viernes, 2 de agosto de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Cap. V

V

EL DON DE PROFECÍA EN LA IGLESIA

El don de profecía — entendido en el amplio sentido que le dan San Pablo y Santo Tomás— siempre ha existido en la Iglesia, porque siempre ha sido necesario en ella un magisterio sobrenatural. El ministerio de los Profetas fué un oficio doctrinal y el magisterio doctrinal de la Iglesia sigue siendo un oficio profético. Qui locutus est per Prophetas: eso también ahora es verdadero, pero de un modo más perfecto aún[1].

§ Parece que el auxilio profético ha sido necesario a la Iglesia, aunque no sea más que para mantener el aspecto humano y visible de la Encarnación. "La Iglesia, hace notar Pascal, ha tenido tanta dificultad en mostrar que Jesucristo era hombre, contra aquéllos que lo negaban, como en mostrar que era Dios...". Pero la profecía en la Iglesia va mucho más lejos.

§ Lo que los Profetas proclaman desde el Antiguo Testamento, no es sólo el anuncio de la Redención y la predicción de otros acontecimientos futuros, sino además toda una enseñanza verdaderamente sobrenatural, que se refiere a la Redención, y que les viene de Dios en la doble forma en que se comunica la profecía: ya sea por la infusión de nociones nuevas, es decir, por revelación —o bien por una simple luz que les hace juzgar sobrenaturalmente de nociones ya reveladas o conocidas por vía natural—[2], y ésta es la inspiración.

§ Esos tres elementos, predicción, revelación, inspiración, llenan los Libros santos en una proporción muy desigual. Los dos primeros aparecen intermitentemente; sólo la inspiración se mantiene desde la primera hasta la última palabra.

§ En el Nuevo Testamento, Nuestro Señor centraliza en sí mismo, por así decirlo, el don de Profecía: la visión beatífica y la ciencia infusa ponen en su alma todas las luces del cielo y de la tierra. En cuanto a la Revelación, su oficio es ejercido por Nuestro Señor de una manera exclusiva: "Omnia quoecumque audivi a Patre meo, nota feci vobis"[3]. [Todas las cosas que he oído de mi Padre os he hecho conocer.] Después de Él, ninguna verdad propiamente nueva de orden sobrenatural será comunicada; nadie, después de Él, será revelador. En cuanto a la Predicción, sin dejar de ser el mayor Vidente y el primer profeta de los destinos de su Iglesia, Nuestro Señor comunica, sin embargo, a sus apóstoles cierta previsión de esos destinos, como por ejemplo, a San Juan en el Apocalipsis. Y aun es de notar que esas visiones del porvenir han sido dadas con mucha medida, porque son menos necesarias a la Iglesia, desde que ésta posee la realidad divina[4].
Pero es por la Inspiración como el Señor Jesús comparte con la Iglesia su don soberano de Profecía: por la inspiración, salvaguarda y perpetúa vivo en la Iglesia todo lo que ha revelado.


§ Esa inspiración se manifiesta, desde el comienzo de la era apostólica y después en toda la vida de la Iglesia, por medio de dos grandes órganos: los escritos de los Evangelistas y de los Apóstoles, testimonio de la Revelación de Nuestro Señor, sellado por el Espíritu Santo mismo; y el Magisterio oral y viviente de la Iglesia que, creando una tradición paralela a la Escritura, no sólo juzga el sentido de la Escritura, sino que, con Divina autoridad, determina además el contenido revelado de esa tradición.

§ De modo que, así como la acción providencial que conserva los seres no es más que el prolongamiento de la acción creadora que los produce, la inspiración no es, en la Iglesia, sino el prolongamiento de la Revelación y de la luz que hay en Cristo.

§ Esa luz, que ilumina el magisterio de la Iglesia, es, pues, la gracia de "interpretatio sermonum" [interpretación de lenguas, don de comprender y de exponer lo que ha sido dicho por palabra de Dios], pero inmensamente amplificada. Esta gracia, forma cierta de profecía[5], no solamente no data de las primeras asambleas cristianas, ni siquiera del día en que, resucitado, el Señor da a los Apóstoles la inteligencia de las Escrituras[6], sino del momento en que Pedro recibe sus prerrogativas personales y supremas.

§ Esa luz profética continúa en la iglesia el pensamiento divino de Jesucristo. Y es sobre todo en tal sentido como la profecía del Nuevo Testamento aventaja en excelencia a las profecías del Antiguo. Por ella, la Iglesia juzga clara y firmemente acerca de las verdades más misteriosas, aquellas de las cuales sólo Dios tiene la llave.

