miércoles, 28 de agosto de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Prólogo de J. Maritain (II de II). Fin

Notal del Blog: Terminamos aquí la transcripción del libro.

¿Cómo decir la eficacia incomparable de su dirección en la vida espiritual? Bástenos recordar que se inspiraba siempre en sus maestros predilectos: San Pablo y Santo Tomás, y en la antigüedad cristiana. Hay un defecto que él perseguía sin cesar, y es el "espíritu reflejo", según él decía, el espíritu de auto-inquisición, de preocupación de sí mismo. Tampoco daba tregua al individualismo, considerado como tendencia al predominio de la sensibilidad, o de la actividad exterior. El alma, decía, cuanto más se eleva, es más universal. El camino recto para ir a Dios, consiste en volver los ojos hacia El, y mirar; mantener los ojos fijos en la verdad divina, y luego, dejar obrar a Dios. Más que los ejercicios ascéticos, estimaba el espíritu de oración y de contemplación, el espíritu de unión con la Iglesia. La escala de que se valía para las  ascensiones de su alma, tenía por sostenes, la doctrina y la liturgia. Las definiciones meramente exteriores que de la liturgia suele hacerse, no eran  de su agrado. Consideraba la liturgia como la vida misma de la  Iglesia, su vida de Esposa y de Madre, el gran sacramental que hace participar a las almas de todos los estados de Jesucristo. Le parecía absurdo que se estableciera oposición entre la liturgia y la oración privada. Creía, en cambio, que en orden a la contemplación, la opus Dei es el medio por excelencia para formar al alma en la oración; y que, por otra parte, en orden a la virtud de religión, la oración privada, de igual manera que el vigilate semper, cumple su objeto preparando al alma para cooperar dignamente en esa obra soberana de la Liturgia, por la cual se derrama y distribuye la caridad de la Iglesia. "La participación en la vida hierática de la Iglesia aparece casi como un fin, o al menos como el medio por excelencia, para los estados de oración particulares, puesto que es la verdadera entrada en los estados de Cristo. Pretender simplificar demasiado en tal sentido la disciplina individual de la virtud, sería, sin duda, ilusión temeraria, pero esa tacha aún merecida con justicia, no probaría que toda la vida de la Iglesia tiene por fin el ascetismo individual. Probaría que toda participación en los estados de la Iglesia y de Cristo, supone ciertos resultados ya adquiridos en el orden de las virtudes, y confiere precisamente a la virtud individual su excelencia, la perfección de su eficacia y de su alegría".


Como quiera que rodeaba a todos los santos en una misma dilección tiernísima, diversificada sin embargo en sus matices y llena de inteligencia, y que no disminuía, antes enriquecía la amorosa delicadeza de las preferencias, el P. Clérissac procuraba ver de qué modo de cada uno de los bienaventurados ha podido decirse: "y no fué hallado semejante a él en guardar la ley del Altísimo". Si hubiera que formular uno de los grandes temas, — no aseverados, sino más bien propuestos y susceptibles de muchas gradaciones, — en que solía ocupar su pensamiento, yo diría que, en su sentir, la historia de la perfección cristiana tal corno se la puede leer en la vida de los santos y en la de las instituciones, dependía, por una parte, de una especie de adecuación providencial con las necesidades del mundo que desciende, y por otra, de las leyes de crecimiento y de progreso orgánico del Cuerpo místico de Cristo. A decir verdad, mayor admiración causaba en él la grandeza, la sencillez, la espontaneidad divina de los primeros santos, más próximos a la Pasión y a Pentecostés, a la plenitud indivisa de la gran efusión que dio nacimiento a la Iglesia. Prefería el Cristo pantocrator de los bizantinos al crucifijo más dolorosamente humano de la Edad Media. Consideraba que nunca se habría de insistir lo bastante sobre la importancia histórica y la sublimidad de los Padres del desierto. No obstante su amor a Santo Tomás, y gustarle intercalar en la Suma la lectura del Evangelio, se complacía en repetir que la sabiduría de San Pablo, toda arrebato e inspiración, es más puramente divina que la sabiduría científicamente elaborada de la Suma teológica.
Sabía que la doctrina auténtica de Santa Teresa sobre las vías de la unión con Dios es, en substancia, idéntica a la de los antiguos; sabía que la santa, capaz "de dar su vida por la menor ceremonia de la Iglesia", era hija de la gran tradición monástica, cu-yo espíritu quería resucitar, restaurando la regla del B. Alberto. Si, hablando como "simple mujer", según suele decirlo ella misma, tuvo que entrar en descripciones psicológicas y análisis que los antiguos descuidaban, es porque su misión providencial consistió en fijar de este modo, en razón de las necesidades de la inteligencia de los tiempos modernos, la mística secular de la Iglesia. Sin embargo, cuando se trataba de caracterizar en su significación general las diversas formas que la espiritualidad adopta, según la condición de las épocas, Clérissac escribía (carta a una oblata de San Benito): "Santa Teresa os ha seducido. Eso es muy natural; y de vez en cuando conviene volver a la noción de virtud adquirida y de esfuerzo positivo, traídos por el ejemplo de esos santos de la edad refleja. Dios los ha suscitado, sin duda alguna, para mostrar que todo lo que hay de bueno y verdadero en el individualismo no se substrae a su Gracia, y que de ella depende. Y también, en parte, por condescendencia hacia los hombres, al ver que ya no les basta la simple vida de la Iglesia; en fin, por un efecto de justicia vindicativa respecto a las infidelidades de las antiguas órdenes, que dejaron languidecer el fuego de sus lámparas.
"Mas, cuidad no olvidaros de que sois merovingios, de que sois feudales, más aun, primitivos; que debéis llegar a que todo sea en vosotros operación de la Gracia, y a estimar en casi nada los productos de vuestra actividad…”.

