viernes, 10 de septiembre de 2021

La oración y el esfuerzo, por el P. Thibaut S. J. (II de III)

 II. El esfuerzo no dispensa de la oración 

La oración no reemplaza el esfuerzo; lo completa, es decir, lo dirige, lo sostiene, lo asegura contra los riesgos y lo prolonga. 

1) La oración dirige al esfuerzo 

El esfuerzo debe ser dirigido pues, a diferencia de la oración, es poderosa tanto para el bien como para el mal. Este poder neutro del esfuerzo es una consecuencia de la discreción divina o del respeto de Dios por la autonomía de sus creaturas. No hay abominación que Dios tolere menos que violentar el libre albedrío. Esta reserva divina supone, para ser sabio, que el esfuerzo humano no sea todopoderoso como la oración y que ésta tenga el poder de hacer fracasar a aquél cuando esté mal dirigido. 

Mientras más poderoso es el esfuerzo, mayor es la necesidad de que sea bien dirigida. Asimismo, la oración se vuelve cada vez más necesaria, pues las fuerzas humanas crecen siempre y hoy en día el progreso se acelera terriblemente. La civilización moderna representa un enorme esfuerzo, pero raramente la ha dirigido la oración y comenzamos a temer que esta loca ascensión termine con una lamentable caída. No se trata de frenar el progreso material, que por otra parte sería una vana tentativa; se trata de promover el progreso moral: es la única manera de prevenir la catástrofe. 

Es preciso rezar a Dios antes de comenzar y sobre todo antes de llevar hasta el final una iniciativa. Está claro que la oración no dispensa de la atención, de la reflexión, de la vigilancia continua. Pero todo esto no sería suficiente sin la luz divina para regular nuestra acción. Lo único que esta iluminación es, por lo general, discreta; las inspiraciones celestes no son llamativas como las sugestiones infernales. Las máximas mundanas producen en el corazón humano un eco más estridente que las verdades evangélicas. La triple concupiscencia suscita más esfuerzos que las ocho bienaventuranzas. 

Un santo es un hombre que se deja dirigir por Dios y cuyo esfuerzo, por lo tanto, es todopoderoso para el bien. Los grandes apóstoles, los fundadores de órdenes religiosas, los promotores de las buenas obras, todos esos héroes que la Iglesia ha canonizado y nos propone como modelo, desconfiaban de su juicio natural y de las emboscadas diabólicas; buscaban, en una oración ardiente y prolongada, la luz pura de la cual sentían la urgente necesidad. Lo que los distingue ¿no es el buen empleo del tiempo y la sabia economía de sus fuerzas? El derroche que hace estragos hoy en día prueba que los hombres de acción no son hombres de oración como antes. Se hace mucho ruido y poco bien; se adquiere renombre, pero el nombre de Dios no es santificado; se hace lo que uno quiere y no lo que Dios quiere. 

 

2) La oración sostiene el esfuerzo 

El éxito visible al aumentar la confianza en sí alimenta el esfuerzo, que quiebra naturalmente el fracaso. La ignorancia del resultado, cuando dura, no es menos desconcertante que el fracaso. Pero, en el trabajo sobrenatural el beneficio es por lo general poco visible. Y como nada grande tiene grandes comienzos, la visión del verdadero éxito por lo general se hace esperar. Aquellos que, para perseverar, tienen necesidad de ver el fruto de sus esfuerzos, no llegarán a ningún lado. La oración puede prescindir de la visión porque está segura que su objeto es siempre bueno. Solamente los creyentes sostienen el esfuerzo ingrato hasta el final. 

Sin dudas que no es invariablemente la fe sobrenatural o la oración confiada la que reemplaza así la visión estimulante del resultado; hay trabajadores que tienen tanta confianza en ellos mismos que nada podría decepcionarlos y, repetido el fracaso, como una serie de latigazos, los coloca en la delantera en lugar de abatirlos. Tales son los inventores que sueñan con su descubrimiento antes de constatarlo. El esfuerzo sostenido por esa fe no está dirigido necesariamente al bien. 

La fe en Dios no sostiene más que el esfuerzo verdaderamente útil, pero lo sostiene a pesar de todo. Lejos de perjudicar la confianza, la ignorancia del resultado permite a la fe terminar en abandono. Si la Iglesia, a pesar de tantas pruebas, no ha renunciado a conquistar el mundo; si, en lugar de replegarse sobre sí mismo, se extiende cada vez más, es que debe esta milagrosa perseverancia al Adveniat regnum tuum que no cesa de clamar al cielo.