miércoles, 1 de enero de 2020

El Anticlericalismo y la Unidad Católica, por Mons. J.C. Fenton (VII de VII)


Apéndice: Epistola Tua, de León XIII

La Jerarquía Eclesiástica

Nota del Blog: El siguiente texto está tomado del quinto tomo de la “Doctrina Pontificia” publicada por la BAC, con el tema “Documentos Jurídicos”, año 1960, pp. 3-10.

La introducción corresponde al encargado de la edición del libro, el P. José Luis Gutiérrez García.


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Introducción.

Un incidente “desagradable”, promovido, sin quererlo, por una inoportuna carta del cardenal Juan Bautista Pitra dio motivo a la intervención de León XIII con la carta Epistola tua, que se incluye a continuación y está dirigida al cardenal Guibert, arzobispo de París.

Hasta 1885, el cardenal Pitra, bibliotecario de la santa Iglesia Romana y obispo de Porto, sólo era conocido en los altos medios eclesiásticos y por algún que otro erudito. Pero al día siguiente de la carta por él escrita al abate Brouwers, el nombre de Pitra, llevado en alas del escándalo, se hizo famoso en todo el mundo.

En esta epístola se aplaudía y citaba nominalmente a unos cuantos periodistas y políticos católicos de Francia, España e Italia, algunas de cuyas ideas, exageradamente intransigentes, acababan de ser censuradas por el propio León XIII. La polvareda levantada turbó por un momento la paz de la Iglesia en las referidas naciones. El cardenal Guibert dirigió inmediatamente una carta de adhesión al Papa en la que este ilustre pastor de la iglesia francesa decía

“Que era deber de todos los buenos cristianos, y mayor aún si eran dignatarios de la Iglesia, el agruparse, en los momentos difíciles que corrían, en torno a la persona del Pontífice”.

León XIII contestó al cardenal Guibert con la carta que a continuación traducimos.

¿Qué significado intrínseco tuvo la inoportuna carta del cardenal Pitra? En realidad, éste no se dio cuenta del alcance exterior que iba a tener su escrito. Hombre de grandes virtudes, consagrado siempre a la investigación y al estudio, carecía en absoluto de experiencia social y política. Pero lo más grave de su carta es que, sin pretenderlo tal vez, establecía un enojoso parangón, totalmente inadmisible, entre los pontificados de Pío IX y León XIII.

Al percatarse de las graves consecuencias con que los enemigos de la Iglesia y ciertos católicos no bien orientados querían explotar de sus expresiones, el cardenal Pitra se apresuró a dirigir al Padre Santo una carta tan sincera y tan sumisa, que en ella se revela del cuerpo entero el religioso de eximia virtud, a quien la inexperiencia le hizo dar un mal paso político. La comunicación terminaba con estas palabras[1]:


Yo deploro lo que Vuestra Santidad deplora; yo deseo lo que Vuestra Santidad desea; yo condeno lo que Vuestra Santidad condena”.

Desde el punto de vista de la doctrina, este documento ofrece un especial interés por la distinción que hace León XIII entre “las obligaciones fundamentales que impone a todo Pontífice el ministerio apostólico” y las soluciones concretas que cada Papa tiene que dar a los problemas que presenta “la situación de conjunto de la Iglesia” en un momento dado. Aquéllas señalan la línea de lo permanente en la historia del Pontificado romano. Estas, en cambio, indican el lado variable de las aplicaciones contingentes, que están subordinadas al bien común de toda la Iglesia y han de ser determinadas exclusivamente por cada Romano Pontífice, a la vista de las circunstancias. Por esto, recuerda León XIII, es totalmente equivocado establecer comparaciones entre un Pontífice y otro. En la línea de lo permanente, todos los Papas han cumplido con igual perfección sus deberes. En la línea de la apreciación de los criterios prácticos, es cada Pontífice el que tiene más elementos de juicio y mayor asistencia sobrenatural para acertar con la solución que, hic et nunc (aquí y ahora), es más adecuada a la utilidad de toda la Iglesia. Esta doctrina tiene un valor permanente, sobre todo para quienes, con excesiva facilidad, pretenden intuir cambios, contradicciones, o movimientos pendulares en la acción de gobierno de los Romanos Pontífices.


