sábado, 8 de enero de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, El Misterio de los primeros Reyes (III de III)

    d) David, figura del Mesías 

David será varias veces figura del Mesías; pero, como hemos recordado, lo será sobre todo del Mesías sufriente. 

La revuelta de su hijo Absalón, del cual fue la víctima dolorosa, nos muestra un rey rechazado, desconocido, expulsado de Jerusalén, incluso maldecido por algunos de los suyos. 

David ascendió al monte de los Olivos, al mismo lugar de la agonía de nuestro Salvador, con la cabeza cubierta y llorando. 

“Luego el rey y toda la gente atravesaron el Cedrón... Subía David la cuesta [del Monte] de los Olivos; subía llorando, cubierta la cabeza y caminando descalzo. También toda la gente que le acompañaba tenía cubierta la cabeza, y subían llorando” (II Rey. XV, 23.30). 

A la revuelta de su hijo Absalón se agrega la traición de Aquitófel; el engaño del amigo es particularmente sensible al corazón de David. ¿No tenemos aquí una impresionante imagen de la traición de Judas, cuyo fin será exactamente el mismo que el de Aquitófel? Comprendió su extravío, aparejó su asno y fue a colgarse, “se ahorcó” (II Rey. XVII, 23). ¿No es asombroso? Aquí tenemos uno de esos detalles insospechados que son signos extraordinarios, si es que sabemos considerarlos a la claridad de la luz profética. 

David, cercado por los revoltosos, traicionado por los suyos, estuvo en una angustia y dolor extremos. 

Sin embargo, surgieron contradicciones; incluso aquellos que habían estado con Absalón comenzaron a reflexionar. 

Dos gritos se oyeron: “¿Quién está por Absalón?” - “¿Quién está por el verdadero rey?”. 

Son siempre los mismos gritos que ascienden en su gran lucha entre Satanás y Cristo. 

Algunos se reunían y decían: 

“El rey nos libró del poder de nuestros enemigos, él nos salvó de las manos de los filisteos, y ahora ha huido del país a causa de Absalón. Ahora bien, Absalón, a quien habíamos ungido rey por sobre nosotros [he aquí cómo el mundo hizo rey a Satanás, el usurpador, y cómo hará jefe a la Bestia, el Anticristo] ha muerto en la batalla. ¿Por qué no hacéis nada para traer al rey?”. 

El rey David envió entonces a decir a los sacerdotes Sadoc y Abiatar: 

“Hablad con los ancianos de Judá, diciendo: ¿cómo es que sois vosotros los últimos en hacer volver al rey a su casa?... Vosotros sois mis hermanos, sois huesos míos y carne mía; ¿por qué sois los últimos en hacer volver al rey?”. 

Así ganó el corazón de todos los hombres de Judá, como si fuesen un solo hombre; y enviaron a decir al rey: 

“Vuelve tú y todos tus siervos. Volvió el rey, y vino al Jordán. Los de Judá habían ido al encuentro del rey hasta Gálgala, a fin de ayudarle en el paso del Jordán” (II Rey. XIX, 9-15). 

Los desarrollos de estas negociaciones, la luz que va creciendo en el corazón del pueblo, el retorno del rey al grito de “¡vuelve!”, la salida a su encuentro para escoltarlo al paso del Jordán, la entrada en el país abandonado y esta expresión: “Vosotros sois mis hermanos, sois huesos míos y carne mía”, ¿no son detalles conmovedores si los relacionamos con lo que debe suceder a Israel en los últimos tiempos, al fin de la Tribulación? 

En ese momento Israel se arrepentirá, reconocerá a Cristo, su rey, su hermano, “hueso de sus huesos, carne de su carne”. 

“Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los habitantes de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración” (Zac. XII, 10). 

Henos aquí de repente trasladados al día maravilloso en el que aquellos que hayan desconocido a su Salvador, los que hayan despreciado a su Rey ultrajado, se volverán finalmente a Él y clamarán: “¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡Vuelve!”. 

En cuanto a sus fieles, irán a su encuentro, ya no al Jordán sino “sobre las nubes”, a fin de volver con Él y con todos sus santos sobre el monte de los Olivos, para el juicio de las Naciones. 

Admirables perspectivas proféticas que nos encaminan hacia el reino de Salomón, figura de Cristo Rey. El mismo Jesús se comparó “a Salomón, en toda su magnificencia” (Mt. VI, 29), y decía a los que le veían: “Hay aquí más que Salomón” (Mt. XII, 42). 

e) El Rey Salomón 

Al igual que la realeza de Cristo conoció la contradicción, y la conoce siempre, la de Salomón fue violentamente combatida por su hermano Adonías, quien, movido por el príncipe de este mundo, declaró: “¡Yo seré rey!”. 

Y se procuró una carroza, gente a caballo y cincuenta hombres que corriesen delante de él. Le pidió al sacerdote Abiatar, tan fiel a David, sin embargo, pero cuya familia era rechazada debido a las faltas de Helí, que lo consagrara. Abiatar aceptó y apoyó al usurpador. 

En cuanto a Salomón, fue rodeado por el sacerdote Sadoc y por el profeta Natán, y, a pesar de los clamores que ya se oían, anunciando que Adonías era rey, descendió al Gihón en la mula de su padre David y allí recibió la unción real. 

Ambos reyes tienen consigo dos bandos de partisanos; la lucha es acalorada, los gritos se elevan y se oponen: “¡Viva el rey Adonías!”, “¡Viva el rey Salomón!”. 