§ El privilegio de inerrancia o infalibilidad asegurado al magisterio de la Iglesia, no deberá, pues, ser entendido en un sentido puramente negativo y pasivo, como si Dios no interviniera sino en el preciso momento, para impedir un error. El magisterio de la Iglesia procede por juicios positivos, que implican una inteligencia profunda, un discernimiento ilimitado. Las fórmulas en que la Iglesia engarza el diamante del dogma, ya son de suyo obras maravillosas, pero mucho más precioso es el juicio que contienen. Y es esa forma superior de profecía, lo que hace de la Iglesia una prodigiosa contemplativa: "Manifestatio divinae veritatis per nudam contemplationem"[7]. [La forma más elevada de la Profecía, dice Santo Tomás, es la que manifiesta la verdad divina por la desnuda contemplación de esa misma verdad].

§ Esta excelencia del don de Profecía, propio de la Iglesia, se manifiesta con tal claridad en ciertas definiciones, que casi estaríamos tentados de ver en ellas una revelación nueva. Y es porque, al fundar las verdades definidas sobre la certeza de la fe divina, estos juicios de la Iglesia dan a dichas verdades una precisión y una fuerza que completan su noción y sobreelevan el conocimiento: "judicium est principalius in prophetia, quia est completivum cognitionis". [En la, profecía, el elemento principal es el juicio, porque es él, el que perfecciona el conocimiento. Santo Tomás.] Revelación relativa si se quiere. El diamante es siempre el mismo, pero una u otra de sus facetas dan luces de un fuego nuevo.

§ Los juicios dogmáticos de la Iglesia no podrían aportar descubrimientos propiamente dichos o revelación nueva, y menos todavía (después de la venida del Salvador) podrían hacerlo los santos favorecidos con el don de profecía, a lo largo de los siglos[8]. Nuestro Señor Jesucristo es el único Revelador. Todo lo que después de Él es inspirado, definido o profetizado, corresponde a su Revelación, por lo menos como la consecuencia corresponde al principio. La misma revelación que recibe Pedro en el momento de confesar al Hijo de Dios en Cesarea de Filipo, no es independiente del Señor. Le ha sido comunicada por el Padre, pero no sin pasar por el Hijo; la pregunta de Jesús que provoca la confesión, da la luz y la gracia de esa revelación; la carne y la sangre son extrañas a ella, pero no la presencia ni la voz del Señor. También, en ese caso, ya es Jesús el Revelador.

§ De este modo, el magisterio de la Iglesia no desmerece porque se lo asimile al don de Profecía: esa asimilación más bien señala su superioridad, aun sobre la misma Escritura. Más que la Escritura, el magisterio recuerda y continúa la enseñanza del Señor, que era oral y viviente. Por otra parte, el magisterio es más necesario para la conservación y la inteligencia de la Escritura, que la Escritura para el mismo magisterio. Y, finalmente, mientras los Libros santos constituyen un cuerpo de doctrina, el magisterio de la iglesia es un instrumento de desarrollo y de progreso doctrinal.

§ Precisamente, por ser un don profético muy amplio, es por lo que el magisterio de la Iglesia llega a poder penetrar ciertos misterios del orden natural en estrecha coordinación con las Verdades reveladas: por ejemplo, decide en problemas filosóficos como el de la sustancia y los accidentes, o el del alma forma sustancial del cuerpo. De igual modo puede juzgar sobre la realidad de ciertos hechos históricos que constituyen la ocasión o la base de sus definiciones.
Compréndese cuán superior es el grado de luz profética que exige un juicio tal, aplicado a manifestar la relación existente entre la verdad revelada y un objeto naturalmente conocible —mientras que no había sino una forma inferior de profecía en la ciencia natural dada a Salomón, por la luz divina, es cierto—, pero sin relación con el orden revelado[9].

§ El don de profecía, habitual y permanente en la Iglesia, en las almas, no es sino un avizoramiento pasajero de la Verdad Divina que se manifiesta[10]. La profecía atestigua en la Iglesia, no la influencia lejana o la visita fugaz, sino la presencia íntima, la acción tranquila y estable del Espíritu Santo, que le confiere su personalidad sobrenatural. Nada tiene eso de común con un transporte adivinatorio: es la función normal de un ser que tiene un pensamiento sucesivo y que lo expresa. La Iglesia sabe en qué condiciones puede usar de ese don, y está segura de poseerlo siempre.

