sábado, 16 de julio de 2016

León Bloy, por Jacques Maritain (IX de XII)

  Dejemos esta digresión, y volvamos a ocuparnos del sentido profundo que Bloy tenía del misterio y del dolor, y que he señalado como principal característica de su obra. He aquí dos pasajes que dan una idea precisa de ese aspecto, sacados de La Femme Pauvre y de L'Ame de Napoléon.

   Después de haber descripto la casa, de una miseria repugnante, en que se acaban de alojar los dos héroes de La Femme Pauvre, Clotilde y Leopoldo, con el hijito de ambos, Bloy describe la muerte de este último:

   Fué entonces que ella advirtió, sorprendida, que desde hacía una semana su hijito estaba durmiendo casi continuamente, y que siempre tenía los pies fríos. Reprimiendo una crisis de sollozos, lo tomó en sus brazos con mucho cuidado, y se acercó al fuego. ¿Qué hora podía ser? Nunca lo supo. Un silencio enorme caía como lluvia; uno de esos silencios que hacen perceptible el rumor de las pequeñas cataratas arteriales. El niño exhala una débil queja. La madre ha tratado, inútilmente, de hacerlo beber. Después de una breve agitación, parece, de pronto, como perdido; arroja sus lindos bracitos contra lo Invisible, con el ademán de los fuertes al morir, y comienza el estertor de su agonía. Clotilde, llena de espanto, pero sin comprender todavía que ese es el fin, apoya en su hombro la cabeza de su querido enfermo, en una posición que algunas veces le ha dado alivio, y se pasea un largo rato, suplicándole que no la abandone, invocando en su auxilio a las Vírgenes Mártires que fueron devoradas por las fieras para recreo del populacho. Bien quisiera que su marido estuviese allí en ese momento; pero no se atreve a levantar la voz, y es tan difícil subir esa escalera en plena oscuridad, sobre todo con el niño en brazos. Al fin, la pequeña cabeza se desliza por el cuello de la madre hasta el pecho, y ella comprende.

   - ¡Leopoldo, nuestro hijo se muere!, exclama, con una voz terrible.

   Leopoldo ha contado, mucho tiempo después, que aquel clamor había llegado hasta él a través del sueño, como cae un bloque de piedra sobre un buzo en el fondo del mar. Bajó la escalera velozmente, y apenas alcanzó a recoger el último estremecimiento de aquella vida que empezaba, la última mirada sin luz de aquellos ojos hermosos, cuyo color celeste se resolvió en un blancor vidrioso de porcelana o de esmalte, que terminó por apagarlos.

   Ante la muerte de un niño, qué miserables son el Arte y la Poesía. Algunos soñadores, comparables en su grandeza a la gran Miseria de este mundo, hicieron por su parte lo que pudieron. Pero el gemido de las madres, y más aún la ola silenciosa del pecho de los padres, van mucho más allá que las palabras: tan cierto es que el dolor del hombre pertenece al mundo invisible.


   No es justamente el contacto con la muerte lo que hace sufrir tanto, puesto que ese castigo ha sido santificado por Aquel que dijo de Sí mismo Yo soy la Vida. Es toda la alegría pasada que se levanta y ruge como un tigre, y se desencadena como una tempestad. Para decirlo de una manera más precisa, es el recuerdo magnífico e insoportable de la visión de Dios. Tú lo has dicho muchas veces, Señor; todos los pueblos son idólatras. Tus tristes imágenes, después de tanto tiempo que no te ven, sólo saben adorar aquellos bienes tuyos que creen ver, y sus niños son para ellas el Paraíso de deleite.

   No habiendo otro dolor que el que has narrado en tu Libro, in capite Libri scriptum est de me, por más que se busque, no se hallará un sufrimiento que no sea el de la Espada flamígera alrededor del Jardín Perdido. Todas las aflicciones del cuerpo y del alma son males del destierro; y la piedad desgarradora, la compasión devastadora inclinada sobre los más pequeños féretros, es la que nos recuerda con mayor energía aquella primera Expulsión, que la humanidad sin inocencia nunca termina de llorar (La Femme Pauvre).

   En realidad, todo hombre es simbólico; y de la importancia de lo que simboliza, depende su grado de vida en la existencia. Pero también es cierto que no podemos conocer la importancia simbólica de cada hombre, tan misteriosa como el tejido de las combinaciones infinitos de la Solidaridad universal. Aquel que por un prodigio de ciencia infusa llegara a saber con toda exactitud el peso de la vida de un individuo cualquiera, tendría a la vista, como en un planisferio, todo el orden divino. (L'Ame de Napoléon).

   Es así como penetra en la noche sobrenatural de una realidad más alta que la que investiga el filósofo, realidad que desborda nuestras palabras, y apenas condesciende en reflejarse en el lenguaje de los santos y de los poetas. Sólo comprendo aquello que adivino, solía decir. En efecto, si recurría a los signos del idioma y de la razón, era únicamente para resarcirse de la imposibilidad de ver a Dios en este valle; y sus palabras eran menos enunciativas de alguna verdad particular, que significativas del misterio y de su real presencia. El lenguaje místico se propone hacer percibir la realidad, tocándola, en silencio. El lenguaje filosófico se aplica a nombrar la realidad, sin tocarla. El más auténtico León Bloy, es el que se esfuerza por ponernos en contacto con la realidad de que habla; y es de este Bloy que debía haberme ocupado con preferencia. En cierto modo, puede decirse que es del único que me ocupo desde hace una hora.

   A continuación, trataré de indicar algunos de los temas principales que le servían para ordenar sus pensamientos y el ritmo de su voluntad. El primero de esos temas lo constituye el amor de Dios. Sobre la mesa en que escribió todos sus libros, había grabado con un cortaplumas esta frase de san Pablo: Todas las cosas cooperan en bien de los que aman a Dios. Toda su ambición consistía en llegar a ser amigo de Dios.


   Ser amigo de Dios. Poco me falta para ponerme a sollozar cada vez que pienso en eso. Ya no se sabe en qué tajo apoyar la cabeza; ya no se sabe por dónde se camina, ni a dónde se debe ir. Ganas dan de arrancarse el corazón, que tanto arde; y no se puede mirar a las criaturas sin temblar de amor. Quisiéramos caminar arrodillados, yendo de iglesia en iglesia, con un collar de pescados podridos, como decía la sublime Ángela. Y al salir de esas iglesias, después que el alma se ha estado horas y horas hablando con Dios, como la amada y el amado, nos vemos caminar y gesticular piadosamente sobre un fondo de oro, como esos pobres hombres tan mal dibujados y tan mal pintados de los Via Crucis. (Mon Journal).