3) La oración asegura el esfuerzo
El que ora tiene asegurado el éxito final. No lo verá siempre en esta vida pasajera, pero gozará de él eternamente. Pues ¿a quién buscamos si no a Dios? Por el contrario, el esfuerzo humano nunca está garantizado contra las sorpresas imprevistas. El futuro no pertenece a nadie. Napoleón, Hitler, ilustran esta verdad, no desesperanzadora, sino consoladora. El futuro es de Dios, es decir, solo la oración tiene derecho allí.
El éxito temporal resulta a menudo de una feliz coincidencia. ¡Cuántos inventores en potencia no llegaron a nada, no porque les faltara la prudencia o la energía sino únicamente porque no se dio la oportunidad que hubiera hecho brotar la chispa del genio! No hay ningún método para hacer descubrimientos. El arte de triunfar es una quimera. Los que prevén y proveen, los que, como se dice, no dejan nada al azar, no fracasan tan a menudo como los que se abandonan a la fortuna, pero también, cuando los alcanza el fracaso, los golpea más dolorosamente.
Por más sabio y fuerte que uno sea, hay lugar para buscar en la oración una garantía contra la mala suerte. Cuando el estudiante ha trabajado mucho y se siente muy capaz de pasar el examen, es sobre todo entonces cuando debe pedir a Dios el éxito que merece. Pero ni el perezoso ni el incapaz tienen derecho de sustraer, a fuerza de oraciones, un veredicto favorable, que sería en realidad perjudicial a la sociedad y finalmente a ellos mismos. Si el caso se presenta, el éxito inmerecido no es imputable a la oración, sino al azar o a la complicidad de los que toman el examen.
La oración no asegura el esfuerzo más que para el bien o incluso para lo mejor. Es la lección que hay que sacar sobre tantos fracasos aparentes. Para Dios son verdaderos éxitos, pero solamente la fe, la fe heroica, permite juzgar como Dios. La fe prueba al amor: tal es, gracias a ella, el rigor de la prueba, que nadie conseguirá entrar en el cielo por fraude o fingiendo amar a Dios.
4) La oración prolonga el esfuerzo
Los deseos del hombre llevan felizmente más alto que sus fuerzas. La oración continúa o prolonga el esfuerzo llevado al límite, así como la vara permite al brazo extendido alcanzar el fruto deseado. Es decir que, incluso en ese caso, la oración no dispensa del esfuerzo posible.
Cuando el esfuerzo es imposible o manifiestamente vano, la oración puede reemplazarlo por completo. Existen apóstoles a los cuales el padecimiento o la enfermedad imposibilitan cualquier otro medio de ganar las alamas para Jesucristo. Sin embargo, al apostolado de la oración se une en este caso el apostolado del sufrimiento, y también se ofrecerá la ocasión de pronunciar a veces una palabra saludable, como lo hizo Nuestro Señor en la cruz. ¿No sucede que el silencio y la abstención virtuosa hacen más bien que la abundancia de discursos y gestos? La oración no debe reducir el esfuerzo útil, pero puede y debe moderar la agitación natural. No sucede a menudo que el tiempo consagrado a la oración haya sido empleado mejor en otra cosa, pero hay forma de rezar mientras se hace otra cosa.
Cuando la oración quiere prolongar el esfuerzo más allá de las posibilidades naturales, pide un milagro físico o moral. La vida de los santos está llena de esa clase de milagros. No se trata tanto de maravillas materiales que a Dios le gusta aurolear para acreditarlos ante el pueblo, como de prodigios de renuncia y energía de los que está hecho el trabajo de su santificación personal y de su fecundo apostolado. ¿Qué no han logrado rezando un Cura de Ars o un San Juan Bosco?
¿Quién podrá distinguir en estas hazañas extraordinarias la parte del esfuerzo y la parte de la oración o de la gracia? Sabemos bien que el hombre y la naturaleza ocultan tesoros inagotables de energía. Un deseo ardiente, una confianza en sí a toda prueba producen a veces resultados que parecen un milagro. El amor materno es capaz de sacrificios ilimitados y los realiza con mayor facilidad que la caridad desinteresada. En los milagros morales, son raros los casos en los cuales se puede demostrar con certeza la intervención especial de Dios.