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[MOTIVO DE LA CARTA]

[1] Tu cariñosa carta[2], mensajera y testigo al mismo tiempo de tu devota voluntad para con Nos, ha aliviado una reciente y no pequeña pena de nuestro espíritu[3]. Fácilmente puedes comprender que no hay para Nos pena más difícil de soportar que la merma de la concordia entre los católicos, o la perturbación de la tranquilidad de los espíritus y de la segura confianza propia de los hijos que se someten de grado a la potestad del padre que los rige. No podemos dejar de conmovernos profundamente con la sola significación de estos daños, ni podemos dejar de cortar rápidamente su peligro.

Se ha publicado recientemente una carta escrita por quien no debía haberlo hecho, cosa que lamentamos; se ha alzado un griterío a consecuencia de ella y han surgido las más variadas interpretaciones de su contenido. Estos hechos no nos permiten callar, porque se trata de un asunto que puede ser desagradable, pero que, sin embargo, tanto en Francia como en otras regiones es oportuno tratar.

[OBEDIENCIA A LA JERARQUÍA]

[2] Ciertos indicios nos demuestran con claridad que no faltan entre los católicos, tal vez por influjo de la época, quienes, descontentos de la obediencia, que es su función, juzgan que pueden tener cierta intervención en el gobierno de la vida cristiana o, al menos, piensan que pueden juzgar a su antojo las decisiones de los que gobiernan la Iglesia.

Criterio totalmente equivocado que, si prevaleciera, causaría un gravísimo daño a la Iglesia de Dios, pues ésta fué establecida por su divino Fundador sobre la base de la distinción de personas y la orden expresa de que unos deben enseñar y otros obedecer; que hay rebaño y hay pastores; y entre los mismos pastores existe uno que es el supremo y el principal de todos ellos. Sólo a los pastores les ha sido dado todo el poder de enseñar, juzgar y regir; al pueblo se le ha mandado que obedezca los preceptos de los pastores, someta su juicio al de éstos, y se deje gobernar, corregir y conducir hacia la salvación.

Es, por consiguiente, absolutamente necesario que todos y cada uno de los cristianos se sometan voluntariamente a sus pastores; y que éstos se sometan a su vez y con ellos al supremo y principal Pastor. En esta obediencia y reverencia voluntarias consiste el orden y la vida de la Iglesia, y son estas virtudes, al mismo tiempo, el presupuesto necesario para obrar rectamente y de acuerdo con el fin a que tendemos. Por el contrario, si se atribuyen autoridad los que carecen de ella, si pretenden ser maestros y jueces al mismo tiempo, si los inferiores en el gobierno de la vida cristiana pretenden seguir un camino distinto del señalado por la legítima autoridad, entonces el orden se rompe, el juicio de la mayoría se perturba y quedan todos desviados del camino.

[EL BIEN COMÚN DE LA IGLESIA ESTÁ A CARGO DEL ROMANO PONTÍFICE]

[3] Y en esta materia se incumple el deber no solamente con el repudio franco de la obediencia debida a los obispos y al mismo Príncipe de la Iglesia, sino también con reticencias y conductas oblicuas, tanto más peligrosas cuanto más ocultas son. Incurren en el mismo pecado los que defienden la autoridad y los derechos del Romano Pontífice, pero no obedecen a sus respectivos obispos, o no aprecian su autoridad en la medida debida, o interpretan sus decretos o decisiones de mala manera, anticipándose así al juicio de la Sede Apostólica.

Denota igualmente cierta insinceridad en la obediencia comparar a un Pontífice con otro. Quienes, ante dos distintas maneras de proceder, rechazan la actual y alaban la pasada, muestran poca obediencia a aquel a quien por derecho deben obedecer para ser gobernados; y tienen, además, cierta semejanza con aquellos que al verse condenados apelan a un futuro concilio o al Romano Pontífice para que examinen de nuevo su causa. En este punto, tengan todos bien presente que, en el gobierno de la Iglesia, exceptuando las obligaciones fundamentales que impone a todo Pontífice el ministerio apostólico, es cada Pontífice dueño de seguir la vía que le parezca más oportuna, a la luz de los tiempos y de todas las demás circunstancias. Esta es competencia exclusiva del Romano Pontífice, porque es él el que tiene para estos casos una singular luz en el don de consejo, y el que tiene una visión más completa de la situación de Iglesia, para ajustar a ella una respuesta que esté de acuerdo con su apostólica providencia. Es el Pontífice el que cuida del bien común de la Iglesia, al cual se subordina la utilidad de sus distintas partes; los demás, todos sin excepción, deben colaborar con las iniciativas del rector supremo y seguir con obediencia los planes que éste traza. La Iglesia es una; es uno también el que preside; uno debe ser también el gobierno al que todos deben necesariamente someterse.