Quería que todo lo que concierne a la virtud de obediencia fuese considerado de una manera exclusivamente sobrenatural. La orden o el consejo recibidos de un superior en el dominio de su autoridad legítima, pueden estar visiblemente mal fundados, y ser in-oportunos y nocivos para los mismos intereses que deberían servir: no obstante, hay que escucharlos, — siempre que el acto así prescripto no sea pecaminoso, — porque vienen hasta nosotros como mensajeros lisiados del Único a quien obedecemos a través de todas las jerarquías creadas, y porque están sujetos a ese gobierno general y obscuro de la Providencia, que sabe ordenar a un bien mayor los peores achaques humanos.
El P. Clérissac aseguraba que siempre, aun en los casos en que no interviene un precepto expreso, es posible distinguir la pura línea espiritual según la cual se impone a la virtud de obediencia la dirección dispuesta desde lo alto. Agregando que tal asentimiento a la autoridad exige, por otra parte, los más delicados discernimientos, según los grados y especies de subordinación y de mandato; pues corresponde a una viviente y libre docilidad del juicio práctico, no a una ejecución servil y mecánica. Por más adicto que fuera a sus convicciones monárquicas, deploraba, por ejemplo, que los católicos franceses hubieran obedecido tan mal a León XIII: censuraba, en unos, el haberse quedado más acá de lo que una obediencia filial e inteligente exigía, y, en otros, el haber traspasado ese límite. Cuántos ejemplos más hubiera podido dar de semejantes faltas de obediencia, en espíritu y en verdad, a los deseos del Papa.
Ofrecía ante todo a Dios esos miramientos de la obediencia, esa discreción, esas reservas, esa castidad del querer. Fué varón de deseos, y parece que Dios se agradó tanto en el espectáculo de esos deseos puros, que rara vez permitió que se cumpliesen. Hoy comprendo que cuanto menos le fué dado ver la realización inmediata de sus anhelos, tanto mayor fué el alcance de su acción, — hasta el punto de confundirse con esa acción absolutamente misteriosa de instrumento de la causalidad divina, que atraviesa el espacio y el tiempo. Todavía me parece oírle hablar de estas cosas, según pasábamos una noche frente a la catedral de Versalles, cuyo hermoso conjunto destacaba su masa obscura sobre el cielo claro. Jacques, me decía, no basta estar seguro de que una obra pueda ser útil a las almas para que nos pongamos a realizarla con toda urgencia. Es preciso que Dios la quiera para un momento dado (llegado el cual, no debe postergarse); y de Dios es el tiempo. Debe pasar primero por el deseo y enriquecerse en él y purificarse, y sólo será divina a ese precio. Y aquel que tenga por misión ejecutarla, quizá no sea quien mejor la haya concebido. Temamos que no se esconda una maldición en el éxito humano demasiado entero y demasiado hermoso. No andemos con más prisa que Dios. Lo que Dios necesita en nosotros, es nuestra sed, nuestro vacío; no nuestra plenitud.
Algunos de los grandes sueños del P. Clérissac han comenzado a realizarse después de su muerte. Alcanzó a ver el anuncio de la cosecha; pero otros, y no él, fueron llamados a trabajar en ella. Mucho rogaba porque la inteligencia y la belleza se convirtiesen a su Señor. Hoy, cuando recuerdo aquellas oraciones y veo tantos indicios de que han sido escuchadas, el hecho de que el P. Clérissac haya sido testigo de la muerte católica de un poeta tan trágicamente representativo como el pobre Oscar Wilde, adquiere para mí un gran valor.

