lunes, 8 de noviembre de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, El Libertador (III de III)

    Los proyectos de Satanás son frustrados. Cuenta los muertos. La muerte ha golpeado todo Egipto, pero son los de su descendencia; la de la mujer ha salido indemne, por el poder de Dios, “con mano fuerte y con brazo extendido” (Deut. V, 15). Victorioso de todas las emboscadas, la sangre del Cordero obró la maravillosa liberación, la admirable puesta en libertad. 

En cuanto a Moisés, canta la gloria del Eterno y proclama que, de ahora en adelante, Israel no es solamente una familia sino un pueblo, un “pueblo adquirido” (Ex. XV, 16) –es decir, propiedad de Dios–, “la porción del Eterno, su herencia peculiar” (Deut. XXXII, 9), “el primogénito del Eterno” (Ex. IV, 22). Un pueblo “consagrado” (Jer. II, 3). Aún más, el amor divino por él es tan fuerte como el de un esposo (Jer. II, 2; Os. II, 18). 

Pero estos títulos grandiosos y llenos de sentido, anuncian una pesada responsabilidad para Israel. ¿Cómo va a reaccionar bajo el peso de esta gloria y de semejantes títulos de nobleza? Por desgracia, resistiendo a Dios, con murmuraciones, con tristezas estériles del recuerdo del fértil Egipto. Entonces será llamado el pueblo de “dura cerviz” (Deut. XXXII, 27), el que “resiste”, “un pueblo rebelde” (Is. LXV, 2). 

Y, sin embargo, Dios multiplicará los beneficios y milagros durante la estadía en el desierto. Serán como una presencia de Cristo entre los suyos. 

Bebían de una piedra espiritual que les iba siguiendo, y la piedra era Cristo” (I Cor. X, 4). 

Esta agua que brota en el desierto es realmente la que da la vida, la imagen de la gracia. ¿La piedra misteriosa no es figura del Costado abierto del Señor, donde somos invitados a beber a raudales? ¿No es también el llamado del Apocalipsis a apagar la sed en la espera ansiosa de Cristo? “Diga también quien escucha: «Ven». Y el que tenga sed venga; y el que quiera, tome gratis del agua de la vida” (Apoc. XXII, 17). 

El maná, con sabor a miel, que cae por cuarenta años, está lleno de sentidos místicos. El mismo Jesús interpreta estos sentidos cuando habla de su Carne, que dará como alimento, y de la Palabra de vida, que es también el Pan del cielo. 

“En verdad, en verdad, os digo, Moisés no os dio el pan del cielo; es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es Aquel que desciende del cielo y da la vida al mundo”.

Jesús es el verdadero maná. “Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. El que come este pan, no muere” (Jn. VI, 31-58). 

Este maná es la carne de Cristo en la Eucaristía y es el rollo vivo del Libro. Pan vivo descendido del cielo en ambos casos[1]. 

El Eterno no sustentaba solamente a los suyos, sino que venía en su ayuda si el pecado debía producir un castigo. Entonces, la longanimidad de Dios se manifiesta para la salvación de los que se arrepienten. 

La serpiente de bronce, signo de la misericordia divina y figura de la Cruz salvadora, anunciaba la muerte de Cristo y cómo sería elevado sobre la tierra. 

“Y como Moisés, en el desierto, levantó la serpiente, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado. Para que todo el que cree tenga en Él vida eterna” (Jn. III, 14-15). 

“Es necesario que el Hijo del hombre sea levantado”. 

¡Es necesario! Terrible necesidad de la muerte cruenta para la obra del rescate, para la liberación, para la salvación por la sangre, para la curación de los que fijen sus ojos en Aquel que traspasaron, como los fijaron los hebreos sobre la serpiente ardiente y salvadora. 

“Y quienquiera que mordido por una serpiente [la serpiente mística es Satanás, no lo olvidemos] dirigía su mirada a la serpiente de bronce, se curaba” (Núm. XXI, 9). 

He aquí que Jesús se abaja a aceptar la similitud de la “serpiente” para salvación, mientras que el Diablo es serpiente para condenación. Cristo será elevado como la serpiente; será también como el gusano de tierra que se retuerce –“un gusano y no un hombre” (Sal. XXI, 7)–, aquello de lo cual uno desvía la mirada. 

“Le deshonramos y le desestimamos. Él, en verdad, ha tomado sobre sí nuestras dolencias, ha cargado con nuestros dolores” (Is. LIII, 3-4). 

¿Los anonadamientos de Cristo no son abismos de sufrimientos, de humillación, de abandono? Pero el abismo invoca al abismo, dice el Salmo. Es por eso que esperamos abismos de grandezas, de esplendores, de luces y de glorias. ¡La Cruz invoca al Trono!


[1] Cf. Imitación de Jesucristo, Lib. IV.