Jacob muere, rodeado de sus hijos. Sus descendientes permanecen en Egipto, pero después de haber conocido la prosperidad y la protección de los Faraones en recuerdo de José, son pronto reducidos a la más terrible de las esclavitudes.
¡Qué abatimiento bajo la servidumbre, bajo la vigilancia del carcelero, bajo la obligación de fabricar ladrillos en serie sin parar! Cuán amarga fue la vida de Israel.
Esas duras servidumbres no parecían suficientes aún al opresor. A Satanás, sobre todo, que inspiraba al Faraón.
Dio esta orden:
“Todo niño que naciere [a los hebreos] lo echaréis al río; mas a toda niña dejaréis con vida” (Ex. I, 22).
La destrucción de los niños de Israel debía ser muy rápido y las crueldades se abatieron sobre ellos, como resplandece el sol tórrido de Egipto.
El dolor de las madres fue inefable. ¡Qué sufrimiento de todo su ser! Ese arrancamiento de los pequeños era de una crudeza sin nombre, crueldad que el nazismo renovó a los hijos de Israel en estos últimos años.
Comprendemos mejor, al medir el sufrimiento de las madres en la Biblia, cuán indisolublemente unida está la descendencia mesiánica a la mujer, a la madre. Ciertamente que debe haber sufrido indeciblemente, primero en su carne, según el juicio dado en el Edén, y todavía más en su corazón.
Ahora bien, en ese drama de las riberas del Nilo, reconocemos el odio de la Serpiente. No se preguntaba, ante el nacimiento de cada niño: ¿será el Ungido del Eterno, el León de Judá? ¿No es el descendiente de la mujer?
Una mujer de la tribu de Leví dio a luz un bello niño. Lo ocultó durante tres meses, pero temiendo sin dudas la delación lo colocó, finalmente, en una cestilla de juncos calafateada con betún y pez, entre las cañas del Nilo.
Conocemos la escena tan conmovedora: una princesa real, llena de sensibilidad, vino a bañarse; tuvo compasión del “pequeño niño que lloraba” y, contra la orden de su padre, lo salvó de las aguas.
Dios había suscitado en esta mujer extranjera un socorro para su pueblo. Conservaba para sí al futuro libertador, al proveedor, al intercesor, al salvador de Israel. Moisés, figura poderosa de Cristo, inscribirá sobre el “rollo del Libro”, en letras de gloria, algo de la vida del Mesías, por su semejanza con él, por su rol de mediador.
El futuro libertador fue instruido en toda la ciencia de los egipcios (Hech. VII, 22); tuvo su sabiduría. Pero incluso antes de ser conductor de hombres, Dios le impuso la vida del desierto durante cuarenta años.
Aprendió la ciencia del corazón humano, de ese corazón tan a menudo inconstante, rebelde, murmurador, en la soledad del Horeb, en el silencio, en la ruda paciencia de la vida pastoril[1].
Pero llegó la hora en que la compasión de Dios se pudo manifestar para con su pueblo, perseguido y maldito. Moisés era sacerdote. En el arbusto de fuego, el Eterno le reveló su nombre y encomendó a Moisés liberar a su pueblo, arrancarlo de la esclavitud egipcia, imagen de la de Satanás.
¡Perspectiva admirable del misterio de la Redención, o del rescate! Moisés es la figura de Aquel que rescatará al mundo para Dios. No lo hará, como Jesús, con su sangre, sino por la obediencia, por medio de la substitución, por el cordero inmolado, conforme Dios se lo ordenó.
Tarea inmensa, que Moisés y Aarón deberán llevar a cabo contra los poderes del mal, el engaño del Faraón, los prodigios de los magos. Entonces, una a una, nueve plagas caerán sobre Egipto, y al fin la décima, la última, la más trágica.
