a la Primera Venida de Cristo. ¿No fue Jesús el blanco del furor de la descendencia de la Serpiente, el blanco de los fariseos “raza de víboras”? Pero está unida, no menos estrechamente, a los años que precederán a la Segunda Venida, a esta última persecución de la Serpiente contra el Israel fiel, que representará entonces la descendencia de la mujer[3].
La conmovedora y formidable grandeza de esta persecución, por medio de la descendencia de la Serpiente, ensañada contra la de la Mujer, es verdaderamente un alfa y omega lleno de enseñanzas fecundas.
Las dos descendencias enfrentadas, la de Set y la de Caín, se multiplicaron. La persecución ansiosa de la Serpiente antigua continúa, pero su esfuerzo es diferente. El cuadro de fondo del gran drama es bastante nuevo.
Satanás, que no pudo detener la vida, va a comprometer a los hombres en la vía de la perdición moral, a fin de que el mismo Dios, justamente irritado, los extermine.
“Enoc anduvo con Dios, y desapareció porque Dios se lo llevó” (Gen. 5, 24).
El nombre “consagrado” o “iniciado” se adapta eminentemente, pero este nombre, dado al hijo del asesino, creemos que no se puede explicar sino por el espíritu satánico que siempre imita las cosas divinas. Por lo tanto, creemos que si Enoc, hijo de Jared y padre de Matusalén fue el primer profeta (Jud. 14), Enoc, hijo de Caín, fue el primer “iniciado” en los procedimientos de la magia negra, inspirado por poderes satánicos, y ciertamente muy expandidos antes del Diluvio.
[2] Ver cap. “Los derrumbes para una Restauración”.
[3] Ver
cap. “Las congregaciones alrededor de Cristo”.