viernes, 25 de febrero de 2022

Instrucción sobre el Talmud, por P. Drach, Rabino converso (II de XIV)

 LAS PARTES INTEGRANTES DEL TALMUD 

El Talmud se distingue en Mishná, משנה, comúnmente llamada Misná, que es el texto, y Guemará, גמרא, que es el comentario y desarrollo, como también el suplemento. 

La Guemará es doble: la de Jerusalén y la de Babilonia. 

Mishná (de la raíz שנה, repetir, reiterar), significa repetición de la ley, segunda ley, la que, según los rabinos, Dios enseñó oralmente a Moisés en el Monte Sinaí, después de haberle dado la ley escrita, llamada Torá, תורה, de la cual el legislador de los Hebreos compuso su Pentateuco. De ahí que la Mishná se llame en griego Deuterosin, Δευτέρωσις, término que tiene el mismo significado que el hebreo. En rabínico, Mishná significa también, estudio, lección, y la raíz de la que deriva (שנה y שנא), aprender, enseñar. 

Guemará (de la raíz גמר, perfeccionar, y en caldeo, aprender, enseñar) significa perfección, suplemento, complemento, doctrina. 

Bajo el nombre Talmud los rabinos designan con frecuencia la Guemará sola. A menudo nombran en sus libros el Talmud de Babilonia y el Talmud de Jerusalén como Guemará de Babilonia, Guemará de Jerusalén. Bajo el término Torá, תורה, ley[1], designan ordinariamente toda su ley, tanto la parte oral como la escrita. Llaman más fácilmente a la ley escrita Mikrá, מקרא, lectura, término al que corresponde la palabra Kor-an, Corán, de los árabes. Sin embargo, Mikrá se refiere más comúnmente a todo su canon de las sagradas Escrituras, compuesto de libros legales, libros morales y libros históricos. 

§ I 

DE LA LEY ORAL 

Toda clase de código escrito va necesariamente acompañada de tradiciones, de recuerdos populares, sobre la manera de entenderlo y aplicarlo. La letra desnuda sería el juguete de los prejuicios, capricho e intereses de las pasiones y, en lugar de servir como vínculo de hermandad para la nación, para hacerla una sola familia, el código no sería más que la manzana de la discordia. El pueblo se dividiría en sectas, en camarillas, tanto más animadas unas contra otras, ya que cada una estaría convencida de que sólo ella está en la verdad y que le corresponde hacerla triunfar. Además de la ley escrita, dictada a Moisés en el Sinaí, desde la primera palabra del Génesis hasta la última del Deuteronomio, como enseña la sinagoga[2], el pueblo de Dios tenía, desde tiempos inmemoriales, una segunda ley, si es que puede llamarse así, una ley oral, que se transmitía de boca en boca מפה אל פה. Su objetivo era fijar el significado de la Biblia, así como también preservar del olvido los preceptos divinos no escritos. Porque la sinagoga, tanto después de su reprobación como cuando todavía era la Iglesia de Dios, nunca fue, no podemos repetirlo demasiado, nunca fue protestante. Nunca ha entregado la palabra divina a la arbitrariedad, generalmente influida por las pasiones y capricho del juicio personal de los individuos. Esta es la tradición confiada al cuidado de los ancianos y doctores de la nación, bajo la autoridad del jefe de la religión, sentado en la cátedra de Moisés, es decir, el sucesor del legislador de los hebreos, ya que, para usar las expresiones del profeta, sus labios eran los depositarios del conocimiento, y de su boca se buscaba el conocimiento de la ley de la verdad, porque era el ángel del Señor (Mal. II 6-7); en otras palabras, porque tenía la misión de interpretar la ley de Dios. 

La Escritura nos dice (Deut. IX, 11; cf. Ex. XXIV, 12-18) que Moisés, por invitación del Señor, subió al Sinaí, donde permaneció cuarenta días y cuarenta noches, al final de los cuales recibió las tablas del Decálogo. 

"¿Qué hizo, preguntan los rabinos, durante los cuarenta días y cuarenta noches que precedieron a la entrega de estas tablas?". 

Si hemos de creer al Talmud (tratado Berahhot, fol. 5 recto), estaba aprendiendo de Dios la explicación y el desarrollo de la ley escrita; en una palabra, esa ley oral que la tradición se encargó después de conducir como de la mano de generación en generación hasta el final de los siglos. 