[4] Si esta doctrina se olvidara, no quedaría en el católico ni la reverencia hacia el guía dado por Dios, ni la confianza, ni el respeto; relajaríase el vínculo de la obediencia amorosa que mantiene unidos a los fieles con sus obispos, y a éstos y aquéllos con el supremo Pastor de todos, vínculo de cuya existencia depende fundamentalmente la incolumidad de la salud pública. Igualmente, se abriría amplio camino para la división entre los católicos, con la muerte de la concordia, que debe ser considerada siempre como característica de los seguidores de Jesucristo y que, en todo tiempo, pero principalmente ahora, cuando tantos enemigos se coaligan, debe ser ley suprema de todos, ante la cual todo interés personal debe ceder por completo.

[ADVERTENCIA A LOS PUBLICISTAS CATÓLICOS]

[5] Esta obligación toca a todos, pero muy especialmente a los periodistas, porque si éstos no tienen un ánimo pronto a la obediencia y dócil a la disciplina, tan necesaria en todo católico, es muy probable que los males que lamentamos sean alimentados y esparcidos por la propia prensa. En todo lo referente a la acción religiosa de la Iglesia en la sociedad, es obligación del periodista, como de cualquier otro católico, someterse completamente al episcopado y al Romano Pontífice, cumplir y divulgar los mandatos de éstos, adherirse de pleno corazón a sus iniciativas, obedecer sus decretos y procurar que todos los demás los obedezcan. Si alguno obrase en contrario para ayudar a los proyectos de aquellos cuyos propósitos reprobamos en esta carta, se apartaría de su noble función y no podría en modo alguno alabarse de servir a la Iglesia, pues obraría de un modo parecido al que tiene el que ama la verdad católica a medias o disminuida, o la ama con límites.

[6] Para hablar contigo de estos asuntos, querido hijo nuestro, nos han movido la confianza de que esta carta sería oportuna en Francia, el conocimiento que de tí tenemos y la manera de obrar que has seguido en estos difíciles tiempos. Con tu acostumbrada constancia y fortaleza has querido defender con virilidad y públicamente los valores de la religión y los sagrados derechos de la Iglesia. Pero has sabido unir la serenidad de juicio, digna de la noble causa que defiendes, con la fortaleza necesaria, y siempre has dado a entender que procedes con espíritu libre de pasión y plenamente sumiso a la Sede Apostólica, y devotísimo de nuestra persona. Gustosamente manifestamos con esta carta nuestra aprobación y nuestra benevolencia; sólo lamentamos que tu salud no sea del todo cual Nos desearíamos. Con intensa oración pedimos a Dios que te la restituya y que una vez restituida te la confirme.

Como augurio de los beneficios divinos, cuya abundancia imploramos para ti, impartimos con cariño la bendición apostólica sobre tu persona, querido hijo nuestro, y sobre todo el clero y pueblo de tu archidiócesis.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 17 de junio de 1885 año octavo de nuestro pontificado.



[1] Nota del Blog: Todos los documentos en cuestión pueden leerse en español AQUI a partir de la página 89 de la revista: tenemos la carta del Cardenal Pitra que inició todo el asunto, la carta del Cardenal Guibert a León XIII, la respuesta del Papa que aquí reproducimos y, por último, la del Cardenal Pitra al Papa sometiéndose por completo y deplorando el escándalo causado.

[2] León XIII, carta al cardenal Guibert, arzobispo de París, 17 de junio de 1885.

[3] La carta del cardenal Guibert fué escrita el 4 de junio de 1885. En ella se lee el siguiente párrafo:

Durante mi larga carrera de 44 años de episcopado, a través de muchas y variadas agitaciones y acontecimientos, más de una vez se ha ofrecido a mi espíritu el pensamiento de que el Jefe de la Iglesia debería tomar tal medida o evitar aquella otra. Pero Dios, por su gracia, me ha hecho siempre comprender que no había recibido de Jesucristo la asistencia personal que ha sido prometida a Pedro y a sus sucesores, y la experiencia me ha demostrado que los Papas bajo los que he vivido han gobernado sabiamente la Iglesia, como habían hecho durante dieciocho siglos todos los que les han precedido” (ASS 17 [1885-1886] 10-11).