Los últimos sermones del P. Clérissac, en Francia, por lo menos, fueron los de un mes de María predicado en 1914 en Nuestra Señora de Loreto. No puedo describir la impresión de dulzura, de simplicidad, de santidad, de ternura sobrenatural que se desprendía de aquellos sermones. Era aquel un puro esfuerzo del alma para conseguir que el conocimiento y el amor de Dios y de la Santísima Virgen penetrasen en lo más profundo de los corazones.
Es probable que en esos últimos años haya crecido aun más en caridad, en mansedumbre, en recogimiento. Una de las últimas veces que le vi, me dijo que su pensamiento se trasportaba con singular dulzura a sus días de novicio, y que en un religioso era gran equivocación el querer "emanciparse" de las prácticas del noviciado, pues para conservar siempre ante Dios la actitud de la infancia y mantener el alma dispuesta a la oración, había que permanecer fiel a las más humildes de esas prácticas. Y agregaba: "¡Si se supiera qué cosa es orar! ¡La oración verdadera es tan rara! Cuando nos hemos recogido bien, cuando tenemos cierto sentimiento de la presencia de Dios y nuestro ánimo se ve impulsado hacia Él, ya nos parece estar en oración, y aún no hemos ido más allá de sus requisitos previos...".
Su alma se había colmado como un fruto maduro; era el momento de arrancarla. Et cum produxerit fructus, statim mittit falcem, quoniam adest messis[1].

El P. Clérissac había escrito dos volúmenes que, no obstante su valor, daban una idea incompleta de lo que él era, debido a su excesiva reserva para franquearse: L´Ame Saine y De saint Paul a Jésus-Christ, y un opúsculo sobre Fra Angélico; más tarde publicó, fuera de venta y en edición de muy pocos ejemplares, un triduo de rica y admirable doctrina sobre Santa Juana de Arco, "Mensajera de la política divina", como él decía; y, finalmente, un sermón sobre el amor propio en el estudio y en la vida. Muchos monasterios conservan valiosas notas sacadas de sus instrucciones. Un retiro Pro Domo et Domino, sobre la Orden de Santo Domingo, predicado en Londres hacia 1904 y publicado en 1919 en una traducción italiana, acaba de editarse en francés con el título de L'Esprit de saint Dominique.[2] Citaremos aquí una página de ese hermoso libro, donde volvemos a encontrar un eco de las ideas más caras al P. Clérissac. Refiriéndose a la gran doctrina de la elevación del hombre al orden sobrenatural, escribía: "La utilidad práctica de esta doctrina, también se ve en el hecho de que es apenas posible comprender el sentido literal de ciertos textos evangélicos, y completamente imposible alcanzar su sentido interior, si no se tiene en cuenta la distinción de lo natural y de lo sobrenatural. Cuando Nuestro Señor dice que aquellos que le conocen poseen la vida eterna; que nadie va al Padre sino por Él y nadie va a Él si no es conducido por el Padre; cuando exige de sus discípulos renunciamientos tan grandes; cuando maldice al espíritu del mundo; cada vez que habla de la luz, no haciendo, sin embargo, la menor alusión a las ciencias naturales; cuando promete la felicidad a trueque de la persecución y del sacrificio; en fin, cuando se vé que, desde aquellos días, la Iglesia y la influencia del Evangelio han cambiado tan poco el orden natural de las cosas, entonces entramos en contacto con una vida implícita en nuestra vida presente, y que no sólo está agregada a ella, sino que la transciende de un modo absoluto, como también transciende todas nuestras esperanzas humanas y todas nuestras aspiraciones humanas. Si quitamos a esas ideas la luz que en ellas proyecta la noción de lo sobrenatural, pierden su fuerza y dejan de estar acordes con el misterio inicial de la Encarnación. Si  de la exégesis se elimina lo sobrenatural, los escritos de San Pablo son los de un loco."
La presente obra contiene el último trabajo del P. Clérissac. Al publicarlo, cumplimos con un deber de piedad, mezclado de tristeza, pues este resumen, muy substancial, pero excesivamente condensado, sobre el Misterio de la Iglesia, no pudo ser perfeccionado por su autor, y queda inconcluso. El P. Clérissac tenía la intención de desarrollar ciertas partes y redactar de nuevo el capítulo VII, que trata de la Misión y el Espíritu. Murió antes de escribir el último, sobre las Fiestas del Misterio de la Iglesia. Más que  un tratado, lo que damos a publicidad es, pues, un conjunto de pensamientos y fragmentos. No obstante lo cual, esperamos que en esta alta meditación interrumpida por la muerte, encuentren muchas almas el alimento que apetecen.


Jacques Maritain



[1] Marc. IV, 29.
[2] L'Esprit de Saint Dominique, trad. del inglés por René Salomé, editado por La Vie Spirituelle, Saint - Maximin, (Var), 1924.