¿No oímos siempre los mismos clamores? La lucha está siempre abierta. 

Adonías, el usurpador, tiene un carro de guerra como los reyes de las naciones, tirado por un caballo de batalla; Salomón no tiene más que la vieja mula de su padre, el animal pacífico sobre el cual Jesús, Rey de la paz, entrará en Jerusalén (Zac. IX, 9-10). 

Finalmente, después de estas tumultuosas polémicas, Salomón fue reconocido como rey legítimo. Semejante insurrección, que por lo demás entraba en la norma de las que surgieron alrededor de David, exigía violentas represalias. La autoridad real no se puede edificar más que con la justicia; la paz no se extenderá más que sobre el orden restablecido. 

Salomón será antes que nada un justiciero. Los racionalistas critican las ejecuciones ordenadas por Salomón contra los “colaboradores” de Absalón y luego la de Adonías, pero creemos que tales críticas ya no se sostienen en vista de las represalias que se han tomado en todos los siglos. 

Salomón no obraba movido por la ira, sino por la justicia, y en esto es figura de Jesucristo Juez en su Retorno. 

El dulce Cordero inmolado será un temible Juez. El tiempo de la “ira del Cordero” será una realidad, y es por eso que la página del “rollo del Libro” que describe los terribles juicios futuros, nos va a retener un buen tiempo[1]. 

Pero si Salomón fue un justiciero e impartió juicios equitativos y célebres, fue también el rey pacífico por excelencia, cuyo nombre mismo es el signo[2]. 

Gozaba de paz por todos lados en derredor suyo. Judá e Israel habitaban seguros, cada cual, bajo su parra y su higuera” (III Rey. IV, 24-25). 

La extensión del reino casi tomó los límites que deberá tener en los tiempos mesiánicos y que después de Salomón nunca alcanzó. 

Salomón, en su reconocimiento para con el Señor que le había otorgado la paz, decía: 

Mas ahora Jehová, mi Dios, me ha dado reposo por todos lados; no hay más adversario [en hebreo, no más “satanases”] ni obstáculo adverso” (III Rey. V, 4). 

El Reino de Cristo conocerá el reposo, la seguridad y la paz, puesto que el poder del adversario encadenado será controlado. 

No menos característico del reino de Salomón es la centralización que hizo de las doce tribus y de su unión. Su unidad no se realizó más que durante su dominio. 

Al mismo tiempo, las naciones se unieron a Israel. 

La reina de Saba lleva sus homenajes y presentes a Salomón, como a su soberano; Hiram, rey de Tiro, participa en la construcción del Templo, que fue el centro de reunión de las tribus e incluso de los gentiles. 

La oración que Salomón elevó a Dios el día de su dedicación (III Rey. 8) es ciertamente la más completa y magnífica intercesión universal de la Biblia. Une el Antiguo Testamento con el Nuevo, Israel con las Naciones, para el Reino futuro. 

Salomón naufragó en los desórdenes del harén, las prácticas idolátricas, en torno al lujo, sus caballos, sus carros, sus tesoros, todas trampas del maligno. Entonces se dividió su reino y los signos tan convincentes de la proximidad del Reino mesiánico desaparecieron. 

Satanás, de nuevo, retomó la esperanza. Concibió todo un plan para exterminar la descendencia real de David y hacer mentir a la palabra del Eterno por medio de la palabra de Natán. 

Un siglo más tarde, la sanguinaria Atalía fue su instrumento de elección para hacer desaparecer la línea real. Sin embargo, solamente el pequeño Joás se salvó; las promesas de Dios son formales. Escondido seis años en el Templo, fue educado allí ignorando su glorioso destino, pero al séptimo año, el sumo sacerdote Joiadá le manifestó al pueblo: 

“Los de la guardia real, cada uno con sus armas en la mano, se apostaron desde el lado derecho de la Casa hasta el lado izquierdo entre el altar y la Casa, para rodear al rey.

Entonces sacó (Joiadá) al hijo del rey, puso sobre él la diadema y el Testimonio (la Ley), y lo proclamó rey, ungiéndole. Y batieron palmas, clamando: “¡Viva el rey!”.

Al oír Atalía las voces... se vino a la gente que estaba en la Casa de Jehová. Miró, y he aquí al rey estando de pie sobre el estrado, según costumbre, y a los cantores y las trompetas junto al rey; y todo el pueblo del país se alegraba al son de las trompetas. Entonces Atalía rasgó sus vestidos y gritó: “¡Traición, traición!” (IV Rey. XI, 11-14). 

Ése será el clamor del Anticristo vencido, en el momento de la Parusía de Cristo, que lo “aniquilará con el soplo de su boca” (II Tes. II, 8)[3]. 

Durante cuatro siglos la realeza va a permanecer como la roca de las certezas mesiánicas: el Mesías vendrá, será Hijo de David. Los reyes infieles serán como los miliarios del gran camino real que conduce al “más grande que Salomón”, al “Rey de reyes”.


 [1] Ver cap. “Las congregaciones alrededor de Cristo”. 

[2] En hebreo, Salomón quiere decir “el pacífico”. 

[3] Joás no se manifestó sino hasta después del sexto año. San Agustín, y antes de él algunos Padres apostólicos, pensaron que Cristo se manifestará como juez y rey después del sexto milenio: 4 milenios antes de la Primera Venida más 2 milenios previos a su Retorno.