El Faraón quiso suprimir la vida de los hijos de los hebreos, pero la justicia retributiva cayó sobre él y sobre su pueblo por medio de la décima plaga: todos los primogénitos de los egipcios perecieron. Colocados bajo el signo de la sangre, solamente los de Israel fueron perdonados cuando pasó el Ángel exterminador.
Cada familia tomó entonces un cordero macho sin tacha, de un año, y lo inmoló entre las dos tardes (en el crepúsculo), poniendo su sangre en los dinteles de las casas.
“Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y quitaré la vida a todos los primogénitos en el territorio de Egipto, desde los hombres hasta las bestias, y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto, Yo, Yahvé. Será, pues, vuestro distintivo la sangre en las casas de vuestra morada. Viendo la sangre pasaré de largo por vosotros” (Ex. XII, 5-15).
Este cordero es la imagen de Aquel que será inmolado, también, el día de Pascua, y cuya sangre salva y paga el precio reclamado por la justicia divina.
La sangre, colocada en los postes, será la marca de la exención, el sello del contrato de compra, el signo del arrancamiento de la esclavitud del Egipto satanizado.
El Ángel del Eterno verá la sangre y pasará de largo: será la Pascua, el “paso”. Sí, el paso del Ángel exterminador y, algunos días más tarde, el paso del Mar Rojo.
Ahora bien, todo “paso” –toda Pascua– implica un cambio, una transformación para una gran salvación, para un rescate gratuito. El rescate del amor por medio de la sangre de Cristo.
Entonces Dios, que daba tan liberalmente, quiso sin embargo reservarse algunos derechos. El signo de la Alianza con Abraham fue concluido bajo el sello de la circuncisión; la liberación de Egipto está marcada por la ofrenda y la consagración de todo niño primogénito, como así también de todos los primogénitos de los animales.
Aquí tenemos, pues, un acuerdo concluido entre Dios e Israel, como se hacen los intercambios de esclavos en los mercados.
Israel es librado de la esclavitud de Egipto y del Diablo, pero cada familia paga su rescate por medio de la consagración de todos los primogénitos. Pertenecen a Dios. Esos hijos primogénitos deberían ser inmolados, como lo hacían a veces los sumerios y los cananeos para apaciguar a sus dioses[2]. Pero el Eterno rechaza los sacrificios humanos y se ofrecerá en su reemplazo un cordero, o en su defecto dos tórtolas o dos palominos (Lev. XII, 6-8).
La sangre de un cordero salvará al primogénito de cada una de las familias.
El “hilo rojo” –el camino enrojecido con la sangre de los corderos– nos conducirá, pues, hasta el Calvario, donde fue inmolado el Cordero por excelencia[3]. Esta figura del Cordero, la más poderosa de la Escritura sobre Cristo, nos seguirá hasta los esplendores de la nueva Jerusalén, de la cual el Cordero será la lumbrera (Apoc. XXI, 23).
El tributo pagado para rescatar al “primogénito” estaba en estrecha unión con la cruz del futuro. Y estaba relacionado con la falta de Adán, el primogénito rebelde, en el pasado. Entendemos cómo unirá Jesús, el último Adán”, por su sangre, todos los arroyos enrojecidos, todos los primogénitos ofrecidos durante siglos.
Será el Cordero de la Pascua, el Cordero del “paso” de los hijos de Israel de la esclavitud de Egipto a la libertad de la Tierra prometida, como será el León de Judá cuando vuelva, en el esplendor de los santos, para arrancar a los hijos de Dios de la esclavitud del mundo y del príncipe de este siglo.
[1] Cf. Madeleine Chasles, Le Temps de la patience.., notre temps, “Patience de chef: Moïse”, pp.59 y ss.
[2] Nota del Blog: Cabe otra posibilidad, que nos gusta más. Cuando se habla que los primogénitos debían ser consagrados a Dios, no se refería a ser sacrificados sino a ser entregados al servicio de Dios.
[3] Cf. Madeleine Chasles, Pour lire la
Bible.