domingo, 29 de diciembre de 2019

El Israel de las Promesas, por el P. Murillo (IV de VIII)

Ese recuerdo en el v. 11 del canon enunciado en el v. 8 y con su carácter de perennidad en la serie de la historia nos pone en la mano la clave para resolver una dificultad que indudablemente habrá ya asaltado la mente de muchos lectores: si el argumento de S. Pablo es inductivo, se objetará, ¿por qué en una serie tan larga de siglos como corrieron desde Abrahán hasta Jesucristo, se contenta el Apóstol con una enumeración tan insignificante como son dos solos casos? No es difícil la solución: la remisión al canon es una prueba evidente de que S. Pablo reconoce una norma perenne en el curso de la historia; en consecuencia, los dos casos citados no pueden ser los únicos que reconoce. La razón de mencionar solos esos dos es 1) porque son continuados; 2) en el arranque preciso de la historia de Israel; 3) en el seno mismo de la familia patriarcal donde parecía no haber lugar a selección, sino deber ser escogidos todos sus miembros. Por eso S. Pablo tiene como evidente a fortiori la continuación del mismo procedimiento en la historia posterior. Por lo demás, que S. Pablo suponga la aplicación del canon por toda la historia hasta la generación contemporánea del Mesías, resulta patente en XI, 45 donde después de proponer el caso de los 7000 reservados en tiempo de Elías enfrente de la reprobación general, añade que lo propio acaba de suceder o está sucediendo en la generación contemporánea a la promulgación del Evangelio. El Apóstol, pues, recorre con su pensamiento la serie toda de la historia de Israel desde Abrahán hasta Jesucristo, viendo en toda ella la aplicación del canon segregatorio, recorriendo mentalmente los miembros todos de la inducción; bien que, en la expresión externa, por abreviar, se contenta con el formulado del canon y algunos ejemplos de los más salientes.

Otra duda asaltará quizás a más de uno: si en todo el curso de la historia, la posteridad patriarcal, es decir, Israel, hubiera estado sometido a esa ley de amputación segregatoria, bien que no necesariamente ruidosa y mucho menos cruenta, tropezaríamos a cada paso en la historia de Israel con reducciones de ese género; y sin embargo los casos que de ellas nos presenta el Apóstol y los documentos históricos del pueblo hebreo son contadísimos: prueba palpable de no haber existido tal ley, y de que los casos de reducción como el citado por S. Pablo en XI, 5 obedecieron a otros motivos totalmente ajenos al pretendido canon segregatorio.

He aquí nuestra respuesta: en primer lugar, no sabemos cuántas fueron esas reducciones, ni en qué forma fueron ejecutadas. Pero nos consta sí haber sido bastantes más de las señaladas por S. Pablo. Ya en la época mosaica desapareció, reprobada por Dios, la generación contemporánea de las maravillas del Éxodo. El libro de los Jueces nos da cuenta de espantosas hecatombes, castigo evidente de gravísimas culpas, y que mermaron muy considerablemente la población de Israel. Isaías en VI, 11-13 nos habla de otras dos podas en el árbol israelítico tan radicales que de ellas sólo había de quedar el tronco desmochado y escueto.


Finalmente, mientras hecha una de esas amputaciones no sobrevenía otra, las generaciones intermedias podían considerarse como escogidas. En todo caso es un hecho que la historia de Israel es por antonomasia la historia de las restas: restas en tiempo del Éxodo; restas en la época de los Jueces; restas en la de los Reyes, restas por cautiverios, invasiones y persecuciones, de suerte que a pesar de haber subsistido Israel por tantos siglos, lejos de alcanzar nunca el crecimiento que en duración igual han alcanzado con frecuencia otros pueblos, Israel por el contrario, si se exceptúa el breve periodo de David y Salomón, fué por regla general, constantemente disminuyendo hasta quedar reducido a una expresión mínima en tiempo de los Seléucidas[1].

