sábado, 13 de agosto de 2016

Apocalipsis XIX y la Parusía (III de VI)

3) DE DÓNDE VIENE

El Antiguo Testamento nos indica que la venida de Dios tendrá lugar desde el sur.

Hab. III, 3 es claro cuando dice:

Viene Dios desde Temán, y el Santo del monte Farán. Sélah. Su majestad cubre los cielos, y la tierra se llena de su gloria”.

Temán y el monte Farán, como lo dice Straubinger en la nota, corresponde a una

“Región de la Idumea que está al sur de la Palestina”.

Por su parte, la Iglesia siempre ha creído que Jesús volverá desde el oriente. Citemos las hermosas palabras de un libro simplemente magistral y digno de todo elogio[1].

“A la renuncia a Satanás y a sus pompas, la apotaxis, corresponde la adhesión a Cristo, o syntaxis. Volvamos al texto de san Cirilo: "Cuando hayas renunciado a Satán y roto el antiguo pacto con el Hades, entonces se abrirá ante ti el Paraíso de Dios: el mismo que El plantó en Oriente y de donde fue arrojado nuestro primer padre a causa de su desobediencia. Y tú, para simbolizar esto, te vuelves de Occidente a Oriente, que es la región de la luz. Entonces, según se te ha enseñado, dirás: Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y en el único bautismo de penitencia" (XXXIII, 1073 B). Teodoro de Mopsuestia habla de un rito análogo, sin precisar que el catecúmeno se vuelve a Oriente, pero describiéndole "rodilla en tierra, mirando al cielo y con las manos extendidas" (XIII, 1)".

La profesión de fe cara a Oriente es la contrapartida de la abjuración pronunciada mirando a Occidente. El rito se encuentra en la liturgia bautismal de Milán: "Te has vuelto a Oriente, pues quien renuncia al demonio se vuelve a Cristo y le mira cara a cara" (De Myst., 7). Pero tal "orientación" al orar no tiene lugar sólo en la liturgia del bautismo, sino que es una costumbre muy común orar cara a Oriente. San Basilio la coloca entre las tradiciones más antiguas de la Iglesia (De Spir. Sancto, 27). La dirección del Oriente estaba indicada en los lugares de oración e incluso en las casas particulares por medio de una cruz pintada en la pared. La oración hacia Oriente aparece, de modo especial, en el momento del martirio. Perpetua ve cuatro ángeles que, después de su muerte, la llevan hacia Oriente (Passio Per. XI, 2). Pronto se extenderá la costumbre de volverse hacia Oriente en el momento de la muerte. Macrina, hermana de san Basilio, "en el momento de su muerte, conversaba con su celestial Esposo, en quien tenía fija la mirada, pues su lecho estaba vuelto hacia Oriente" (PG, XLVI, 984 B). Y Juan Mosco cuenta la historia de un desventurado que, habiendo caído en manos, de unos bandidos, pide ser ahorcado mirando a Oriente (Prado Espiritual, 72).


El simbolismo del rito ha dado lugar a discusión. F. J. Doelger creyó que se trataba de una práctica inspirada en la costumbre pagana de orar en dirección del sol naciente. Pero Erik Peterson parece haber demostrado que tal práctica está relacionada con las controversias entre judíos y cristianos sobre el lugar en que aparecerá el Mesías al fin de los tiempos. Según esto, la oración hacia Oriente habría caracterizado a los cristianos por oposición a la oración hacia Jerusalén de los judíos y, más tarde, a la Qibla, u oración hacia la Meca, de los musulmanes. El rito tiene, pues, gran importancia para distinguir los tres grandes monoteísmos del antiguo Oriente. Es evidente también su significado escatológico, que encaja perfectamente con lo que hemos dicho acerca de su uso por parte de los moribundos: esperan que Cristo venga a buscarlos.

No faltan textos que confirmen este significado escatológico, cuyo origen pudiera encontrarse en san Mateo: "Como el relámpago que viene de Oriente así será la venida del Hijo del hombre" (XXIV, 27). La Didascalía de Addai relaciona explícitamente el rito con este texto: "Los Apóstoles determinaron que oréis vueltos a Oriente, porque, como el relámpago aparece en el Oriente y brilla hasta el Occidente así será la venida del Hijo del hombre" (II, 1). También es claro el aspecto escatológico en el siguiente pasaje de Metodio de Olimpo: "Desde lo alto del cielo, ¡oh, vírgenes!, se ha dejado oír una voz que despierta a  los muertos: vayamos todas con presteza, dice, hacia Oriente, al encuentro del Esposo, revestidas de nuestras blancas vestiduras y con nuestras lámparas en la mano" (Symp. 11).