Pero como los rabinos, es decir, los fariseos, audaces falsificadores de la verdadera tradición, exageran todo de la manera más extravagante, afirman que Dios reveló a Moisés no sólo todo el Antiguo Testamento, sino también la Mishná, las dos Guemará, tal y como se escribieron más tarde, con todas las disputas de Hillel y Shammai y otros doctores, y todo lo que iba a pasar por el febril cerebro del menor rabino hasta el fin del mundo. Talmud, tratado Meghilla, fol. 19 verso. Ver también Midrash-Yalkut, Parte I, n. 405. 

Leemos en Ex. XXIV, 12: 

“Después dijo Yahvé a Moisés: “Sube al monte, hacia Mí, y permanece allí, y te daré las tablas de piedra, con la ley y los mandamientos que tengo escritos para instrucción de ellos”. 

Así es como el Talmud, en el lugar que acabamos de citar, explica este versículo: 

"Las tablas, es el decálogo; la ley, es el Pentateuco; los mandamientos, son la Misná; que tengo escritos, son los profetas y los hagiógrafos; para instrucción de ellos, es la Guemará. Así que, concluye, todo esto fue revelado en el Sinaí" (ver también el libro Yalkut-Hhadasch, título Lubhot, n. 74). 

En la antigüedad, la tradición no podía ser violada, pues tan pronto como surgía un desacuerdo entre los doctores, la causa era llevada, de grado en grado, ante la gran asamblea de Jerusalén, llamada, en los últimos tiempos, con una palabra griega, Sanedrín. Estaba compuesto por setenta doctores de la ley, sin contar al nâci, נשיא, jefe, presidente, considerado como el legítimo sucesor de la autoridad espiritual de Moisés. 

“Cuando te resultare demasiado difícil resolver una causa entre sangre y sangre, entre derecho y derecho, entre herida y herida y (otras) cuestiones litigiosas en tus puertas, te levantarás y subirás al lugar escogido por Yahvé, tu Dios, e irás a los sacerdotes, hijos de Leví, y al juez que hubiere entonces, y los consultarás; y ellos te resolverán el caso conforme al derecho. Haz según la sentencia que te anuncien desde aquel lugar que Jehová haya escogido, y pon cuidado en hacer conforme a todo lo que te enseñaren. Según la ley que ellos te enseñaren, y según la sentencia dada por ellos, así has de hacer. No te apartes de la sentencia que te hayan manifestado, ni a la diestra ni a la izquierda. Quien dejándose llevar por la soberbia, no escuchare al sacerdote establecido allí para servir a Yahvé, tu Dios, ni al juez, a ese tal será quitado la vida. Así extirparás el mal de en medio de Israel. Y todo el pueblo al oírlo temerá, y no se dejarán más llevar por la soberbia” (Deut. XVII, 8-13). 

Este es uno de los pasajes más notables a favor de la sumisión debida a la autoridad espiritual, que reside en el cuerpo docente de la Iglesia, depositario de la tradición, y, en última instancia, en el jefe supremo del sacerdocio en la tierra, guardián infalible de la doctrina divina. Volveremos sobre ésto después de haber relatado las adorables palabras de Nuestro Señor, que se refieren al mismo tema. 

Si nos remontamos a los monumentos más antiguos, encontramos rastros de la ley oral, es decir, de la tradición. Josefo (Antiq., III, 5, n. 6) dice que Moisés, después de haber manifestado al pueblo la ley de Dios, le prescribió, en ocasiones sucesivas, la manera en que debía observar todas estas leyes. En el lib. XIII, cap. 10, n. 6, nos dice que los fariseos daban al pueblo instrucciones religiosas que no formaban parte de las leyes (escritas) de Moisés, pero que les habían llegado a través DE UNA TRADICIÓN CONSTANTE DE LOS ANTEPASADOS DE LA NACIÓN. Los Targumim (plural de Targum), Paráfrasis caldeas que entraron en uso poco después del regreso del cautiverio babilónico, porque la gente común ya no podía entender el hebreo del texto original de la Biblia, no sólo mencionan la ley oral en varios lugares, sino que también relatan un gran número de tradiciones que luego fueron consignadas en el Talmud, algunas de las cuales explican el significado de varias de las leyes de Moisés y otras, dan preceptos que no se encuentran en el Pentateuco. 

