En tercer lugar, el dolor y el amor. El
dolor es demasiado hermoso para ser amado, decía Bloy; y nunca lo separaba
de la idea de la muerte, que era para él una idea dulce y llena de consuelo;
pues sabía que la muerte es una simple transfiguración de la vida. Repetía con
frecuencia aquellas palabras del Prefacio de la Misa de Difuntos: "La vida
se muda, no se quita", Vita mutatur,
non tollitur.
¡Qué felicidad la de ser cristianos, la de
saber que la muerte es algo que no es; algo que en realidad consiste en una confusión,
en tomar una cosa por otra; y que la vida de este gran mundo es una ilusión tan
perfecta! El Paraíso perdido es el camposanto; y del único modo que se lo recupera,
es aprendiendo a morir. (La
Femme Pauvre).
Cuando pedimos a Dios el dolor, escribe en una
de sus obras, siempre somos exaudidos.
Os voy a leer otra página
de Bloy:
Hace
ya más de treinta años que deseo alcanzar la santidad. El resultado me da vergüenza
y miedo. Siempre me queda el hecho de
haber llorado, ha dicho Musset. Ese es, también, mi único tesoro; pero es tanto
lo que he llorado, que mi tesoro vale una fortuna. Eso es lo que llevamos al
morir: las lágrimas que hemos llorado y las que hemos hecho llorar a otros,
capital de beatitud y de espanto. En las lágrimas seremos juzgados; porque el
Espíritu de Dios siempre es llevado sobre las aguas. No os deseo otra cosa. Quisiera
que estuvieseis a los pies de Jesús, y que no os faltasen muchas lágrimas.
Quare tristis es, anima mea? Por qué estás triste alma mía y por qué me
perturbas? Spera in Deo. Al leer el comienzo sublime de la Misa, muchas veces
he derramado de esas lágrimas que valen más que los cánticos y que ponen al
corazón en las praderas del Paraíso. Sois de esos a quienes Dios busca. Quaerens
me sedisti lassus. "Yendo en mi busca, fatigado, te sentaste." Tratad
de que os encuentre, id vos mismo al encuentro de ese pastor. Os hará llorar de
tal modo, que ya no os será posible sufrir más. (L'Invendable).
***
Un cuarto tema fundamental en la obra de Bloy, es el de la santidad.
Voy a leeros una página incomparable, que expresa los modos que emplea Dios en
el tratamiento de sus amigos para que, conociéndose a sí mismos, aprendan a
poner su confianza, únicamente, en su misericordia.
Decía, pocos años antes de
su muerte, en una carta escrita a Juan de Laurencie:
Lo
poco que tengo es lo que Dios me ha dado, sin que haya mediado esfuerzo alguno de
mi parte. Y bien, ¿qué he hecho de
esos dones? El peor de los males no es el de haber cometido muchos crímenes; es
el de no haber dado cumplimiento al mucho bien que se hubiera podido hacer. Es
el pecado de omisión, del cual nadie se acusa, y que podría también llamarse el
pecado de no-amor. El que me observara todos los días, durante la primera misa,
me vería llorar con frecuencia. Esas lágrimas, que podrían ser santas, son más
bien de una gran amargura. Cuando eso ocurre, no es porque piense en los
pecados que cometí, algunos de los cuales son enormes. Pienso en lo que hubiera
podido hacer y no hice, y os aseguro que es terrible.
No me digáis que ese es el caso de todo el
mundo. Dios me había dado el sentido, la necesidad, el instinto —no sé cómo
decirlo— de lo Absoluto, así como ha dado espinas al puercoespín, y
una trompa al elefante. Don extremadamente raro, que he sentido en mí desde la
infancia, facultad más peligrosa y más torturante
que el mismo genio, puesto que implica el deseo constante y furioso de lo que
no existe sobre la tierra y procura al que lo posee un aislamiento infinito. Podía
haber sido un santo, un taumaturgo. No soy más que un literato.
Hay quienes admiran algunas de mis páginas, sin
sospechar que son apenas el residuo de un don sobrenatural odiosamente
estropeado por mí, y del cual tendré que dar cuenta en un juicio terrible. Es
evidente que no he cumplido con lo que Dios quería de mí. En cambio, me he pasado
la vida soñando en lo que yo quería de Dios; y he aquí que al llegar a los
sesenta y ocho años, sólo tengo en las manos un montón de papeles. Yo sé que
vais a decir que es una exageración, que es una fineza de mi humildad. Nada de
eso. Cuando uno está solo en presencia de Dios, a la entrada de una avenida muy
oscura, no se carece del discernimiento de sí mismo, y el lugar no es apropiado
para presumir. La verdadera bondad, la pura buena voluntad, la sencillez de los
niños, todo lo que suscita el beso de Jesús, estoy seguro de no tenerlo; y estoy
seguro de que nada puedo dar a esos pobres corazones que sufren esperando
nuestro auxilio. Esa es mi situación en cuanto a usted se refiere, querido
amigo. Es indudable que puedo rogar por usted, sufrir con usted y por usted,
tratando de llevar un poco de su carga; pero la gota de agua sacada de un cáliz
del Paraíso terrestre, es cosa que no puedo ofrecerle. Hoy he sentido como un
deber la necesidad de decírselo, para que no contara demasiado con una criatura
débil y llena de dolor.
— Muy desdichada has de
ser, le dijo un sacerdote que la había visto llorando delante del Santísimo
Sacramento, y que, por suerte, era un verdadero sacerdote.
— Soy perfectamente feliz,
contestó ella. No se entra en el Paraíso mañana ni pasado mañana ni dentro de
diez años; se entra hoy en el Paraíso, cuando se es pobre y se está crucificado.
— Hodie mecum eris in
paradiso, murmuró el sacerdote, y se alejó trastornado de amor.
—No hay más que una
tristeza, le había dicho ella, la última vez, y es la de NO SER SANTOS.
(La Femme Pauvre).