10. El Profetismo
En Israel, el delegado del único mediador que iba a venir –Cristo– era el sacerdote, colocado entre el pecador y Dios. El rey, investido de la autoridad divina, era el instrumento de la teocracia, a fin de ejercer la justicia y ejecutar la ley. Pero el profeta, depositario de los oráculos divinos, fue el más cercano a Dios; era “la boca de Dios”, unido íntimamente al Altísimo y capaz, en cierto sentido, de atar a Dios a su palabra.
Si su rol está mucho más extendido que el del sacerdote y el del rey, es también más delicado, más sutil. Exige una gran sensibilidad, y al mismo tiempo un control exacto; el intérprete del pensamiento divino no debe transmitir las palabras humanas, sus visiones personales.
Al permanecer atento, pendiente, como el centinela sobre la torre de guardia, cumplirá una admirable misión. Será verdaderamente la “boca de Dios”.
“He aquí que pongo mis palabras en tu boca”,
dijo el Eterno a Jeremías. Y a fin de no mezclar el oro de la revelación con las escorias de la interpretación individual, permanecerá pasivo en las manos de Dios: instrumento divino. Dios dispone de él; es su cosa, el canal de sus bendiciones, el “martillo” o la “vara” de sus juicios. El Espíritu Santo gobierna al profeta, lo mueve y lo activa, lo despoja de su engorrosa personalidad, de sus conocimientos, de sus concepciones religiosas, políticas o nacionales.
¿No es la renuncia a su comportamiento natural, a su “yo”, exigido por Él, para no ser más que una “voz que clama”, un centinela que advierte? Objeto de desprecio de parte de los sacerdotes, de burla ante el pueblo y a menudo expuesto a terribles persecuciones de parte de los reyes, tiene amenazas constantes: tal es el profeta.
Entendemos por qué rechaza de entrada su misión. Moisés objetaba su inconveniente para hablar (Ex. IV, 10); Jeremías su juventud:
“He aquí que no sé hablar, porque soy un adolescente” (I, 6).
Daniel muda su rostro, se pone lívido, cae en tierra; solamente la fuerza de Dios puede sostenerlo (Dan. VIII, 17-19; X, 8-12).
El llamado de Ezequiel está marcado por el mismo terror:
“Me postré con el rostro en tierra, y oí la voz de uno que hablaba. Y me dijo: «Hijo de hombre, ponte en pie y Yo te hablaré». Y después que me habló entró en mí el Espíritu, el cual me puso sobre mis pies; y escuché a Aquel que me hablaba... «Hijo de hombre, recibe en tu corazón todas mis palabras que voy a decirte y escúchalas con tus oídos... No seas tú rebelde»” (Ez. I, 28-II, 2; III, 10; II, 8).
Es que, en efecto, el profeta quería librarse de su misión profética o huir como Jonás. Es necesaria la magnanimidad de Isaías –pero cuán excepcional fue– para clamar sin hesitar:
“Heme aquí; envíame a mí” (Is. VI, 8).
San Pedro lo ha afirmado:
“Porque jamás profecía alguna trajo su origen de voluntad de hombre, sino que impulsados por el Espíritu Santo hablaron hombres de parte de Dios” (II Ped. I, 21).
Ciertamente pueden profetizar movidos por el Espíritu, cuando el Espíritu está en ellos; y ciertamente no depende de su elección, ni de su iniciativa personal, ni de su rango social, ni de su ciencia o elocuencia que sean designados para semejante misión de abnegación, contradicción, sino solamente del poder del Espíritu que obra en ellos, los somete, los transforma. ¡El Espíritu entra en ellos! Ese Espíritu es incluso el Espíritu de Jesús,
“El Espíritu de Cristo que profetizaba en ellos” (I Ped. I, 11).
¡Qué actualidad, pues! Encontraremos a Cristo, la Palabra, el Verbo de Dios, en cada palabra que pronuncien.
Hemos llegado a la cima de nuestro estudio. Todo cuanto hemos dicho de los Patriarcas, de Moisés, del sacerdocio, de la realeza, nos ha encaminado hacia la altamar del “océano de las Escrituras”, según la frase de san Jerónimo, ante el poder del profetismo, ante la inmensidad insondable del misterio de Cristo: sufrimientos y glorias indecibles del Hombre de dolores y del Rey de reyes.
A los profetas les correspondió la parte principal en el rollo del Libro, en donde se ha escrito sobre Jesús. Esto es tan cierto que Ezequiel, al recibir el llamado a su misión profética, nos dice:
“Yo miré, y vi una mano que se tendía hacia mí, y he aquí en ella el rollo de un libro. Lo desenvolvió delante de mí, y estaba escrito por dentro y por fuera; y lo escrito en él eran cantos lúgubres, lamentaciones y ayes. Y me dijo: «Hijo de hombre, come lo que tienes delante; come, come este rollo; y anda luego y habla a la casa de Israel». Abrí mi boca, y me dio de comer aquel rollo. Y me dijo: «Hijo de hombre, con este rollo que te doy, alimentarás tu vientre y llenarás tus entrañas». Y yo lo comí, y era en mi boca dulce como miel” (Ez. II, 9-10; III, 1-3)[1].
Y es un rollo lo que
Jesús abrirá, desenrollará en la sinagoga de Cafarnaúm, en su Primera Venida
(Lc. IV, 16-22); lo desenrollará una vez más sobre el trono, como inmolado y
León de Judá en su Segunda Venida (Apoc. V, 1-5).
Marchemos, pues, paso a paso. Sigamos el desarrollo de la profecía sobre la humillación y los sufrimientos en primer lugar; luego las glorias del Mesías, con un corazón amante y oídos abiertos.
