domingo, 19 de septiembre de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, La Persecución (II de II)

    Algunos siglos han pasado. La gran cortina de hierro se levanta sobre una descripción del estado moral del mundo que hace temblar. El trabajo de zapa del espíritu del mal ha estado activo. Lo podemos ver por la perversión de los hombres, por los crímenes contra-natura, por los vicios misteriosos, acompañados, sin duda, de procedimientos de magia negra, encantamientos, evocación de espíritus, encarnaciones psíquicas, todo un conjunto de procedimientos demoníacos. 

“Viendo, pues, Yahvé que era grande la maldad del hombre sobre la tierra, que todos los pensamientos de su corazón se dirigían únicamente al mal, todos los días, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra, y se dolió en su corazón. Y dijo Yahvé: «Exterminaré de sobre la faz de la tierra al hombre que he creado, desde el hombre hasta las bestias, hasta los reptiles, y hasta las aves del cielo, porque me arrepiento de haberlo hecho»” (Gén. VI, 5-7). 

Dios quiere, pues, aniquilar su creación. Piensa, al igual que después de la caída angélica, entregar el bello orden del mundo a la destrucción total y permitir que el desorden se instaure con autoridad. Hubiéramos leído por segunda vez en los anales bíblicos “la tierra se volvió confusión y caos: tohu y bohu”, si el Eterno, ante la caída de la humanidad, la hubiera abandonado a su destino. 

Pero he aquí que, entre la descendencia de Set, Lamec tuvo consciencia de la perversión de los que lo rodeaban. Cuando dio un hijo al mundo dijo: 

“Éste nos consolará de nuestras fatigas y del trabajo de nuestras manos, causado por la tierra que maldijo Yahvé” (Gén. VI, 29). 

Llamó a su primogénito Noakh (Noé), que significa “consolación” o “reposo”. 

Ahora bien, también Noé fue fiel. Él era “justo y perfecto entre los hombres de su tiempo, pues anduvo con Dios” (Gén. 6, 9). Entonces halló gracia ante el Eterno. 

La hora es solemne. Dios y la humanidad pervertida están frente a frente para el juicio y la destrucción, pero también Dios y Noé están frente a frente, para la misericordia y la salvación de un resto débil. 

Un solo hombre, gracias a su integridad, va a lograr conservar la vida del mundo. ¡Qué impresionante y magnífica figura de Cristo, el único Santo, el único Justo, en medio de la totalidad de los pecadores, el único que puede constituirse en Salvador de los hombres perdidos por su desobediencia! Dios contempla a Noé, así como más tarde contemplará a su Cristo sobre la Cruz; por amor a Sí, salva a la descendencia de la mujer y conserva la vida a algunos hombres que tendrán descendencia. Guarda intacta la llama de su amor y sellará la alianza del Creador y su creatura bajo el arco iris. 

Pero para conservar dones tan grandes al mundo adánico, y también al animal, Noé debe ser sometido a la prueba de la fe. ¿Obedecerá o murmurará? ¿Creerá o dudará? 

La orden es formal. Noé debe construir una gran nave, en una región alejada del mar. ¿No es un desafío, una ironía de parte de Dios? 

San Pedro llama a Noé “el predicador de justicia”. ¡Qué predicación en acto la del Patriarca, inclinado durante cien años, golpeando los clavos de madera, clavo tras clavo! 

El trabajo de Noé se elaboró bajo las miradas de los burlones, de los escépticos, bajo los insultos y los sarcasmos. ¡Cómo debían sucederse los sarcasmos! “¡Miradlo, en lugar de comer y beber, trabaja construyendo un barco! ¿Para qué puede servir semejante obra? El mar está muy lejos; ¿va a venir hasta aquí?”. 

Noé era ciertamente considerado como medio loco, sobre todo porque la lluvia no había caído nunca sobre la tierra. 

Locura humana de Noé, sí, pero esplendor de fe y de paciencia[1] uniéndose a la divina locura de amor de Dios que se dispone a salvar, por medio de un solo hombre, al mundo perdido, y que se sirve de las cosas irracionales y débiles de la creación para manifestar su sublime sabiduría y poder (I Cor. I, 20-30). 

Noé no protestó, y después de largos años de prueba supo que su trabajo no había sido en vano. 

“Prorrumpieron todas las fuentes del grande abismo, y se abrieron las cataratas del cielo. Y estuvo lloviendo sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches” (Gén. VII, 11-12). 

Las aguas elevaron el arca donde se había refugiado la familia de Noé, en total ocho personas, y las parejas de animales designados por Dios. El arca flotó en medio del bramido de las aguas. Todas las creaturas que respiraban por la nariz murieron, y las aguas permanecieron sustanciosas durante ciento cincuenta días. 

