Ese aspecto que presenta
en su totalidad el libro citado, reaparece en otras obras, como Cuatro años de Cautiverio, alternando
con el segundo aspecto, del cual las Cartas
a su novia, contienen muchos ejemplos. El
sentido profundo del misterio y del dolor, estaba unido en él a una percepción
extraordinariamente lúcida del valor figurativo de la vida humana y de cada uno
de sus acontecimientos. Examinar por ese lado el pensamiento de Bloy, sería
tarea interminable, pues abarcaría muchos temas, de los cuales, he aquí algunos:
significación simbólica de la historia
en las figuras de Bizancio, Juana de Arco, Napoleón, y el pueblo de Israel,
imagen del Espíritu Santo; misterio de la Comunión de los Santos, de nuestra
incorporación en Jesucristo; convicción absurda en sí misma de que la mujer
tenga derecho a nuestro homenaje, pero justificada por las realidades de orden
sobrenatural que la mujer prefigura; simbolismo del dinero, que él llamaba sangre del pobre, figurativa de la
Sangre del Redentor, y que al ser levantada por los ricos entre el cielo y la
tierra, separándola de los pobres, perpetúa en cierto modo la inmolación del
Hijo de Dios.
Hay en Bloy un elemento
profético que exigiría un estudio especial, y sobre el cual insiste con mucha
razón Stanislas Fumet. Esa visión
profética es lo único que puede explicar que un escritor tan poco versado en
Teología, haya sabido ver con tanta claridad y tan profundamente en las cosas
de su tiempo. Una de las características
del mundo moderno que más le hacía padecer, era su menosprecio del pobre; y no
hay otro pensador que haya dicho cosas tan elevadas del honor de la pobreza, de
su sentido sobrenatural, y del parentesco de los pobres con Dios. Uno de los
motivos de sus indignaciones contra Bourget, era que éste había propuesto, en
cierta ocasión, la tesis de que los individuos de las clases elevadas tienen
almas más finas que los de la clase pobre, y que por lo tanto sufren más. Esa
idea de Bourget era, a los ojos de Bloy, uno de los secretos que lleva el
burgués en su inconsciencia, y que le permite subsistir indemne al
remordimiento y a la inquietud.
Yo le he visto un día volver de la iglesia agobiado de pena y
desconcertado, a causa de un mandato episcopal con una lista de las diversas
categorías de personas por las cuales se debía rezar. La lista se iniciaba
pidiendo oraciones por los ricos (tal vez porque son los benefactores de los
pobres), y ponía a éstos en último término.
No menos le torturaba el desprecio a Israel. En su libro Le Salut par les Juifs, cuenta la
exasperación que le produjo un cartel de propaganda en el que se representaba a
Eduardo Drumont[1] vestido de caballero del Santo Sepulcro, y en actitud de pisotear a
Moisés.
Y ya que he citado La Salvación por los Judíos, obra de
León Bloy que contiene expresiones de una vehemencia extraordinaria sobre el
pueblo de Israel, al mismo tiempo que reprueba violentamente el antisemitismo,
aprovecharé la oportunidad para definir mi posición frente a ese prejuicio.
Para dar principio al
estudio de los orígenes y las modalidades del antisemitismo, tendríamos que
remontarnos al problema de la dispersión de Israel, y considerarlo en toda su
amplitud. Eso nos daría ocasión de mostrar que, cualesquiera sean los aspectos económicos, políticos o culturales que
recubren el problema, éste sigue siendo en sí mismo un misterio teológico,
cuyos principales elementos revela san Pablo con palabras de fuego, en el
capítulo segundo de la Epístola a los Romanos. De ahí lo patético de la situación en que se encuentra el pueblo judío,
muchas veces a pesar suyo, y expresando bajo apariencias contradictorias un
mesianismo materializado, corrupción del legítimo. Pero siempre lo hace con un
ardor, inteligencia y dinamismo admirables, que atestiguan la Presencia
sobrenatural en el seno de la historia humana. Y tal es el carácter verdadero
de la tensión que mantiene a Israel en discordia con las naciones, discordia
que con una u otra máscara nunca puede dejar de existir. Es ilusorio esperar
que esa tensión desaparezca antes del gran retorno anunciado por san Pablo; y
el expediente de la violencia antisemítica es sólo una ruindad propia del
hombre animal, ya sea éste semita, como el árabe, o eslavo, o latino, o
germano. Fuera del cristianismo, y en la medida en que es vivido, nada puede
librarnos de caer en una vileza semejante.