Pero este significado primitivo, en conexión con la espera escatológica de los comienzos del cristianismo, fue luego atenuándose[2], hasta designar simplemente a Cristo: simbolismo que se relaciona con Zac. VI, 12: "Oriente es su nombre". Es la misma explicación que hemos encontrado en san Ambrosio respecto del rito bautismal: "Te has vuelto a Oriente. Quien renuncia al demonio, se vuelve a Cristo y le mira cara a cara". Igual significado presenta la antífona de la liturgia romana: O Oriens, splendor lucis aeternae et sol iustitiae, veni ad illuminandos sedentes in tenebris et umbra mortis. Gregorio de Nisa la explica en estos términos: "El gran día (de la vida eterna) no estará ya iluminado por el sol visible, sino por la verdadera luz, el sol de justicia, llamado Oriente por los profetas, porque no conocerá ocaso" (PG, XLIV, 505 A). San Juan había dicho, en efecto, que en la nueva Jerusalén "no habrá necesidad de sol, porque el Señor Dios será su luz" (Apoc. XXII, 5). Cristo aparece así como el sol eternamente naciente de la Segunda Creación.

Pero, en el siglo IV, es otro el simbolismo más frecuente. La oración hacia el Oriente aparece relacionada con el tema del Paraíso. El Génesis, en efecto, dice que "el Paraíso fue plantado al Oriente" (II, 8). Volverse hacia Oriente expresa la nostalgia del Paraíso[3]. Es la razón que da san Basilio: "En virtud de una tradición no escrita nos volvemos hacia Oriente para orar. Pero son pocos los que saben que con ello buscamos nuestra antigua patria, el Paraíso que Dios plantó en Edén al Oriente" (De Spir. Sancto, 27). Asimismo las Constituciones hablan de este uso en la liturgia eucarística: "Todos, poniéndose en pie vueltos a Oriente, tras la despedida de los catecúmenos, oran a Dios que subió al cielo de los cielos en Oriente, recordando la antigua morada del Paraíso, plantado al Oriente, de donde fue arrojado el primer hombre" (II, 57). San Gregorio de Nisa, por su parte, desarrolla este simbolismo: "Como si Adán viviese en nosotros, siempre que nos volvemos hacia Oriente —no porque Dios pueda ser contemplado sólo allí, sino porque nuestra primera patria, el Paraíso del que fuimos expulsados, estaba en Oriente—, con razón decimos como el hijo pródigo: Perdónanos nuestras deudas" (PG, XLIV, 1184 B-D).

Es de notar que Cirilo de Jerusalén alude al mismo simbolismo al hablar del rito bautismal: "Cuando renuncias a Satanás, se abre ante ti el Paraíso de Dios: el que El plantó a Oriente y de donde fue arrojado nuestro primer padre a causa de su desobediencia. Y el símbolo de todo esto es que te vuelves de Occidente a Oriente". A este respecto, conviene observar, una vez más, la importancia de la simbólica paradisíaca en los ritos del bautismo. Frente a Adán, caído bajo el dominio de Satán y arrojado del Paraíso, el catecúmeno aparece como liberado por el Nuevo Adán del dominio del diablo e introducido de nuevo en el Paraíso. Así cristaliza en los ritos toda una teología del bautismo como liberación del pecado original”.

A lo cual podrían agregarse algunas citas bíblicas que llaman a Nuestro Señor “el Oriente”.

Lc. I, 68-79:

“Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, al suscitarnos un poderoso Salvador, en la casa de David, su siervo, como lo había anunciado por boca de sus santos profetas, que han sido desde los tiempos antiguos: un Salvador para librarnos de nuestros enemigos, y de las manos de todos los que nos aborrecen; usando de misericordia con nuestros padres, y acordándose de su santa alianza, según el juramento, hecho a Abrahán nuestro padre, de concedernos que librados de la mano de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor en santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días. Y tú, pequeñuelo, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar sus caminos, para dar a su pueblo el conocimiento de la salvación, en la remisión de sus pecados, gracias a las entrañas misericordiosas de nuestro Dios, por las que nos visitará desde lo alto el Oriente, para iluminar a los que en tinieblas y en sombra de muerte yacen, y dirigir nuestros pies por el camino de la paz”.

Straubinger comenta:

El Oriente es Jesucristo, la verdadera luz (II, 32; Jn. I, 4; III, 19; VIII, 12; XII, 35; Ap. XXI, 23), que vino al mundo e ilumina a todo hombre (Jn. I, 9) como “Sol de justicia” (Mal. IV, 2). Cf. Jn. IX, 5; Is. LX, 2 s.; Zac. III, 8”.

Y en el Antiguo Testamento leemos:

Zac. III, 8:

“¡Oye oh Jesús, Sumo Sacerdote, tú y tus compañeros que se sientan en tu presencia! pues son varones de presagio; porque he aquí que haré venir a mi Siervo, el Pimpollo”.

