Cementerio Judío. Monte de los Olivos. |
V
NO QUEDARA PIEDRA SOBRE PIEDRA
Lc. XXI, 6
Las más antiguas profecías
que anuncian la dispersión de los judíos se remontan a una alta antigüedad; las
leemos en el libro del Deuteronomio, escrito por Moisés, allá por el año 1.400
antes de Cristo.
Su realización es fácil de
verificar: se trata da hechos históricos.
Se cuenta que un día
Federico el Grande, el amigo de Voltaire, de quien compartía las ideas filosóficas,
deseando poner en apuros a uno de sus capellanes, le dijo: "Quisiera que Ud. me diera en una palabra la
prueba de la veracidad de la Biblia". El capellán, sin vacilar,
contestó al rey: "¡Israel, señor!".
La historia de Israel es, en efecto, LA PRUEBA RACIONAL MAS CONVINCENTE
DEL CUMPLIMIENTO DE LAS PROFECIAS.
Los hechos históricos son
incontestables y su estudio nos revela, como a Federico el Grande, la veracidad
de la Palabra de Dios. El pueblo judío ha
quedado como una señal, como Isaías
lo anunciaba. Después de su destrucción quedará como "mástil en la
cumbre de un monte y como bandera sobre una colina", si, verdaderamente,
"Dios vela sobre su palabra para cumplirla"
(Jer. I, 12).
Recordemos primero dos
hechos: el cautiverio de Babilonia en el siglo VI antes de Cristo y la toma de
Jerusalén por Tito, que provocó la dispersión de Israel el año 70 después de
Cristo.
Moisés desde el año 1.400,
anunciaba este futuro lejano con precisión. Si el pueblo fuere infiel a Dios
desobedeciéndole caerá sobre él la maldición:
"Yahvé te transportará a ti y al rey que pongas sobre ti[1], a un pueblo desconocido de ti y de tus padres; y allá servirás a
otros dioses, a leño y piedra (de que son hechos). Y vendrás a ser un objeto de espanto, de proverbio y de befa entre
todos los pueblos adonde Yahvé te llevará (…) servirás a tus enemigos que Yahvé enviará
contra ti, en hambre, en sed, en desnudez y todo género de miserias. Él pondrá
sobre tu cuello un yugo de hierro, hasta aniquilarte”.[2]
(Deut. XXVIII, 36-37 y 48).
Pero la profecía de Moisés
es aún más clara al tratar de la toma de Jerusalén por Tito:
"Yahvé hará venir contra ti, desde lejos, desde los cabos de la tierra,
con la rapidez del águila, una nación cuya lengua no entiendes, gente de
aspecto feroz, que no tendrá respeto al anciano ni compasión del niño. Devorará
el fruto de tu ganado y el fruto de tu tierra, hasta que seas destruido; pues
no te dejará trigo, ni vino, ni aceite, ni las crías de tus vacas y ovejas,
hasta exterminarte. Te sitiará en todas las ciudades de tu país entero, hasta
que caigan tus altas y fuertes murallas en que confiabas; te sitiará en todas
tus ciudades, en todo el país que Yahvé, tu Dios, te habrá dado. En la angustia y estrechez a que te
reducirán tus enemigos, comerás el fruto de tu seno, la carne de tus hijos y de
tus hijas que Yahvé, tu Dios, te habrá concedido. El hombre más delicado y
más regalado de entre vosotros mirará con malos ojos a su hermano, a la mujer
de su corazón, y al resto de sus hijos que le queden, pues no quiere dar a
ninguno de ellos de la carne de sus hijos que él comerá, por no quedarle nada
en la angustia y estrechez a que te reducirán tus enemigos en todas tus ciudades”[3] (Deut. XXVIII, 49-55).
"Te esparcirá Yahvé por entre todos los pueblos, de un cabo de la tierra
hasta el otro cabo de la tierra; y allí servirás a otros dioses que ni tú
ni tus padres conocisteis, a leño y piedra. Y entre esos pueblos no encontrarás reposo ni descanso para la planta
de tu pie; pues allí te dará Yahvé un corazón tembloroso, ojos decaídos y un
alma abatida. Tu vida estará ante ti como pendiente de un hilo, tendrás miedo
de noche y de día, y no confiarás de tu vida. A la mañana dirás: ¡Ojalá que
fuera la tarde!, y a la tarde dirás: ¡Ojalá que fuera la mañana!, a causa del
miedo que agita tu corazón y a causa de lo que tus ojos verán” (Deut. XXVIII,
64-67).
