c) La Estrella de los Magos
Cuando nació Jesús-Emmanuel los Magos vinieron de Oriente a Jerusalén y preguntaron:
“¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?”.
Habían visto su estrella en Oriente –la estrella de Jacob– y venían a adorar al joven rey.
Herodes se turbó al saber que un rival había nacido: supone que es el Mesías y reúne a los sacerdotes y escribas. Herodes ignora las profecías, pero le enseñan sin problemas. A su pregunta:
“¿Dónde debe nacer Cristo?”, los escribas respondieron sin dudar: “En Belén de Judá”.
Citan la profecía de Miqueas cuyo texto original dice:
“Pero
tú, Belén de Efrata,
pequeña
(para figurar) entre los millares de
Judá,
de ti
me saldrá
el
que ha de ser dominador de Israel,
cuyos
orígenes son desde los tiempos antiguos,
desde los días de la eternidad” (Miq. V, 2).
El evangelista Mateo no ha citado más que la parte de la profecía que concierne al nacimiento y al carácter real del Mesías, pero la segunda parte proclama magníficamente su origen divino, al igual que Isaías, quien lo llama: “Padre de la eternidad” o “de la antigüedad” (Is. IX, 6). Ahora bien, el “Anciano de días” es siempre Dios (Dan. VII, 9).
Emmanuel, Dios con nosotros, es también el pequeño Niño que acaba de nacer en Belén, el Hijo de la Virgen. Los Magos, que representan la gentilidad o las naciones, le adjudican su título de rey: “Rey de los judíos”, los cuales rechazarán reconocer cuando llegue la hora.
Ahora Jesús se contenta con hacerse descubrir bajo el signo de la estrella, así como se hizo conocer por los pastores bajo el signo del ángel rodeado de esplendor.
Los magos velaban en la noche, a la luz de las estrellas; los pastores “guardaban las vigilias de la noche” (Lc. II, 8) y en medio de la noche se oirá el grito “¡He aquí al Esposo!”, y el retorno inesperado del Señor sorprenderá al mundo.
En el misterio nocturno, Cristo se deja buscar y encontrar. El tesoro escondido es para los que vigilan las noches, que los esperan en medio de las tinieblas del siglo.
d) Simeón y Ana
Íntimamente relacionada con la profecía está la Presentación de Jesús en el Templo. Si los pastores y los magos eran vigías, cuánto más Simeón y Ana guardaban también las vigilias de la noche. ¡Tipos perfectos de los “expectantes”!
Simeón, ese hombre justo y piadoso esperaba
“La consolación de Israel, y el Espíritu Santo era sobre él” (Lc. II, 25).
¿Esperar como Simeón implica errar? ¿Es ilusionarse? Sin duda, le decían, puesto que los burlones jamán han faltado desde Noé y los yernos de Lot:
“¿Dónde está la promesa de su Parusía? Pues desde que los padres se durmieron todo permanece lo mismo que desde el principio de la creación” (II Ped. III, 4).
Pero en la dulce y fuerte espera de su corazón, Simeón vino al Templo; encuentra al “niño Jesús”, lo toma en sus brazos y comprende entonces el misterio llano, maravilloso y espléndido sobre ese Niño que será “un signo de contradicción”.
Ese niño –único en el mundo– llevaba sobre Sí el poder de Dios, la debilidad del hombre, la santidad del sacerdote, la autoridad del rey, la ciencia del profeta. Abrirá “el rollo del Libro”, aportará al mundo su salvación, ofrecerá el rescate, comunicará su gloria y su magnificencia; devolverá el Reino perfecto al Padre.
Simeón penetró este misterio de contradicción. Le expuso a María:
“Una espada traspasará tu alma” (Lc. II, 25-38).
¿Y no le decía Jesús, en brazos de Simeón, sobre su corazón:
“He aquí que vengo con el rollo del Libro escrito por mí”?
Ahora bien, esta visita de Jesús al Templo, cuarenta días después de su nacimiento, según la Ley, había sido vista proféticamente por Malaquías:
“De repente vendrá a su Templo el Señor a quien buscáis, y el ángel de la Alianza a quien deseáis. He aquí que viene”.
“He aquí que viene”: ¿no es un eco del “he aquí que vengo” de Jesús?
