7. La Ley que conduce a Cristo
a) El Sacerdocio Levítico
“El Antiguo Testamento –escribía San Agustín en La Ciudad de Dios– no es otra cosa más que el Nuevo cubierto de un velo, y el Nuevo no es otra cosa más que el Antiguo develado”.
Es así que “la Ley fue nuestro ayo para conducirnos a Cristo, a fin de que seamos justificados por la fe” (Gál. III, 24). Tiene por misión preparar el camino, pero después de la Primera Venida del Mesías, fue un obstáculo contra la cual se dirige el Apóstol con vehemencia, muy particularmente en las Epístolas a los Romanos y a los Gálatas. Llegará incluso a hablar de la “maldición de la ley” (Gál. III, 13).
¿Por qué, pues, esta severidad?
La Ley del Sinaí le dio a Israel un código nuevo, cargado de minuciosas prescripciones, a las cuales iban a estar vinculados desde entonces. Era un yugo pesado del que estaban exentos los Patriarcas; un refuerzo de la “separación”. No es sólo en su tierra que el judío será un “separado”, sino en todas partes. Mezclado entre las naciones por las deportaciones, la vida comercial o por cualquier otra razón, estará unido por múltiples observancias.
El objeto principal de la separación era hacer una “nación santa” de todo el pueblo, una nación de sacerdotes, de profetas y de reyes, social y familiarmente sabios, para conservar la unidad y evitar el desmenuzamiento de las tribus, obstaculizando ciertas iniciativas personales y bloqueando los peligros del individualismo.
Ventajas ciertas que favorecían y protegían el desarrollo de la colectividad, pero también qué rebajamiento para el individuo, atado por múltiples prescripciones. Qué transformación de sus relaciones directas con Dios, de la simplicidad primitiva de las costumbres religiosas, de todo un comportamiento que había conservado algo de la dulzura, inocencia, pureza y simplicidad edénica.
Desde el Edén asistimos, en efecto, a una regresión general. “Evolución regresiva”[1], sí, y marcada en todos los dominios. La unidad tiende a la multiplicidad, la libertad al yugo, el culto familiar al social. El altar, tan simple al comienzo –una piedra–, recibe el desarrollo complejo del Tabernáculo y se rodeará más tarde de la magnificencia del Templo.
El acrecentamiento del pueblo de Dios, el temperamento rebelde y altanero del semita, necesitaban evidentemente una legislación precisa, minuciosa, severa. ¿No era necesario colocar protecciones, trazar un camino, una vía santa, promulgar una ley para este pueblo que, bajo la influencia de Egipto, había perdido durante varios siglos el sentido del verdadero bien y del verdadero mal?
Al fin y al cabo, Israel estaba aún en el estado de la infancia. Ahora bien, un pueblo infante debe tener una línea de conducta ajustada; es preciso que pueda controlar por medio de una ley el valor de sus gestos, considerar con un “termómetro” el grado preciso de su obediencia, de su fe, de su amor.
Cualquier ley promulgada pone la obligación bajo el yugo y crea pecado, pero al mismo tiempo permite el control de la reglamentación.
¿Es una ventaja? La respuesta es compleja.
Lo que es cierto es que la justicia de la ley ya no es la libertad unida al amor, sino una coacción unida al temor. Esto es cierto no sólo en lo que respecta a la ley sinaítica sino para todos los tiempos y todos los hombres.
La civilización, que debiera haber aportado el desarrollo de la vida social, es un agente de contradicción moral, social, política, económica. En lugar de liberar al hombre, impone yugos reforzados, puesto que la aleja del estado de la naturaleza[2].
Ahora bien, mientras más nos acerquemos al fin del siglo –lo cual será un signo fácilmente discernible– más seremos privados de la libertad por una administración reforzada sin cesar, cada vez más enredada, compleja y estatizada.
El dirigismo, el
autoritarismo, el totalitarismo, se desarrollarán en todos los dominios:
cultural, social, intelectual, industrial, comercial. La libertad de
pensamiento será abolida.
Sin embargo, para subsistir se constituirá –en todo sentido– necesariamente una “resistencia” formidable disimulada para oponerse al dirigismo. Pero esta “resistencia” será edificada sobre el fraude, la disimulación, muy a menudo sobre el robo y la mentira, como en un país ocupado.
El Estado se vuelve pues el enemigo “número uno”, y a fin de conservar su fuerza, complica cada vez más la ley, mientras la oposición necesaria refuerza cada vez más su “resistencia”. Así, pues, las leyes hacen pecar, cometer fraude. Así sucedió con Israel, puesto bajo el yugo aplastante de las minuciosas prescripciones sinaíticas de las que hemos hablado.
En cuanto a lo que subsiste aún, en nuestra sociedad moderna, de la vida patriarcal, la familia, ¿no está en vías de disgregación en beneficio del Estado? Su vida interior, salvo excepciones, no es más que anarquía. Si todo se orienta hacia el dirigismo mundial, los únicos que no tienen derecho a dirigir a sus hijos son los padres, y, ante todo, los hijos no se dejan dirigir por ellos.
San Pablo escribía a Timoteo:
“Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles... los hombres serán desobedientes a sus padres, ingratos, impíos, inhumanos” (II Tim. III, 1-2).
Pero la ley dada a Israel no era sólo una protección, una “cerca” para conservar al pueblo de Dios separado de las naciones. Fue también, esencialmente, “el pedagogo que conduce a Cristo”, probando a todos que nadie puede ser justificado ante Dios por las obras de la ley, pues “todos pecaron” (Rom. III, 23), todos transgredieron sus prescripciones. Pues “escrito está:
“Maldito todo aquel que no persevera en todo lo que está escrito en el Libro de la Ley para cumplirlo” (Gál. III, 10).
Desde entonces Israel debía clamar a Dios para pedirle el Salvador prometido, el único que podía
“Redimirlo de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros maldición, porque escrito está: “Maldito sea todo el que pende del madero” (Gál. III, 13).
La ley debía conducir a la única justificación posible, “por la fe en Jesucristo”. Es el sentido pleno de la afirmación del Apóstol:
“La Ley fue nuestro ayo para conducirnos a Cristo, a fin de que seamos justificados por la fe. Mas venida la fe, ya no estamos bajo el ayo” (Gál. III, 24-25).
Mientras el “heredero” de las promesas de Dios, Israel, fue un “niño”, no difería en nada del esclavo,
“Más cuando vino la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, formado de mujer, puesto bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley” (Gál. IV, 1-5).