La violencia y rapidez del cataclismo sirvieron a Jesús de ejemplo para anunciar su repentina aparición en el momento de su glorioso retorno. 

“Y como sucedió en tiempo de Noé, así será la Parusía del Hijo del Hombre. Porque, así como en el tiempo que precedió al diluvio, comían, bebían, tomaban en matrimonio y daban en matrimonio, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la Parusía del Hijo del Hombre. Entonces estarán dos en el campo, el uno será tomado, y el otro dejado; dos estarán moliendo en el molino, la una será tomada y la otra dejada. Velad, pues, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor” (Mt. XXIV, 37-42). 

Varias enseñanzas, muy preciosas para nosotros y a las cuales debemos prestar mucha atención, se derivan de la relación que hizo Jesús del diluvio y de su venida gloriosa. 

Antes que nada, podemos considerar que el Arca en la que están separados Noé y los suyos, es figura de la Iglesia. 

La Iglesia ha atravesado y atravesará todavía pruebas suscitadas por la descendencia de la Serpiente, con una evidente protección de Dios; pero, sobre todo, la descripción de la separación que se hará al momento de la Venida en gloria del Señor Jesús nos descubre el gran misterio del rapto que tendrá lugar al fin de la Tribulación. 

La Iglesia de Dios será elevada al encuentro de su Esposo, de su Señor, antes de su retorno, sobre las nubes, y volverá con Él. 

Serán raptados los muertos que resucitarán y los vivos que no pasarán por la muerte, sino que serán transformados. 

Ésta es la enseñanza de San Pablo: 

“Porque el mismo Señor, dada la señal, descenderá del cielo, a la voz del arcángel y al son de la trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitaran primero. Después, nosotros los vivientes que quedemos, seremos arrebatados juntamente con ellos en nubes hacia el aire al encuentro del Señor; y así estaremos siempre con el Señor” (I Tes. IV, 16-17). 

Muertos y vivos, todos los santos, resucitados o transformados, se elevarán en los aires al encuentro del Señor. Misterio que San Pablo nos quiere hacer descubrir, a nosotros que estamos en los últimos tiempos; pero ya en la figura del arca tenemos un anuncio de él, dado que, evidentemente, para participar de la alegría del rapto, es preciso haber vivido “en Cristo”. Diríamos, en tiempo de Noé: uno tendría que haber vivido en el arca[2]. 

La separación se hará por sí misma, así como se hizo en aquella edad del mundo en que vino el diluvio y los devoró a todos, salvo los ocho salvados, puesto que Noé había edificado el arca “con piadoso temor” (Heb. XI, 7). 

Gracias a que Cristo ha edificado el arca de salvación, en su Primera Venida, los que sean suyos podrán participar de su aparición gloriosa y formar la descendencia de la Mujer que escapará definitivamente de la persecución de la Serpiente y a la de su representante en la tierra, el Anticristo. 

¡Como sucedió en tiempo de Noé! Este anuncio es de una ardiente actualidad; avanzamos hacia esos días en que los hombres se dejarán seducir, se agruparán en masa alrededor del dictador –el Anticristo –y para poder manejar su pequeña vida cotidiana, comer y beber, festejar y casar a sus hijos, comprar y vender, escribir y predicar, pactarán fácilmente con la Bestia, aceptando “su marca” sobre la mano y la frente[3]. 

No sospecharán la inminente catástrofe que les acecha. 

“Sucederá como en tiempo de Noé”. 

Pero para los santos de Israel y de las Naciones, probados por el horno de la Tribulación –así como Noé sufrió la prueba del agua, y reencontró a Dios en el arco iris e hizo alianza con Él–, verán la gloria de Cristo, y el trono de Dios rodeado del arco iris, semejante a esmeralda (Apoc. IV, 3). 

Cuán importante es esta alianza concluida con la descendencia bendita de la Mujer, a la salida del arca, bajo la deslumbrante claridad del arco iris en la nube. Ella nos orienta, en la alegría y la esperanza, hacia ese arco luminoso que introduce y termina las grandes visiones de Patmos. Henos aquí, pues, siempre delante de un alfa y omega que se relacionan con la visión de Cristo, que abre el rollo del Libro y lleva a cabo el comienzo y el fin de todas las cosas.


 [1] Cf. Madeleine Chasles, Le Temps de la patience... notre temps, cap. “La patience de Noé”, pp.41-43. 

[2] Ver cap. “Las congregaciones alrededor de Cristo”. 

[3] Ver id.