Al llevar María y José a su Hijo cumplían la profecía. Viene a su Templo.
Pero Malaquías, sin transición, evoca otra venida, la del Ángel de la alianza, para el juicio de su pueblo.
“¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién es el que podrá mantenerse en pie en su epifanía? Pues será como fuego de acrisolador, y como lejía de batanero. Se sentará para acrisolar y limpiar la plata [idea de juicio]; purificará a los hijos de Leví, y los limpiará como el oro y la plata, para que ofrezcan a Jehová sacrificios en justicia” (Mal. III, 1-3).
Profecía para el siglo futuro, que sobrepasaba los años de gracia y se une a la Tribulación y al establecimiento del Reino[1].
e) Los llantos de Raquel
La visita de los Magos había impresionado a Herodes, al punto que decidió matar a todos los niños varones de Belén menores a dos años.
Bajo la deslumbrante luz de las profecías sobre el origen y nacimiento de Jesús, habíamos olvidado la terrible persecución de Satanás, la persecución de la descendencia de la Serpiente contra la descendencia de la mujer.
La hora parece propicia al Adversario. Ciertamente, nada se le ha escapado, desde el nacimiento milagroso del Niño nacido de una virgen; desde que los ángeles anunciaron a los pastores la buena nueva:
“Hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo Señor” (Lc. II, 11)[2];
Desde que los magos, turbando a Herodes y a toda la ciudad de Jerusalén junto con él, habían preguntado por “el Rey de los judíos”.
Las dudas de Satanás devienen certezas. Herodes es un maravilloso instrumento que es preciso utilizar cuanto antes.
Satanás le sugiere el decreto
de muerte de los infantes, como antiguamente al Faraón cuando iba a nacer
Moisés. ¡De esta manera no escapará el hijo de la Virgen, de los ángeles y de
los pastores!
Profunda realidad, en su medieval ingenuidad, la imagen de Herodes esculpida en el pórtico Santa Ana de Notre-Dame de París: el rey está sentado, listo para dar órdenes, mientras un pequeño monstruo le dicta al oído la promulgación del decreto.
Jesús es salvado y llevado a Egipto. Una separación en la regla de la vida de Israel. Los años siguientes, en el silencio de Nazaret, serán la imagen de la separación que Dios quería para su pueblo, a fin de que pueda, como Jesús, crecer en edad, en sabiduría, en ciencia, ante Dios y ante los hombres (Lc. II, 52).
El profeta Oseas había hablado de este exilio a Egipto y de su regreso. San Mateo lo cita:
“De Egipto llamé a mi hijo” (Os. XI, 1).
La visión profética de Oseas
une a Cristo con su pueblo, el pueblo sacado de Egipto, salvado milagrosamente
de la cólera del Faraón, como Jesús de Herodes.
En cuanto a la masacre de los niños de Belén, la profecía de Jeremías proporciona al evangelista una sorprendente comparación.
“Se oye una voz en Ramá, gemidos y llanto amargo. Es Raquel que llora a sus hijos, rehúsa consolarse de la suerte de sus hijos que ya no existen” (Jer. XXXI, 15; Mt. II, 17-18).
El dolor de las madres del tiempo de Jesús se compara con el de las madres que vieron partir en cautividad a sus hijos, seis siglos antes; pero también se debe unir al dolor de las mujeres de los hebreos cuyos hijos se arrancaban para arrojarlos al Nilo.
Una vez más el Evangelio une a Cristo con su pueblo; no los separa nunca.
¿No viene el Mesías a levantar el gran telón de fondo de un inmenso decorado? Solidario con Israel, tomó los sufrimientos, las enfermedades, los pecados... No puede ser el perfecto Salvador más que moldeado con la miseria y el dolor de los suyos.
[2] Comparemos los títulos que los ángeles le dan: Salvador o Jesús; Cristo o
Mesías; Señor o Hijo de Dios, con los que Gabriel había presentado a la Virgen
para convencerla: Jesús o Salvador, Hijo del Altísimo o Dios Eterno. Recibirá
el trono de David y, por lo tanto, será Rey; este último título se relaciona
claramente con el de Cristo o Mesías, de Señor o Hijo de Dios.