Ahora trataré de deciros
algo respecto de León Bloy, poeta y profeta.
En un pasaje célebre de La Femme Pauvre, él mismo explica su
conducta en cuanto artista:
Y
ahora, ¿qué queréis que os diga? Si el Arte está en mi lenguaje, tanto peor
para mí. No tengo más remedio que poner al servicio de la Verdad lo que me ha
sido dado por la MENTIRA. Recurso precario y peligroso, pues lo propio del Arte
es formar Dioses. (La Femme Pauvre).
Escritor de genio, hizo de su arte una custodia para mostrar la verdad,
porque entendía que la verdad debe estar
en la gloria, y que el esplendor del estilo no es un lujo, sino una necesidad.
El esplendor de su estilo era demasiado brillante, sobrecargado de riqueza
verbal. Escribía en la época en que el movimiento romántico
expiraba en el naturalismo, época lejana de la nuestra y del estilo mondo y
elíptico de de nuestros días. Pero estas son pequeñeces de retórica, para
discusión de profesores. Hablemos de algo más importante.
El arte de Bloy está situado a nivel de su alma. Refiriéndose a su arte,
Maeterlinck ha dicho aquello de iluminaciones
del genio en la profundidad. Su fuerza es la fuerza de la verdad teologal,
no la de un filósofo ni la de un teólogo. No ha pretendido nunca pasar por
doctor, y así, muchas de sus expresiones podrían ser discutibles para quien las
tomara por enunciados de doctrina filosófica o teológica; pero a través de
todas ellas aparece de un modo incomparable la fuerza afirmativa de la fe. No
discute nunca; siempre afirma. El había subrayado estas palabras de Donoso
Cortés: La discusión es el nombre que se
pone la muerte cuando quiere viajar de incógnito.
Dos aspectos presenta su obra, que son al mismo tiempo opuestos y complementarios:
una ironía feroz que llega hasta la burla violenta, pero sin alterar un fondo
de clásica mesura; y un sentido realmente profundo y extraordinario del
misterio y del dolor. Para dar a ustedes una muestra del primer aspecto,
vamos a leer algunas páginas de su Exégesis
de Lugares Comunes, libro por el cual comparto con nuestro amigo Ricardo
Viñes una especial predilección. De las exégesis contenidas en ese libro, la
que más agrada a Viñes es la que se refiere a la expresión vulgar No quiero morir como un perro.
— Hay
razón, dice allí Bloy, para preguntarse a sí mismo y preguntar a los otros,
¿por qué un hombre que ha vivido como un chancho, siente el deseo de no morir como
un perro?
La intención de Bloy, al componer ese libro, fué la de coleccionar y
clasificar las fórmulas usuales y lugares comunes de que se vale el burgués
para expresar su sabiduría, mostrando en sus comentarios que dentro de esas
fórmulas, de apariencia banal y tonta, se ocultan verdades de aterradora
profundidad.
TENER UN CORAZÓN DE ORO.
¡Qué
privilegio! No más palpitaciones, ni emociones, ni tonterías de amor, ni entusiasmos
irreflexivos. Uno se siente tan tranquilo como Bautista[1]
y tan feliz como los cerdos. Se acabaron los fenómenos absurdos. Ya no hay remordimiento,
ni corazón que sangre. No es corazón de bronce lo que uno tiene; ni corazón de
piedra; y, menos todavía, corazón de león. Lo que uno tiene es un hermoso y
brillante órgano hueco, de forma conoidal, hecho de oro en todas sus partes, y
perfectamente insensible. He ahí el
privilegio incalculable del verdadero Burgués. El mejor elogio que se le puede
hacer, es decir que tiene un corazón de oro. Los caseros, los alguaciles y los
usureros están dotados casi siempre de un corazón de oro; y eso se les nota enseguida.
Tratad de turbarlos de algún modo, procurad impresionarlos o conmoverlos, y
veréis que es imposible. El corazón de oro os meterá plomo en la cabeza,
plomo en las piernas, y de pronto os encontraréis con una mina de plomo en el
cuerpo.
LA LLUVIA Y EL BUEN
TIEMPO.
La
ciencia meteorológica ha nacido, seguramente, en un almacén de comestibles. No
hay palabras para decir la exactitud escrupulosa que pone el buen almacenero en
comunicar a sus clientes, sin acepción de personas, toda la práctica que posee
sobre el estado seguro o probable de la atmósfera. Ni una nube, ni un rayo de
sol, ni una ráfaga de cierzo, ni un leve soplo de céfiro escapan a su informe,
y todos sacan provecho, deduciendo de inmediato las consecuencias.
Lo
que me subyuga en estos benévolos informadores, es verlos tan diligentes e infatigables.
¡Informarían a mil parroquianos, informarían al mismo demonio!
— ¿Qué
otra cosa va a llevar?, os preguntan desde el fondo de una sonrisa. Es inútil
que les digáis con impaciencia que nada más os hace falta, y pongáis gesto desapacible,
y hagáis ademanes de enojo.
— ¡Y
bien!, suspiran ellos, llenos de amor a pesar de todo, ¡será para otra vez!
Y
os acompañan hasta la puerta, y allí os gratifican con un último pronóstico,
que siempre tratan de que sea favorable.
La lluvia y el buen tiempo constituyen el
recurso universal inagotable. "Nuestra conversación es en el cielo"
ha dicho San Pablo. Expresión profética cuyo cumplimiento puede verificarse,
desde hace diecinueve siglos, treinta millones de veces por día en los
almacenes de comestibles y en casa de todos los burgueses.
Hay quienes llegan a una edad muy avanzada y
mueren rodeados de respeto, en el seno de una chochera irremediable, sin haber
tenido otro tema en su vida, que el de las cosas que ocurren en el cielo.
DE DOS MALES, EL MENOR.
Sobre
eso no hay discusión. Las personas más
caritativas reconocen que el mal del prójimo es siempre el mal menor, y que es
ése el que hay que elegir. Desde hace mucho tiempo, los moralistas han notado
que nunca se carece de la fuerza necesaria para soportar las penas del prójimo.
[1] Personaje que representa popularmente el tipo
de simple que nosotros designamos con el nombre familiar de papanatas.