martes, 17 de diciembre de 2019

El Israel de las Promesas, por el P. Murillo (II de VIII)

Reconozcamos ante todo que el Apóstol en la sección Rom. IX-XI plantea en efecto y resuelve el problema sobre el cumplimiento de las promesas hechas a Israel en el Antiguo Testamento. Recapitulando en VIII, 28-30 los dones que deposita el Evangelio mediante la justificación en el alma del creyente, S. Pablo presenta a los justificados bajo la égida omnipotente de la Providencia, la cual desenvuelve y realiza en sus protegidos paso a paso por todo el curso de su vida, el plan completo de la predestinación eterna, haciendo corresponder a ella en el tiempo, primeramente la vocación eficaz, luego la justificación y por último la glorificación final como otros tantos anillos indefectiblemente eslabonados entre sí en la vida del fiel con tan firme consistencia que de parte de Dios, y si por la del creyente no queda, la imagen de Jesús primogénito se va dibujando y perfeccionando en sus hermanos hasta la consumación perfecta, de suerte que la marcha de los acontecimientos durante la carrera del fiel una vez justificado, vaya constantemente convergiendo al cumplimiento puntual del plan divino. Ante ese espectáculo grandioso de la sabiduría y poder de Dios empleados con desvelo paternal en hacer servir al creyente la creación entera, el Apóstol exclama: Dios, como veis, está decididamente de nuestra parte: ¿qué poder contrario será bastante a impedir la obra divina de vuestro glorioso destino? ¡Yo estoy completamente cierto que ni nada n nadie podrá contrastar esa vuestra marcha de triunfo hacia aquel venturoso desenlace! La descripción primero que a nadie, emociona al mismo Apóstol; porque él como nadie sabe apreciar el tesoro inestimable que se encierra en la posesión de los dones aportados por el Evangelio. Por eso le asalta un pensamiento que le contrista; muchos de sus hermanos según la carne están privados de dicha tan inefable y en el ardor de su caridad aceptaría de buen grado ser anatema de Cristo por ellos, es decir, cambiar, si fuera posible, los papeles y verse él privado de la posesión de Cristo en reemplazo de los hombres, como Cristo se había hecho maldición en reemplazo de los hombres (Gal. III, 13). Empieza, pues, la sección siguiente con una sentidísima protesta de su más acendrado afecto al pueblo judío cuyas augustas prerrogativas es el primero en reconocer. Pero al llegar en su enumeración a la de depositario de las promesas (Rom. IX, 4) se renueva con mayor fuerza el reproche tantas veces escuchado en las sinagogas judías desde Damasco hasta Corinto donde escribe: “¡Si Jesús es el Mesías, esas promesas quedan frustradas! Porque ¿a quién fueron hechas sino a la posteridad de Abrahán? ¿Y no somos nosotros esa posteridad? ¿Cómo, pues, nos vemos excluidos de las bendiciones del Evangelio?”.

S. Pablo no puede dejar sin solución un reparo que tan gravemente compromete los atributos de la liberalidad y fidelidad divinas que tan esplendentes brillan precisamente en la obra de la restauración que acababa de describir: por eso exclama en el ν. 6: Οὐχ οἷον δὲ ὅτι ἐκπέπτωκεν ὁ λόγος τοῦ Θεοῦ, “¡Pero no tal, que haya fallado la palabra de Dios!”. El Apóstol niega resueltamente la subsistencia de semejante corolario: la exclusión de los judíos no lleva consigo el incumplimiento de las promesas divinas; y en efecto, a esta conclusión conduce el razonamiento desenvuelto en 6b-13, enlazado con 6a por la causal γὰρ (en efecto). El Apóstol, pues, aborda indudablemente el espinoso problema. Veamos cómo lo resuelve.


Digo resueltamente que no ha fallado la palabra o promesas de Dios, “porque no todos los que (proceden) de Israel, esos (sin más) constituyen el Israel (de las promesas), ni por ser semilla de Abrahán son (ya y por ese solo título) todos hijos (herederos de las promesas)”, sino: “por Isaac te será evocada la posteridad (que lleve tu nombre)”. Para poner más de relieve su pensamiento, S. Pablo declara el alcance que lleva envuelto el caso de Isaac con la historia religiosa de Israel añadiendo: “esto es, no los hijos de la carne, esos son (ya y sin más) hijos de Dios (hijos de Abrahám en orden a las promesas): sino los hijos de la promesa son computados en la semilla (o posteridad heredera de las mismas)”.