La discreción del Todopoderoso quiso que su acción y la nuestra se mezclaran tan íntimamente que Él solo sea capaz de distinguir una de la otra. Por lo demás, ¿de dónde viene nuestro poder para el bien sino de Dios? Y la Omnipotencia no se manifiesta nunca más que al hacer que nuestra nada construya. Los que se fabrican un Dios celoso se imaginan sin dudas que las creaturas no sacan del Creador todo lo que tienen de bueno. La creación, no es ni Dios solo ni la creatura sola, sino Dios y la creatura. Dios no quiere hacer nada sin nosotros y nosotros, sin él, no podemos más que venir a menos. Dios y nosotros lo podemos todo.
“Nuestra creencia en el cumplimiento infalible de la oración bien hecha, no reposa en la experiencia sino en la revelación”[1].
“La experiencia constituye una dificultad más que una prueba”[2].
¿Puede ser de otra manera desde el momento en que la oración no dispensa del esfuerzo? Pero la oración hace eficaz al esfuerzo y, en el milagro, extiende su eficacia más allá de los límites naturales.
Vemos que el poder natural del esfuerzo es limitado, creemos que la oración es todopoderosa. Pero, del poder limitado del esfuerzo, el hombre dispone a su placer, mientras que, del poder sin límites de la oración, usa como un niño bajo el control de su Padre celeste. Cuando el hombre está unido a Dios, íntimamente unido como lo están los santos, ¿el control paterno se hace menos riguroso? ¡Uno estaría tentado a creerlo al ver la forma poco discreta que algunos taumaturgos usan de su poder! Pero creemos más bien que todos los hagiógrafos no gozaron de la misma asistencia que los otros evangelistas y que más de uno exagera los hechos reales, si es que no inventa por su cuenta. Hoy en día se constata con placer una reacción muy general contra la susodicha exageración.
En realidad, los milagros son raros. Incluso los milagros morales, si abundan en la vida de los santos, no son siempre demostrables. Esta rareza no es para nada necesaria. Podría muy bien suceder que el ofrecimiento divino y el pedido humano se encuentren más a menudo. Pero sobre todo pedimos a regañadientes milagros físicos o las gracias temporales y Dios nos invita a pedir milagros morales o gracias espirituales. Es por eso que no existen más que los santos para obrar los milagros.
Conclusión
Para nosotros, creyentes, esfuerzo y oración son hermano y hermana. Es decir, que la confianza en sí no quiere nada sin la confianza en Dios y que la confianza en Dios no tiene nada en común con el quietismo perezoso.
René
Thibaut, S.J.
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Nota de la Revista: Al momento en que se mandó a imprimir este fascículo de la NRT, falleció el P. René Thibaut la noche del 23 de noviembre [1952] después de una dolorosa enfermedad. Tenía 68 años y más de 50 de vida religiosa en la Compañía de Jesús. La NRT rinde homenaje a este fiel y devoto colaborador. Nuestros lectores habrán apreciado la penetración de espíritu, elevación de pensamiento, originalidad de miras, que son las características de los artículos y notas que el P. Thibaut entregó a la revista desde el año 1922. Después de haber iniciado, durante largos años, a sus jóvenes cofrades al salir de su noviciado en filosofía e historia, el Padre, cuya salud era frágil, debió renunciar a esta carga. Enviado en residencia al Colegio Teológico de Lovaina, consagró su tiempo y fuerzas a trabajos de investigación que le permitieron publicar varias obras de las cuales las más remarcables fueron: “Le sens des paroles du Christ” (1940) y “Le sens de l`Homme-Dieu” (1942)[3]. La última nota que el P. Thibaut confió a la NRT y cuyas pruebas pudo corregir, deja adivinar lo que fue el alma de su vida: un soberano respeto por la adorable discreción de Dios y un constante esfuerzo por cumplir su santa voluntad.
[2] A. Minon, Guerre, prière et Providence, en la Revue ecclésiastique de Liège, XXXIII, p. 177 (1945).
[3] Nota del Blog: Dos verdaderas joyas.