Así, pues, después de la
toma de Jerusalén, el año 70 de nuestra era, los judíos comenzaron a
expatriarse entre todos los pueblos. Ellos iban llevando su ruina, a veces
también su riqueza y su espíritu de empresa a través del mundo. Pero es preciso señalar un hecho
sorprendente, único en la historia: al paso que todos los pueblos de la antigüedad
han desaparecido, la raza judía queda, y se mantiene fuerte y poderosa a pesar
de una dispersión de veinte siglos. Además los judíos dispersos, mezclados a
civilizaciones diversas, han guardado intactos sus hábitos, sus costumbres, las
prescripciones de su culto, alimenticias, higiénicas, etc. Su raza permanece
indestructible.
Y, sin embargo, no hay sobre la tierra un pueblo más hostilizado, más perseguido,
más maldecido que el pueblo judío. La Edad Media quería exterminarlo[4]. Y todo esto, Moisés lo había
profetizado, diciendo:
"El ruido de una hoja que se vuela, los pondrá en fuga, huirán como
quien huye de la espada, y caerán sin que nadie los persiga" (Lev.
XXVI, 36).
Recordemos los
"pogroms" contra los judíos en la Rusia de los Zares, donde fueron
exterminados por millares. Bien había dicho Isaías que los judíos serían despreciados, abominado de las gentes y
esclavo de los tiranos (Is. XLIX, 7).
Pero Dios velaba sobre su
pueblo y su pueblo vive.
En cuanto a su existencia
errante, siempre amenazada, mezclada con las naciones sin tomar de ellas las
costumbres, ¿no es éste, acaso, un hecho asombroso?
Se ha observado en los
Estados Unidos, donde conviven tantas nacionalidades distintas, que después de
20 o 30 años a lo sumo, de permanencia en el país, no se puede distinguir un
individuo de origen francés, del de origen inglés o alemán. Estos expatriados
que tienen una tierra y una ciudad de origen aparecen todos fundidos, después
de ese corto período de tiempo, en el crisol americano.
Y los judíos que no tienen ni tierra, ni ciudad, por la acción de
factores que carecen de explicación humana, han conservado todos sus caracteres
de raza "aparte", su entera personalidad, su homogeneidad sorprendente,
y esto, en todas partes, a través del mundo. Se agrupan entre sí, se sostienen,
se ayudan mutuamente para conseguir las mejores colocaciones. Dotados de una
fuerte inteligencia práctica, forman una "pequeña nación" en las grandes
naciones donde viven provisoriamente.
Ved aquí la realización
profética de la tutela de Dios para la segregación de su pueblo. Balaam contemplaba
desde Phasga las tiendas de Israel y exclamaba:
"Desde
la cima de las peñas le veo,
desde
lo alto le estoy contemplando:
es
un pueblo que habita aparte,
y
no se cuenta entre las naciones" (Núm. XXIII, 9).
La segregación del pueblo
de Dios es un hecho que domina toda su historia, desde Abrahán. Este hecho
histórico y divino, a la vez, ha persistido en la dispersión.
Los judíos se agrupan. Todas las ciudades de Europa tienen su barrio
judío, donde se desarrollan las pequeñas industrias particulares de este pueblo
y donde podemos encontrar numerosas carnicerías "kosher", en que la
carne ofrecida proviene de animales que han sido muertos según los ritos mosaicos.
Podemos señalar, además,
un hecho muy curioso: las disposiciones tomadas en el transatlántico "Normandie"
para permitir a los israelitas continuar fieles, aún en viaje, a sus
prescripciones particulares llegan hasta proporcionarles vajilla especial,
cocina aparte, etc.
***
Acabamos de recordar las
dispersiones del pueblo de Dios y su aislamiento en medio de las naciones;
hemos también de considerar el país y la ciudad de Jerusalén.
Las amenazas de Dios
contra la tierra y la ciudad santas, han sido renovadas, después de Moisés, por
los profetas. Casi todos ellos han vaticinado, con mucha anterioridad, los
desastres que debían descargarse sobre la tierra que antes manaba leche y miel.
"Convertiré vuestras ciudades en desiertos", decía el Eterno;
"y asolaré el país" (Lev.
XXVI, 31-32). Sólo crecerán zarzas y los espinos (Is. V, 6).
Es necesario haber conocido la desolación de Palestina, hace diez años,
para comprender estas profecías; hay que haber visto ese suelo pedregoso, esos
lugares desiertos, esos matorrales de cactus espinosos, esas hierbas secas
donde pastaban escasos rebaños de cabras negras, para ver cómo se ha realizado
la maldición de Dios.