El propio Antiguo Testamento presenta claras huellas de una tradición oral. Sólo indicaremos algunas de ellos[3]. 

1. En el Deuteronomio (XII, 21) se dice: 

“Podrás matar reses de tu ganado mayor y menor según lo que te tengo mandado (כַּאֲשֶׁ֖ר צִוִּיתִ֑ךָ)”. 

En ninguna parte del texto se da esta prescripción. Por lo tanto, era un artículo de la ley oral. En efecto, la tradición enseña de qué manera debían matarse los animales, tanto los destinados al sacrificio como los utilizados para el consumo. 

2. En el Levítico (XVI, 29) leemos esta disposición: 

“En el mes séptimo, el día décimo del mes, os mortificaréis (תְּעַנּ֣וּ אֶת־ נַפְשֹֽׁתֵיכֶ֗ם)”. 

Aquí, necesariamente, la tradición debe acudir en ayuda de la ley escrita para decirnos en qué debe consistir esta mortificación: es lo que hace efectivamente. 

3. Por último, si eliminamos de la religión el dogma de la inmortalidad del alma, la arruinamos de arriba a abajo. ¿Es posible que el Señor o el sabio legislador del Horeb, permitiera que este dogma fundamental de la religión fuera ignorado por el antiguo pueblo de Israel, en cuyo seno la Iglesia, como la sinagoga, venera a un gran número de justos salvados por su fe y sus obras? Sin embargo, la ley escrita no enseña este dogma de forma expresa: sólo se descubre por inducciones, cuya consecuencia puede ser discutida. Las alusiones a la inmortalidad del alma, que se ha pretendido encontrar en la Biblia judía, son en verdad muy vagas y poco numerosas; y, además, si estas alusiones son reales, proporcionan una nueva prueba de que la inmortalidad del alma era un artículo formal y explícito de la ley religiosa; y este artículo sólo existe en la tradición. 

También en este punto el Evangelio no nos falla. Nuestro Señor Jesucristo, dirigiéndose al pueblo y a sus propios discípulos, dijo un día: 

“Los escribas y los fariseos se han sentado en la cátedra de Moisés. Todo lo que ellos os mandaren, hacedlo” (Mt. XXIII, 2-3). 

Estos doctores judíos sólo podían sentarse en la cátedra de Moisés como depositarios legítimos de la autoridad del profeta legislador, es decir, de la autoridad para decidir casos dudosos y para explicar la ley sagrada según la tradición que acabamos de hablar. En cuanto al texto de la ley escrita, ciertamente no era necesario que los fariseos lo enseñaran al pueblo. Era un deber religioso de todo padre leerlo una y otra vez, repasarlo en su mente al acostarse, al levantarse, al descansar en su casa y enseñarlo a sus hijos (Deut. XI, 19); además, debía hacer una copia del mismo con su propia mano[4].


 

[1] תורה (del verbo ורה en la forma hif-il) significa propiamente, como dicen los mejores lexicógrafos, doctrina, instrucción. No es menos cierto que cuando este término hebreo designa el Pentateuco, cristianos y judíos lo han traducido siempre por lex, ley. San Jerónimo, en su Prologus galeatus, dice: 

"Cinco libros de Moisés, a los cuales llaman propiamente תורה, es decir, ley”. 

En el Nuevo Testamento se mencionan con frecuencia la ley y los profetas. 

[2] Ver Talmud, tratado Baba-Batra, fol. 15 recto; tratado Menahhoi, fol. 50 recto, y los doctos prolegómenos de Mendelssohn sobre el Pentateuco. 

[3] El rabino Moisés de Kolzi, en el prefacio de su Gran Libro de Preceptos, cita un número considerable de pasajes del Pentateuco que, sin la tradición, no serían más que enigmas y contradicciones. 

[4] Deut. XXX, 19. Cf. Talmud, tratado Sanedrín, fol. 21 verso, y especialmente Maimónides, mismo tratado, cap. 7, § 1. Summa Theologica de Joseph Karo, 2ª parte, n. 270, § 1, con las anotaciones del Ture-Zahab y el Reèr-Haggôlé.