La mente del Apóstol en su argumentación es según eso, la siguiente: no es verdad que las promesas hechas a la raza de Israel no hayan tenido riguroso cumplimiento: aun dentro de la posteridad carnal de Abrahán, como se ve por su historia, no son cantidades equivalentes y sustituibles el Israel posteridad carnal y el Israel representante y sujeto de las promesas: éste es una fracción de aquél. Para que el Israel poseedor hoy de las bendiciones mesiánicas se identifique con el representante y sujeto de las mismas en el pasado, no es menester que la totalidad del Israel actual fuera llamada a su participación: Dios, haciendo aplicación a la generación presente de un canon que no podéis negar, ha podido cumplir su palabra llamando a unos mientras otros quedaban excluidos.

A la misma conclusión nos conducen otras razones eficaces, aunque indirectas. Si el argumento de S. Pablo es típico y no inductivo, no se ve cómo pueda conciliarse su solución de IX, 6-13 con la concesión hecha en IX, 4 al reconocer en el Israel κατὰ σάρκα (según la carne), la prerrogativa de depositario y sujeto de las promesas. Sentado ese reconocimiento, no es fácil señalar el principio donde pueda basarse la solución del problema sobre el cumplimiento o incumplimiento de aquellas en el supuesto de que las promesas no se hacían sino al Israel κατὰ πνεύμα (según el espíritu). Consecuente con el sentido que hemos expuesto, el Apóstol presenta en Rom. XV, 8-9, en IX, 22-29 y en XI, 13-19 a los judíos y gentiles que actualmente componían la Iglesia, como llamados al Evangelio bajo condiciones muy diversas: en el primer pasaje propone a Jesucristo ofreciendo en persona al pueblo judío el Evangelio “en razón de su fidelidad, para confirmar, es decir, mantener en pie, cumplir, las promesas de los padres”; mientras los gentiles deben honrar a Dios “por su misericordia” en llamarlos a la fe. Cuando pues los judíos son invitados y parte de ellos escogidos para la posesión de las bendiciones evangélicas, en estos últimos da Dios cumplimiento a una solemne promesa hecha a sus antepasados; demostrando que las promesas fueron hechas entonces y cumplidas ahora al Israel κατὰ σάρκα (según la carne). El mismo pensamiento preside a la descripción IX, 24 del reclutamiento de la primera generación cristiana. De primera intención son llamados los judíos; los gentiles lo son por agregación: “en el conjunto de nosotros a los llamados (eficazmente), llamó Dios no sólo de entre los judíos, sino de entre los gentiles”. No debe creerse fortuita ni ociosa la forma que da S. Pablo a su pensamiento distinguiendo expresamente entre judíos y gentiles, colocando en primer lugar a aquellos y expresando con la fórmula “no sólo, sino también” la relación de principal y accesorio o menos principal que los enlaza. S. Pablo en esas palabras, después de haber satisfecho a dos instancias que la argumentación VI, 13 había provocado de parte del judío su adversario, concluye en armonía con aquella argumentación y completándola: “¿será vituperable Dios, es decir, podréis acusarlo, de no haber cumplido su palabra, porque al hacer el reclutamiento de sus fieles, además de los judíos a quienes escogió cumpliendo en ellos las promesas hechas a Israel, con ellos y en su compañía escogió también gentiles?”.

Finalmente, en XI, 13-19 emplea las semejanzas del olivo legítimo y olivo silvestre, rama nativa e injerta, sostén y sostenido para designar respectivamente a judíos y gentiles en aquella primera generación cristiana. ¿Qué significa esa distinción sistemática, ese orden constante con que el Apóstol designa dentro de la misma corporación sus diferentes elementos? Es evidente que S. Pablo descubre cierta primacía de honor en favor de los judíos y cuál sea esa lo declara en XV, 8-9, y lo había ya declarado en III, 2: los judíos, a diferencia de los gentiles, son depositarios de una promesa formal de Dios en su favor, a la cual da cumplimiento al llamarlos eficazmente al Evangelio.

La demostración del Apóstol se cierra propiamente en el v. 13: síguense luego dos reparos: 14-18 y 19-24 que no son ya una parte esencial de aquella, pero la completan. El judío objeta: si la norma de reclutamiento fuera una elección gratuita, Dios sería injusto. S. Pablo responde: no; porque al tratarse de dones gratuitos, el Éxodo cuya divinidad reconoces como yo, establece por regla el beneplácito divino: “haré obras compasivas a aquel de quien me compadeciere y seré benévolo con quien me pluguiere”[2]; de suerte, concluye el Apóstol, que obtener esos dones:

“No es (asunto) de afanosa voluntad o de carrera veloz, sino de afecto compasivo de Dios”[3].