A la vista de esta aridez
yo me decía: ¿Cuándo será que el desierto
y la tierra árida podrán regocijarse, como lo anunció el profeta Isaías? (XXXV,
1).
Si dirigimos nuestras
miradas sobre Jerusalén, vemos cómo el castigo del Señor está claramente
escrito sobre la ciudad de David. El abandono que la agobia permite comprobar
la gravedad del pecado de Israel.
El aniquilamiento de la
ciudad de Jerusalén fué total en el año 70. Las lamentaciones de Jeremías, en
la época de su ruina por Nabucodonosor, sobrepasan ciertamente la devastación
de entonces, ya que si grande fué esta devastación, con todo, no fué completa.
Las lamentaciones se
dirigen también al tiempo de Tito y a los siglos siguientes cuando
"sentada en la soledad", Jerusalén "ha sido reducida a
servidumbre" (Lam. I, 1).
¡Servidumbre romana,
primero, y luego servidumbre musulmana!
También Miqueas había
anunciado un sombrío porvenir a la ciudad antaño "tan poblada".
"Sión será arada como un campo". "Jerusalén será un montón de escombros" (Miq. III, 12).
Sabemos que efectivamente el emperador Adriano, en 132, hizo pasar el
arado sobre la explanada del templo. "Sión labrada como un campo". ¿Y
no se realizó acaso a la letra la profecía de Jesucristo? Sus discípulos habían
elogiado la fábrica del templo construido con tan bellas piedras. "De esto
que véis, vendrán días en los cuales no será dejada piedra sobre piedra que no
sea derribada". Y dijo también: "Jerusalén será pisoteada por (las) naciones hasta que se cumplan (los) tiempos de (las) naciones” (Luc. XXI, 6.24).
Si el “tiempo de las naciones” comienza desde
el cautiverio de Babilonia, sólo con Tito la ciudad fué realmente hollada. El
arruinó especialmente el templo; Adriano hizo arar el suelo donde estuvo colocado,
y cuando Juliano el Apóstata -- para hacer mentir a Cristo — quiso volverlo a
levantar salió un fuego del suelo, al intentarse la excavación de los nuevos
cimientos.
La destrucción total de un templo como el de Jerusalén es inexplicable.
Tenía, por cierto, tanta solidez como sus antepasados del Valle del Nilo cuyas
macizas columnas se yerguen aun ahora imponentes, gigantescas; tenía más
resistencia que los templos griegos y romanos de Atenas, de Corinto, de Baalbek
y de Palmira, cuyas ruinas son todavía tan importantes.
En Jerusalén no queda nada.
Un peñasco guardado bajo la cúpula azul de la mezquita de Omar, un resto
de basamento, algunos cubos de piedra para que los judíos puedan, junto a
ellas, llorar cada viernes.
"Porque son muchos mis suspiros, y mi corazón desfallece. ¡Oh muro de la
hija de Sión, derrama, cual torrente, tus lágrimas noche y día" (Lam.
I, 22; II, 18).
Jeremías había visto bien: un torrente de lágrimas, ¡el muro del llanto!
La población judía de Jerusalén quedó reducida durante siglos a los
pocos ancianos que venían allí a terminar sus días, en su querida Sión, sin
fiestas ya, sin altar y sin sacrificio. Sus tumbas orlan por centenares el
flanco del Monte de los Olivos.
El muro del llanto y piedras sepulcrales. He aquí el
montón de piedras predicho por Miqueas y sobre el que lloró Jeremías.
***
Cuando se ha conocido todo esto y se contempla ahora el trabajo de
transformación que se está efectuando hace más de diez años en la tierra de
Israel, aparece como muy verosímil que corresponda a nuestros días la
realización del oráculo del apóstol Pablo, que anuncia la reintegración de los
Judíos a la verdadera fe y la futura reconstitución de su vida nacional. "¿qué será su readmisión, exclama el apóstol, sino vida de entre
muertos?" (Rom. XI, 15).
[1] Se trata evidentemente del rey Sedecías, que fué transportado a
Babilonia.
[2] Dios ordenó a Jeremías (cap. XXVII) llevar un
yugo sobre sus espaldas, para simbolizar al que Dios haría cargar al pueblo si
no se arrepentía.
[3] Flavio Josefo, el historiador del sitio de
Jerusalén, nos ha dicho que las mujeres devoraban a sus hijos a causa del hambre
que las torturaba.
[4] Nota del Blog: Se hubiera deseado un poco más de precisión… en todo caso, dato sed non concesso, no fue la Iglesia
la que buscó exterminarlos.