A lo cual Straubinger agrega nuevamente:

Mi Siervo, el Pimpollo. La Vulgata vierte: mi Siervo, el Oriente: Cf. VI, 12 y nota. El Targum traduce: mi siervo, el Mesías. La palabra hebrea correspondiente a Oriente significa igualmente pimpollo, germen, vástago, renuevo (véase Is. IV; XI, 1.10; Jer. XXIII, 5; XXXIII, 15; Lc. I, 78)”.


Por su parte, el resto del capítulo III de Habacuc, vv. 4-15, nos convencerá de dos cosas:

a) Esta batalla es la misma narrada en Apoc. VI y XIX.

b) Se identifica con el juicio de las Naciones.

“Resplandece como la luz, y de su mano salen rayos, en los cuales se esconde su poder. Delante de Él va la peste, y a su zaga la fiebre ardiente. Se para y hace temblar la tierra, echa una mirada y sacude las naciones. Se quebrantan los montes de la eternidad, se deshacen los collados antiguos; suyos son los senderos eternos. Afligidas veo las tiendas de Cusán; tiemblan los pabellones del país de Madián. ¿Acaso se irrita Yahvé contra los ríos? ¿Va contra los ríos tu furor, o contra el mar tu indignación, cuando montas sobre tus caballos, sobre tus carros de victoria? Aparece al desnudo tu arco; tus dardos son los juramentos que tienes pronunciados. Sélah. Tú hiendes la tierra por medio de los torrentes. Te ven las montañas, y se estremecen; se desbordan las aguas como diluvio; alza el abismo su voz y levanta en alto sus manos. El sol y la luna se quedan en sus moradas; desaparecen a la luz de tus flechas, al brillo de los relámpagos de tu lanza. Enojado recorres la tierra y trillas en tu ira a los pueblos. Saliste para la salvación de tu pueblo, para salvación de tu ungido, aplastando la cabeza de la casa del impío, descubriendo totalmente el fundamento. Sélah. Horadas con sus propios dardos al jefe de sus guerreros, que se precipitan para dispersarme, y saltan de gozo, como para devorar al pobre ocultamente. Con tus caballos pisas el mar, la masa de las grandes aguas”.

Reléase Apoc. VI, 12-17 y XIX, 11-21 y fácilmente se apreciarán las coincidencias. No hay para qué demorarse en este punto.

Sin embargo un sólo pasaje más vamos a citar, dado que el mismo capítulo XIX alude a él.

Cuando en el v. 13 se dice de Jesús:

Y vestido con un vestido teñidos en sangre, y se llama su Nombre “la Palabra de Dios”.

El Vidente está aludiendo a Isaías LXIII, 1-6 que dice:

¿Quién es éste que viene de Edom, de Bosra con vestidos teñidos (de sangre) ¡Tan gallardo en su vestir, camina majestuosamente en la grandeza de su poder! “Soy Yo el que habla con justicia, el poderoso para salvar.” “¿Por qué está rojo tu vestido y tus ropas como las de lagarero?". “He pisado yo solo el lagar, sin que nadie de los pueblos me ayudase: los he pisado en mi ira, y los he hollado en mi furor; su sangre salpicó mis ropas, manchando todas mis vestiduras. Porque había fijado en mi corazón el día de la venganza, y el año de mis redimidos había llegado. Miré, mas no había quien me auxiliase, me asombré, pero nadie vino a sostenerme. Me salvó mi propio brazo, y me sostuvo mi furor. Pisoteé a los pueblos en mi ira, y los embriagué con mi furor, derramando por tierra su sangre”.

Cerramos este punto con la cita que trae Straubinger a Apoc. XIX, 13 porque no hay necesidad de abundar en mayores comentarios:

Un manto empapado de sangre: alude asimismo a la visión de Isaías LXIII, 1-6 (cf. nota). No es la sangre de Jesús, como algunos han creído, sino de la vendimia de sus enemigos (cfr. XIV, 20 y nota). Los hijos de Esaú, Idumeos (de Bosra), siempre aparecen los primeros castigados como los que más odiaron a su hermano Israel (cfr. Is. XXXIV, 6; Sal. CXXXVI, 7; Hab. III, 3; Abd. 17 ss y notas, etc.)”.




[1] Jean Danielou S.I., Bible et liturgie, la théologie biblique des sacrements et des fêtes d'après les Pères de l'Église, traducido entre nosotros por Guadarrama con el extraño título “Sacramentos y culto según los Santos Padres”, cap. I, pag. 52-55. Ver también pag. 442-446.

[2] Nota del Blog: es obvio que “atenuación” no implica negación sino simplemente la constatación del hecho que en una época se puso el énfasis en un aspecto más que en otro; por lo demás, hay que notar que la triple división del simbolismo es, en el fondo, fácilmente reducible a la unidad.

[3] Nota del Blog: No es casualidad que el Reino Milenario sea presentado como una restauración anterior a la caída y tenga muchas similitudes con el Paraíso terrenal.