“Recibe en tu corazón y escúchalas con tus oídos” (Ez. III, 10).
Por lo demás, ¿no es lo que hizo Jesús con Andrés y Juan, a quienes recibió en su morada, cerca de Betania, en el Jordán? Convencidos de la realización de las profecías en Él, dijeron inmediatamente:
“Hemos hallado al Mesías”,
Que se traduce: Cristo. Y al día siguiente le decía a Natanael:
“A Aquel de quien Moisés habló en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: es Jesús, hijo de José, de Nazaret”.
Y Natanael, iluminado porque Jesús le había dicho que lo había visto bajo la higuera, clamó:
“Rabí, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel” (Jn. 1, 35-51).
Los grandes títulos de Cristo nos son indicados desde el comienzo del ministerio público:
“Cordero de Dios”, dirá Juan el Bautista.
“Mesías o Cristo”, dirán Andrés y Juan.
“Jesús de Nazaret o Hijo del hombre”, dirá Felipe.
“Hijo de Dios y Rey de Israel”, dirá Natanael.
Pero es obvio que todos estos títulos mesiánicos parecen difíciles de conciliar y es por eso que alrededor de Jesús se va a manifestar a menudo el asombro, la contradicción, hasta el desprecio y la acusación.
Simeón había profetizado bien que sería “signo de contradicción” y que el alma de María sería atravesada por una espada, a causa de esta misma contradicción que se extenderá desde el nacimiento hasta la muerte, hasta su resurrección, durante la larga espera de su regreso.
Qué gran conflicto a la hora de la Pasión entre la humanidad sufriente del Hijo del hombre, de Jesús; de la divinidad todopoderosa del Hijo de Dios, del Cristo; y de la realeza futura, gloriosísima, pero aún más velada, del Rey de reyes.
Fue siempre esta contradicción lo que obnubiló el espíritu de los apóstoles y de los discípulos durante el ministerio público y la Pasión, hasta que Jesús les abrió la inteligencia, la noche de la Resurrección.
“Esto es aquello que Yo os decía, cuando estaba todavía con vosotros, que es necesario que todo lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos, se cumpla” [2]. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: “Así estaba escrito [en el Rollo del libro] que el Cristo sufriese y resucitase de entre los muertos al tercer día [...] Vosotros sois testigos de estas cosas” (Lc. XXIV, 44-48).
El mismo lenguaje que empleó con los peregrinos en el camino a Emaús, en el mismo día. Habían tenido grandes esperanzas sobre
“Jesús el Nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y palabra delante de Dios y de todo el pueblo”.
Sin embargo, había sido condenado a muerte y crucificado.
“Nosotros, a la verdad, esperábamos que fuera Él, aquel que habría de librar a Israel”.
¡Qué decepción!
El reproche de Cristo es hiriente. Está lleno de terribles consecuencias para nosotros si no creemos todo lo que los profetas dijeron sobre Jesucristo.
“¡Oh hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas!”.
¡Todo lo que han dicho los profetas!
Referirse a ellos es de importancia capital. Jesús precisa: coloca a los discípulos bajo la luz del gran faro profético:
“Y comenzando por Moisés, y por todos los profetas, les hizo hermenéutica de lo que en todas las Escrituras había acerca de Él” (Lc. XXIV, 13-27).
Cada palabra pesa; ¡pesémoslas!
Jesús está unido, pues, a Moisés y a los Profetas; ha venido a vivir las figuras bíblicas, a cumplir los Signos, a realizar las profecías.
Ya hemos estudiado figuras y símbolos según los libros de Moisés y los Reyes; ahora estamos en la escuela de la profecía. Nos va a hablar, a instruir como si Jesús mismo nos revelara su vida pasada y futura. ¡Escuchemos con amor, estudiemos con perseverancia, creamos con toda certeza, esperemos con toda alegría las maravillas del mundo futuro!
¿No nos dice San Pedro que los profetas hicieron del misterio de Cristo:
“El objeto de sus búsquedas e investigaciones, averiguando a qué época o cuáles circunstancias se refería el Espíritu de Cristo que profetizaba en ellos, al dar anticipado testimonio de los padecimientos de Cristo y de sus glorias posteriores?”.
Agrega:
“A ellos fue revelado que no para sí mismos sino para vosotros; administraban estas cosas [...] que los mismos ángeles desean penetrar (I Ped. I, 10-12).
Tengamos, pues, por absolutamente cierta la palabra profética; aportemos la adhesión de la fe, del amor, de la esperanza; tomemos, en la alegría, esta “lámpara que alumbra en un lugar obscuro” para esclarecer las tinieblas del mundo que nos oprimen. Esta lámpara nos conducirá “hasta que amanezca el día” –el día de Cristo– “hasta que el astro de la mañana –Cristo– se levante en nuestros corazones”; pero tengamos en cuenta, antes que nada:
“Que ninguna profecía de la Escritura es obra de propia iniciativa” (II Ped. I, 19-21).
La Escritura, decía Pascal, “no se puede interpretar más que por la Escritura”. Gran verdad desconocida.
Los hechos y gestos de Cristo no se pueden considerar más que teniendo en cuenta las profecías, y las profecías no pueden tener fuerza de vida para nosotros a menos que se unan a los hechos y gestos de Cristo, el Hijo del hombre, Hijo de Dios, Juez y Rey.
[2] Es decir, en todas las Escrituras (Lc. II, 27). La Biblia hebrea se divide,
en efecto, en tres partes: la Ley, los Profetas, los Escritos, del cual los
Salmos marcan el comienzo. En
el Nuevo Testamento hay 101 citas literales de los Profetas, de los cuales 61
son de Isaías. Los Salmos son citados 74 veces.