jueves, 13 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (XIII Parte)

A la imagen del único Santo.

Dentro de los límites de este breve tratado hemos intentado mostrar el puesto que los diferentes institutos religiosos ocupan en la vida exterior de la Iglesia y los ministerios públicos que en ella ejercen.
Pero pueden ser considerados también en otro aspecto: penetrando en su vida íntima se pueden descubrir maravillas de otro orden.
Las diversas formas de la vida religiosa que revisten estas grandes familias de elegidos están destinadas a reproducir en ellas, y por ellas en la Iglesia, los rasgos diversos del único y divino modelo de la santidad.
En este profundo designio de la divina Providencia, cada uno de estos institutos además de la misión exterior que desempeña acá abajo cerca de los hombres — misión que puede vincularse a las necesidades especiales, accidentales y variables de los tiempos y de los lugares, y que puede también pasar o modificarse con las vicisitudes de las sociedades humanas —, recibe una misión más alta, y más sublime, misión que  mira más directamente a  Jesucristo mismo y al acabamiento cada vez más perfecto de su semejanza y de su vida en la Iglesia.
Este género de misión no está llamado a pasar con los siglos, y por este lado las órdenes religiosas todas adquieren un carácter de perpetuidad que ninguna institución humana puede compartir con ellas. Todas están destinadas a aguardar con la Iglesia la última consumación de la obra divina aquí en la tierra, y el espíritu que las sostiene interiormente las reanima cuando parecen flaquear bajo la acción del tiempo, mediante la intervención de los santos y las reformas que rejuvenecen su vigor.
En este grande y profundo trabajo de la santidad cada uno de los institutos religiosos cumple un destino particular y misterioso; cada uno aporta su rasgo diferente, y todos juntos contribuyen a reproducir en la Iglesia la imagen perfecta de Jesucristo, ejemplar de toda perfección.
Así la orden de santo Domingo honra su celo y su doctrina; la orden de san Francisco celebra su pobreza; los carmelitas tienen su parte en la oración, los mínimos en el ayuno, los cartujos en el retiro al desierto; la Compañía de Jesús glorifica su vida pública e iza su nombre como un estandarte; los pasionistas, con sus austeridades, llevan por todas partes el misterio de sus sufrimientos.
Podrían multiplicarse estas aplicaciones sin agotarlas jamás, pues no tienen nada de exclusivo, y todas las familias religiosas gozan, en común, de todas las riquezas de Jesucristo. Y si cada una de ellas parece llevada por el Espíritu Santo a elegirse entre este tesoro la joya de una virtud o de un misterio distinto para hacer de ella su ornato especial, no por ello dejan todas de poseer en común todas estas riquezas indivisibles; porque ¿cómo podría Cristo dividirse?
Desgraciadamente, tenemos que hablar el lenguaje de los hombres. ¡Pobres de nosotros! Porque nuestros labios están mancillados, y sería necesaria la palabra de los ángeles para describir dignamente estos misterios ocultos de la obra divina, lo que hay de más íntimo en la santidad de la Iglesia, las delicias de este huerto cerrado del Esposo. ¿Cómo pintar esa divina vegetación, esos árboles poderosos, esas flores fragantes, esos frutos saludables que no cesa de producir el Espíritu Santo?

¿Pero cómo narrar las visitas y la morada del Esposo que se deleita entre los lirios y las rosas? Nosotros no somos dignos de penetrar en ese huerto cerrado; acerquémonos a las puertas y a las barreras sagradas, entreveamos esas maravillas, recojamos los perfumes que se exhalan hasta nosotros de en medio de las delicias divinas. Glorifiquemos al autor de esos bienes. Así es como Él mismo glorifica ya en las pruebas de este mundo a su amada Iglesia y se complace en ella como en su Esposa muy amada. La Iglesia nos aparece en estos esplendores revestida de inmortal juventud y nuevas familias, fruto de su inagotable fecundidad, no cesan de salir de su seno para regocijar al cielo al mismo tiempo que cubren la  tierra de inestimables beneficios.