El único recurso es
aceptar ese estado de tensión y hacer frente a su realidad en cualquier
circunstancia, pero no con el odio, sino con la inteligencia y el amor, conociendo
que "todos han pecado y tienen necesidad de la gloria de Dios", como
dice san Pablo. Porque la historia de los
Judíos, escribía Bloy, se opone al
curso de la historia del género humano, como un dique se opone a un río: para
levantar el nivel de las aguas.
Colocados dentro de la
perspectiva católica y puestos a caracterizar moralmente el antisemitismo,
podemos decir que cuando aparece entre nosotros como un fenómeno patológico,
manifiesta una alteración de la conciencia cristiana. Esa alteración consiste en que la conciencia del pueblo cristiano se
hace incapaz de asumir sus propias responsabilidades en la historia, y de
mantenerse fiel a las elevadas exigencias de la verdad que es Cristo. Y así, en
lugar de reconocer la voluntad divina en el rigor de los grandes castigos
temporales, y ponerse a cumplir con los deberes de justicia y caridad que Dios
le recuerda, se deja caer sobre fantasmas de substitución que conciernen a toda
una raza. Mediante ciertos pretextos particulares, fundados o no, consigue
dar a esos fantasmas alguna consistencia de realidad; y desahogando
sentimientos de odio que cree justificados por la religión, se busca a sí misma
una especie de coartada. Los ataques antisemitas son siempre algo así corno
actos fallidos de una oscura pasión anticlerical que trabaja inconscientemente
a la multitud, puesto que, quiera o no reconocerlo y por más que él mismo se empeñe
en demostrar lo contrario, el pueblo de Israel sigue siendo el pueblo
sacerdote. Y si Dios prohíbe que se toque al mal sacerdote, esa prohibición
parece alcanzar al mal judío. No olvidemos que el verdadero israelita, en quien
Jesús ha visto que no hay dolo, lleva con él, en virtud de una promesa que no
puede dejar de cumplirse, el segundo advenimiento del Mesías. Y que es
necesariamente grave en un cristiano, el odio o el desprecio a una raza que
Dios ha elegido para su Encarnación, y a la cual pertenece la Inmaculada Madre
de Dios. De ahí que el amargo celo antisemita venga siempre a concluir en
amargo celo anticristiano.
Suponed
que la gente a vuestro lado estuviese hablando continuamente de vuestro padre y
de vuestra madre, con el mayor desprecio, y que sólo tuvieran para ellos injurias
y sarcasmos ultrajantes. ¿Con qué ánimo escucharíais? Pues bien, eso mismo le
ocurre a Nuestro Señor Jesucristo. La
gente olvida, o más bien se propone ignorar, que Dios hecho hombre es un judío,
el Judío por excelencia, el León de Judá; que su Madre es una judía, la flor de
la Raza Judía; que todos sus Progenitores fueron judíos; que los Apóstoles
fueron judíos, y también los Profetas; y finalmente, que nuestra Liturgia ha
tomado la mayor parte de sus textos de los libros judíos. Ante esos hechos,
¿cómo expresar la enormidad del ultraje y de la blasfemia que consiste en
vilipendiar a la raza judía? (Le
Vieux de la Montagne).
[1] Nota del Blog: corrección de una pequeña errata. El original dice “Drumond”.