Alude el Apóstol a la presteza de Esaú y a su afanosa fatiga corriendo al campo por la caza para ofrecerla a su padre y obtener su bendición. El Apóstol confirma la verdad de esa regla con un caso contrario, el de Faraón a quien Dios, no obstante la previsión de su contumacia, concede subir al trono (o continuar en él)[4] para manifestar en su persona el poder divino.

“De suerte, concluye S. Pablo, que Dios se apiada de quien lo tiene a bien y endurece a quien le place”[5].

De esta solución a la primera réplica brota espontáneamente la segunda:

“Entonces, replica el judío, no tiene Dios derecho a vituperar nuestro endurecimiento a la predicación del Evangelio; porque si había decidido ya excluirnos y endurecernos, ¿quién es capaz de resistir a su voluntad?”.

S. Pablo resuelve esta segunda réplica alegando dos razones indirectas y por fin una directa y principal cuya sustancia es: el pueblo judío menos que nadie tiene derecho a oponer contra la bondad divina semejante objeción, siendo así que habiéndole Dios encontrado al tiempo de la predicación apostólica objeto de ira y castigo por sus delitos (alude el Apóstol a la obstinación voluntaria del pueblo judío a la predicación personal de Jesús a quien rechazó y quitó la vida); en lugar de castigarle como sus maldades merecían, continúa todavía soportándole con grande longanimidad prorrogando los plazos de la misericordia y ofreciéndole la predicación de los Apóstoles antes de descargar su indignación. S. Pablo escribía casi 30 años después del vaticinio del Señor y unos diez antes de su cumplimiento. Ya en I Tes. II, 14-16 había el Apóstol descrito con sombríos colores esa actitud de los judíos. Siendo ésta la verdadera situación de las cosas, ¿cómo puede el judío erguir su frente altanera acusando al cielo de injusticia y aun atribuyéndole su propia obstinación, porque al tiempo de dar Dios cumplimiento a sus promesas, a una con el residuo fiel del pueblo de Israel en quien las cumplió religiosamente, tuvo a bien agregar gratuitamente a los gentiles?





[1] Bien que en la Diáspora se diese por el mismo tiempo el fenómeno contrario, aunque en reducidos grupos.

[2] Esta es la diferencia entre ἐλεῶ y οἰκτείρω: el primero significa la compasión en obras; el segundo en el afecto o benevolencia de ánimo.

[3] Había provocado la instancia el ejemplo de Esaú y Jacob; debe advertirse que S. Pablo escribía esta Epístola en el año 57 después de muchos otros de predicación y controversia oral durante la cual había escuchado muchas objeciones de parte de sus adversarios una de ellas la relativa a Esaú.

[4]  El texto masorético lee stetit; en hipil puede significar o “constituere” o “confirmare”; S. Pablo traslada excitavi te, porque concibe la previsión divina como anterior a la elevación del rey. S. Jerónimo “posui te”; y en el mismo sentido podría también traducirse: confirmavi vel obfirmavi, si la previsión se concibe reinando ya Faraón. En el mismo sentido los LXX dan esta versión: conservatus es.

[5] El endurecimiento de que habla aquí S. Pablo no es una acción directa y positiva de Dios que endurezca al hombre. Siendo la sentencia “endurece a quien le place” una conclusión deducida del texto del Éxodo y de la acción de Dios allí significada, como ésta se hace consistir en haber Dios dejado que Faraón reinase a pesar de prever su contumacia, la acción endurecedora de Dios consiste simplemente en esa “permisión” o si se quiere “disposición” cuyo término es “la elevación acompañada de la previsión de la contumacia” y no recae de manera alguna de un modo directo sobre la contumacia misma. Ya se sabe que los hebreos dan con frecuencia al pensamiento una expresión que va más allá de lo que la mente concibe, v. gr. aborrecer por: amar menos.