§ Por su carácter habitual y permanente en la Iglesia, el don gratuito o carisma de profecía presenta una analogía con los dones del Espíritu Santo, habituales en todo cristiano. Y esta analogía con los dones nos descubre inmediatamente otras más profundas.

§ En efecto,, por su naturaleza misma, los dones del Espíritu Santo ofrecen esta delicada particularidad: que son de frecuente aplicación, no obstante disponernos a la recepción de mociones divinas, más bien excepcionales, y a la ejecución de actos que traspasan el término medio de los actos de virtud ordinarios. No sólo con fervientes deseos se pueden multiplicar sus ocasiones; también pueden ser determinadas por la necesidad, como en el caso de una tentación violenta; y es difícil apreciar el grado de excepción de las disposiciones o de las circunstancias que solicitan en el ímpetu del fervor o en la angustia de la tentación, el ejercicio del don de fortaleza, por ejemplo. Más aún: el alma cristiana, dócil a la acción divina por efecto de esos dones, y capaz de reclamar esa acción cada vez que la necesita, es un instrumento que el Espíritu Santo puede emplear de una manera continua. Ahora bien, de la Iglesia puede decirse que aunque en los actos solemnes de su magisterio extraordinario es donde ejerce claramente el don de profecía, ese ejercicio no se reduce a las solas definiciones de las Verdades de fe divina, ni a los meros documentos infalibles de su magisterio universal.
La inspiración profética también circula, y de un modo más misterioso, en el magisterio ordinario de la Iglesia: en él mantiene ese sentido penetrante y estable de la Verdad sobrenatural, el sensus Ecclesiae, al que responde gozosamente el instinto bautismal de los fieles; en él revela preferencias que constituyen una valiosa dirección para las discusiones y debates; en él destaca puntos luminosos, por donde se ilustran la disciplina canónica y la piedad.

§ De ahí la extensión y diversidad en cierto modo infinita de objetos en el ejercicio del don de profecía propio de la Iglesia.
También es fácil reconocer una extensión del don de profecía en multitud de prerrogativas secundarias que imprimen a la fisonomía de la Iglesia, o a su enseñanza ordinaria, o a su acción pública y social un sello de excelencia que de otro modo sería inexplicable.
Así, ciertos dones gratuitos (carismas), que en las almas individuales pueden estar separados de la profecía, tratándose de la Iglesia se ordenan bajo la profecía —y de ella fluyen—.
La Iglesia posee un discernimiento seguro de espíritus: discretio spirituum[11], y no se cansa de perseguir, desenmascarar y exorcizar la acción del espíritu maligno.
Con la creación divina del apostolado, cuya fuente está en la Iglesia, la palabra humana ha sido investida de una función y de un carácter nuevos que hacen de ella una fuerza de salvación y de santidad: "sermo sapientiae"[12] [don de enseñar la sabiduría ilustrando los espíritus y conmoviendo los corazones].
La Iglesia alimenta las virtudes más solitarias y las más escondidas; descubre la santidad en la oscuridad y el silencio de una tumba; obtiene de Dios la certificación de esa santidad por medio del milagro y la canoniza: otras tantas maneras que ella tiene de ejercer la "operatio virtutum" [don de operar efectos sobrenaturales o milagros].
En la Iglesia todos esos dones son como anexos de la inspiración profética.

§ Si después de esto consideramos la ciencia moral, no en sus elementos revelados y solemnemente definidos, sino en cuanto es objeto de enseñanza ordinaria en la Iglesia, ¿no sería necesario reconocer la influencia de una luz divina y profética en el perfeccionamiento que la Iglesia le ha dado? Porque no es bastante decir que la Iglesia tiene el genio de la ciencia moral; esta ciencia la Iglesia la ha constituido sobre el dogma y ha hecho de ella una ciencia sobrenatural, teológica. Mientras que en las almas individuales los carismas y los dones del Espíritu Santo pertenecen a dos órdenes muy distintos[13], en la enseñanza moral de la Iglesia el don de consejo viene a ser, por decirlo así, un florecimiento de la profecía.
Consideremos, además, en la Iglesia la seguridad de su dirección en el ascetismo y la espiritualidad, su competencia única en la comprensión y organización de la vida de consejo, el secreto que ella posee para armonizar con el fin sobrenatural los intereses de la vida presente, su maravillosa competencia en materia de educación, competencia exigida a la vez por su maternidad universal y su misión iluminadora —, aún, hasta la calidad de finura psicológica que, agregándose a su experiencia secular, hace de ella, en ocasiones, la primera potencia diplomática del mundo—. En todo esto actúa el don de ciencia, que, en la Iglesia, se aduna con el don de consejo.