Pata evitar confusión advirtamos que no son lo mismo “las promesas” de cuya herencia se trata, y “la promesa” de la que se dice ser hijo Isaac. “Las promesas” tienen por término las bendiciones mesiánicas, y están expresadas en aquel vaticinio: “en ti, es decir, en tu posteridad, serán bendecidas todas las razas de la tierra” pronunciado en la vocación de Abrahán (Gen. XII, 3) y repetido en Gen. XVIII, 18; XXII, 18; XXVI, 4; XXVIII, 14. La promesa de la que es hijo Isaac, es la que hace a Abrahan y Sara en Gen. XVIII, 10-14 prometiendo el nacimiento de aquel hijo. La intimación: “por Isaac te será evocada la posteridad” se hace más tarde en Gen. XXI, 12, designando a Isaac como heredero de las prerrogativas patriarcales y excluyendo de ellas a Ismael.

El razonamiento de S. Pablo en 6b-8 es éste: al concepto erróneo de los judíos sobre la posteridad patriarcal como representante, sujeto y heredero por título promisorio de las bendiciones mesiánicas, que el judío pretende ser todos los israelitas por el solo título de procedencia carnal, S. Pablo, apoyado en Gen. XXI, 12, sustituye el concepto verdadero: los computados por Dios como posteridad escogida para depositarios y herederos de las promesas mesiánicas no son, como pensáis, los que proceden de Abrahán sólo según la carne: si así fuera, ¿por qué no lo sería Ismael?; sino los que, como Isaac, nacen en virtud de una intervención divina ulterior. Las promesas, según eso, quedan en pie, aunque no todos los israelitas las disfruten, pues no fueron hechas a todos. S. Pablo llama “filiación” o “nacimiento según la promesa” en los miembros de la posteridad escogida, a la acción que Dios hace de ellos mediante una elección especial separándolos de los no escogidos, y la razón de asemejarlos a Isaac está en que, como él, son reclutados para el grupo escogido mediante una intervención singular.

Pero el canon formulado por S. Pablo en IX, 8 puede tener dos sentidos:

1)No los hijos de la promesa o elección (sean o no descendientes de Abrahán en la carne) son los hijos de Dios, herederos de las promesas, aquellos que al tiempo de presentarse en el mundo el Mesías han de entrar en el goce de las bendiciones mesiánicas”.

2)No los hijos de Abrahán sólo según la carne, sino los que además nacen según la promesa o elección, esos son los hijos de Dios, aquellos que, a través de la historia desde Abrahán hasta Cristo, representan en la serie sucesiva de las generaciones israelíticas hasta la contemporánea del Mesías los depositarios de las promesas y sus primeros usufructuarios”.

La diferencia de sentidos es patente: en el primer caso, la mirada de Dios va desde luego, saltando la historia intermedia de Israel, a la generación contemporánea del Mesías, designando proféticamente como herederos de las promesas a los que entonces serán llamados al goce de las bendiciones: a los creyentes de la época mesiánica, sean o no descendientes de los Patriarcas según la carne, y aun cuando entre ellos no se hallase judío alguno. Según esta interpretación, el canon enunciado en el v. 8 no habla de una selección dentro de la posteridad de Abrahán y entre los miembros de la misma: no se trata del período desde Abrahán hasta Jesucristo, ni de los depositarios y representantes sucesivos de las promesas durante el mismo, sino sólo de la época mesiánica. En este supuesto, S. Pablo declararía que las promesas se hacen al Israel κατὰ πνεύμα (según el espíritu), y este sería el concepto sustituido al erróneo de los judíos sobre el Israel heredero de las promesas. S. Pablo resolvería la dificultad negando que las promesas hayan de cumplirse, porque no le fueron hechas, en el Israel κατὰ σάρκα (según la carne).

En el 2º la mirada de Dios se circunscribe sólo a la serie de generaciones sucesivas dentro del pueblo israelítico hasta el Mesías, señalando los representantes y depositarios sucesivos de las promesas hasta la generación contemporánea de Cristo, en la cual se hará como repetidamente en las generaciones precedentes, una selección, entrando los escogidos en la posesión de las bendiciones; bien que al mismo tiempo, aunque no a título de cumplimiento de una palabra empeñada, con los judíos escogidos, serán también llamados muchos gentiles. Lo que S. Pablo quiere decir y dice es que si bien para pertenecer al Israel sujeto o depositario de las promesas en el Antiguo Testamento, y su poseedor en la época mesiánica, se requiere pertenecer a la posteridad carnal de los Patriarcas, a este requisito debe agregarse ulteriormente una selección singular de Dios.  En este caso, S. Pablo sostiene que el heredero ahora y poseedor después de las promesas es por título directo el Israel κατὰ σάρκα (según la carne), bien que entendido en el sentido diverso del que le dan los objetantes.