III LA EPIFANIA
La Epifanía
encierra verdaderamente toda la plenitud de salvación que comporta la venida de
Cristo. Su
solo nombre lo indica ya. Epifanía significa aparición, manifestación. Es el
término técnico usado en la antigüedad para designar la visita del Emperador.
Cuando el emperador romano visitaba sus provincias, se le hacía gran recibimiento
y brillantes fiestas, que él correspondía concediendo grandes favores y privilegios
a la ciudad y sus habitantes. El privilegio más estimado era el título de
ciudadano romano que otorgaba el emperador.
1. Es muy
significativo ver con qué orgullo la primitiva Iglesia, que no tenía todavía
poder político o cultural, designaba la venida de su Cristo con el nombre de
"Epifanía". Siempre ha visto en El al Rey del imperio eterno, que
honra con su visita al mundo y en particular a la ciudad de Jerusalén, para
colmarla con la plenitud de su gloria.
Apenas si habrá otra Misa que contenga mayor brillo y
más intensa luz que la Misa de la aparición del Señor.
"He aquí que viene el Señor Dominador: el poder
está en su mano, la potencia y el imperio, (Introito).
Levántate, ilumínate, oh Jerusalén, porque viene tu
luz, y se ha levantado sobre ti la gloria del Señor. Porque las tinieblas
cubrirán la tierra y la obscuridad a los pueblos; más sobre tí se levantará el
Señor y en tí se verá su gloria. A tu luz caminarán las naciones y los reyes al
resplandor de tu aurora" (Epístola).
"Al aparecer vuestro Hijo en nuestra carne mortal,
ha restaurado nuestra naturaleza en El, comunicándole el esplendor de su
inmortalidad" (Prefacio).
Esta entrada
triunfal y luminosa del Hijo de Dios en la creación, concierne exclusivamente a
"Jerusalén" la Ciudad Santa de Dios, que encuentra su continuación
espiritual en la Iglesia: por medio de ella ha de establecerse la dominación de
Cristo Rey.
La universalidad de este poderío se advierte en la segunda mitad de la
Epístola:
"Levanta los ojos y mira alrededor de tí: todos
estos se han reunido y vienen a tí: tus hijos vendrán de lejos y tus hijas se
levantarán de todas partes. Entonces verás y estarás en la abundancia, tu
corazón se admirará y se dilatará cuando veas volverse hacia tí las riquezas
del mar y la fuerza de las naciones".
¿Qué son estas
turbas, estas, multitudes de santos, el establecimiento de este reino
universal, sino la realización de las promesas del Adviento sobre la venida del
Señor en gloria y poder? Esto es lo que la Iglesia celebra anticipadamente en
la solemnidad de la Epifanía. Junta, en una perspectiva única, las promesas y
su realización y las reúne en una sola celebración desde el Adviento hasta Epifanía.
Esto es lo que confiere al ciclo de Navidad su belleza singular.
Pero, ya lo
hemos visto más arriba, la Iglesia no sólo nos recuerda con palabras estos
misterios; hace algo más: por medio de los sacramentos nos los hace presentes y
eficaces. Hay en este día de la Epifanía una sorprendente similitud entre la
entrada triunfal de Cristo en el mundo como "Imperator" y la subida
del Pontífice o del sacerdote al altar en el instante de cantar el Introito:
"He aquí que viene el Señor Dominador, el poder está en su mano, y la
fuerza y el imperio…". Sin embargo, esta gloria real no reposa solamente
en el sacerdote, aunque sea el representante de Cristo por un título especial;
también recae sobre los fieles que llevan sus ofrendas al altar, sobre aquellos
cristianos que mediante el don de sí mismos se incorporan a la ofrenda de
Cristo. Este cortejo va acompañado de un canto que pone en relieve en forma
admirable el carácter real, el "regale sacerdotium" del pueblo de
Dios:
"Los reyes de Tarsis y las islas ofrecerán
presentes; los reyes de Arabia y de Sabá le traen sus dones y todos los reyes
de la tierra lo adoran, todas las naciones lo sirven".
Apenas si es necesario hacer notar las enseñanzas que
de esto se desprenden para el pueblo cristiano, en días de inquietud como los
que vivimos. A través de los siglos, la Iglesia festeja, llena de orgullo, la
"epifanía" de su Rey. Ninguna potencia terrestre puede asustarla o
intimidarla, porque tiene la certidumbre del triunfo final de su Cristo, en
aquel día, como lo dice San Pablo, en que destruido todo imperio, dominación y
poder, no habrá lugar sino para el Reino del Señor Jesucristo (I Cor. XV, 25).