§ Pero la Iglesia tiene, sobre todo, y aun en su misma enseñanza ordinaria, un sentido de las Verdades reveladas que se podría llamar intuitivo, tan seguro y directo es. De ahí su devoción primordial y fundamental a los grandes misterios, y su insistencia en recordar e inculcar los términos esenciales que constituyen la noción de ellos -y el arte y gusto con que los patentiza en todos los instantes de su oración—. De ahí su familiaridad con las Personas divinas: su celo por la ortodoxia, especialmente en lo que se refiere al misterio del Verbo encarnado. De ahí la justificación dogmática de sus devociones y su cuidado en honrar un reflejo de los misterios de Cristo en cada uno de los santos que ella venera. Los grandes misterios son, para ella, no sólo las cumbres que cierran su horizonte, y cuyos contornos, dorados por la luz eterna, mantiene siempre delante de sus ojos; son los elementos y alimentos de su vida.
No nos asombre, si la Iglesia es esencialmente contemplativa, si ha creado en su seno un maravilloso organismo de oración, en el cual la alabanza desinteresada tiene la mejor parte, si todo lo que participa de su vida lleva señales de una gracia de unción, de ternura, de alegría y como un acento paradisíaco.
Esos son los efectos provenientes del don de profecía en la Iglesia; por ahí se ve cuál es su analogía con los dones individuales de entendimiento, de piedad, de sabiduría: analogía no solamente de equivalencia, sino también de excelencia.


[1] Nota (¿del Traductor o de Guerra Campos?): Me parece inútil insistir sobre la verdadera naturaleza del don de profecía (el cual no consiste solamente en previsión y predicción de un acontecimiento futuro) cuyo objeto puede ser cualquier verdad que dependa del conocimiento que sólo Dios tiene de ella, objeto que viene a ser, por ahí, sobrenatural y distante. Nótese que Santo Tomás subraya con cuidado esta última palabra [ut procul existentis. IIa IIae, q. CLXXIV, 5]. Eso le permite extender la definición de la profecía, ya sea introduciendo en su dominio todos los grados de visiones que presentan una mezcla de imágenes sensibles, empezando por el sueño [q. CLXXIV, 3] — ya sea, al contrario, refiriéndole a los más altos grados de visión intelectual que siempre conservan su carácter de conocimiento distante q. CLXXIV, 2] — y hasta las iluminaciones excepcionales de visión directa de Dios, como el arrebato de San Pablo, las cuales, al no producirse per modum formae immanentis, no tienen la plenitud, ni la repercusión corporal de la gloria: Ideo talis raptus aliquo modo ad prophetiam pertinet [CLXXV, 3].

[2] Santo Tomás, Sum. theol., II IIae q. CLXXIII, a. 2.

[3] Jn. XV, 15.

[4] Sum. theol. IIa IIae, q. XCV, a. 2 ad 3.

[5] Ibid. q. CLXXIII, a. 2; q. CLXXIV, a. 2 ad 4.

[6] Lc. XXIV.

[7] Sum. theol. IIa, IIae, q. CLXXIV, a. 2.

[8] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?) De acuerdo con la enseñanza de Santo Tomás, sábese que, bajo la nueva Ley, las profecías ya no son dadas para hacer conocer mejor a Dios [pues Jesús ha consumado toda revelación a ese respecto], sino con un fin práctico, para dirigir los actos humanos, ad directionem actuum humanarum [Sum. theol., IIa, IIae, q. CLXXIV, a 6, ad. 3].

[9] Ibid. art. 3

[10] A modo de pasión o impresión transitoria, q. CLXXI, a. 2.

[11] IIa IIae, q. CLXXI.

[12] Ibid. q. CLXXVII.

[13] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?): Los carismas son dados, esencialmente, para utilidad del prójimo; los dones para las operaciones inmanentes del sujeto. Pero, si consideramos la persona común de la Iglesia, lo que tiende al bien de los miembros sigue siendo inmanente al cuerpo mismo. Los dones, a diferencia de los carismas, son habitus. Pero el carisma de profecía permanece en la Iglesia, como se ha visto anteriormente, en estado habitual.