domingo, 25 de octubre de 2020

La Disputa de Tortosa (XXII de XXXVIII)

    Un poco más abajo se explaya el Autor sobre los bienes prometidos a Israel y trae estas interesantes palabras: 

“Pero al ser elegido un pueblo especial para que de él descendiese el Mesías, que había de obrar la redención y bendición de las naciones, se hicieron promesas especiales a ese pueblo para moverlo a mantenerse fiel, y esas promesas fueron condiciona das a su fidelidad (…) el pueblo estaba ya formado e interesaba mantenerlo fiel instrumento de los designios divinos; la bendición principal no eran los bienes terrenos, sino el ser el pueblo de Dios, participar ya en cierto modo de la obra redentora del Mesías cuando todas las naciones estaban sumidas en la noche de la idolatría (Deut. XXVI, 18-19). Esta era la verdadera grandeza del pueblo de Israel, con la cual ninguna otra grandeza puede compararse. Dejaría de ser exclusiva con la venida del Mesías. Pero esto, lejos de mermar la gloria de Israel, la aumentaría, ya que con ello empezaría su imperio espiritual sobre todo el mundo: de Sión saldría la ley para todas las naciones (Is. II, 3): y éstas la aceptaron al dársela Jesucristo. Esa es la gran gloria del pueblo de Israel, ante la cual palidecen todas las glorias de orden político que puedan concebirse; esa era la gloria que vio el anciano Simeón cuando, teniendo a Jesús en brazos, lo saludó como “luz para iluminar a los gentiles, y gloria de su pueblo Israel” (Lc. II, 32). 

Y más abajo continúa: 

“Paz y abundancia y, por parte de los pueblos vecinos, respeto y consideración. La historia de Israel confirma abundantemente esta interpretación. Eso fué, en efecto, y no otra cosa, lo que Dios les concedió siempre que fueron fieles, aun en los tiempos más gloriosos de David y Salomón. 

Pero esas promesas particulares a Israel estaban condicionadas a su fidelidad, y no tanto a su conducta moral como a su fe (Ex. XIX, 5-6; XXIII, 20-22; Deut. XI, 10-27; XXVIII, 1-68.) De ahí que frecuentemente se le anuncie la dispersión entre las naciones, y aun la destrucción (Lev. XXVI, 27-45; Num. XXIV, 24; Deut. IV, 25-31.40; V, 33; VIII, 1.19-20; XXXI, 16). Pero se le promete el perdón y la restauración siempre que se convierta (Deut. XXIX, 22-XXX, 20). La historia de Israel nos demuestra que el cumplimiento de esas promesas iba vinculado ante todo a la conservación de la verdadera fe. Así todas las opresiones que sufren en tiempo de los Jueces vienen determinadas por la práctica de la idolatría. Y es esa misma idolatría, contra la que en vano luchan los profetas, la que acarrea la cautividad asiría y babilónica. Había, es verdad, otros pecados, que también llevaron su castigo; pero la idolatría era la fuente de ellos y el motivo principal de la cautividad. 

Ello nos lleva a la conclusión de que, si hoy los judíos están dispersos por el mundo, sin patria y sin santuario, es porque son infieles a la verdadera fe que Dios les exige para su repatriación y su perdón. No conocen al verdadero Dios, porque no reconocen al verdadero Mesías Jesucristo (Mt. XI, 27; Jn. VIII, 57-58). Ese desconocimiento de Jesucristo es lo único que puede explicar su cautividad, ya que, si Jesucristo no fuera Dios, tendrían ellos la fe verdadera; y profesando la fe verdadera, Dios los volvería a su patria, según lo tiene prometido. Por eso, el argumento que con frecuencia toca Jerónimo en la Disputa de que la cautividad actual es prueba clara de que rechazaron al verdadero Mesías, nos parece de lo más excelente, y todas las explicaciones que de esa cautividad intentaron los rabinos no hacen más que resaltar la fuerza del argumento. 

Y esa cautividad, pensamos, durará hasta que se conviertan. Así parece deducirse de la condición puesta a las promesas de perdón en el Antiguo Testamento, y así parece inculcarse también en el Nuevo Testamento (Lc. XXI, 24 y Rom. XI, 25-26). Creemos que jamás poseerán pacíficamente los judíos su tierra ni reedificarán su templo, como en las profecías está anunciado, hasta que se conviertan. Y todos los esfuerzos actuales del Sionismo, o bien son en los planes secretos de Dios una vía para su conversión en masa, o bien acabarán en el mayor fracaso y en una matanza semejante a la ocurrida bajo Adriano con el falso Mesías Bar Kokeba (…)[1]. 

Los rabinos de Tortosa, a diferencia de los sionistas actuales, creían que la reducción de la cautividad había de ser obra del Mesías, no de poderes meramente humanos. Lo mismo pensamos nosotros y, a diferencia de Jerónimo, creemos que el día en que se conviertan a Jesucristo, éste les devolverá su tierra y no escatimará los milagros que fueren necesarios para aposentarlos en ella. Entonces volverán a reedificar su templo, no para renovar el culto antiguo, que ya Dios ha rechazado, y ellos abandonarán al convertirse, sino para practicar el culto nuevo, el culto y la adoración de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Sus glorias antiguas volverán, y también las bendiciones temporales de que hemos hablado: no serán precisamente el pueblo de Dios, pero formarán parte de su pueblo, que son cuantos creen en Jesucristo y le aman. E incluso si, como creen muchos, el Pontificado romano se trasladase entonces a Jerusalén[2], tendrán el dominio espiritual del mundo, como hoy lo tiene Roma, y ésa será su gloria, que les deseamos obtengan cuanto antes mediante su conversión (…) 

Esa conversión de Israel se obtendrá por la predicación de Elías, reinando el Anticristo. Una obra semejante a la de Elías ejecutará Enoch con los gentiles. En esto están conformes todos o casi todos los teólogos y exégetas católicos. 

En lo que sucederá después, ya no hay tal conformidad. Unos ponen casi inmediatamente el fin del mundo y el juicio final. Esto, si en rigor deja lugar para la reintegración de Israel a su tierra—sobre todo si, como piensan algunos, ya bajo el mismo Anticristo se verificó esa reintegración—no daría tiempo al cumplimiento de las promesas hechas a Israel: habría entonces que interpretarlas en sentido metafórico. 

Otros, y son hoy los más[3], admiten un plazo más o menos largo entre la muerte del Anticristo y el juicio final; algunos extienden ese plazo hasta mil años. En ese tiempo se acabará la conversión de los judíos, iniciada ya bajo el Anticristo, y, encadenado el demonio para que no seduzca más a las naciones, todas ellas conocerán a Cristo y le seguirán[4]. Naturalmente, en esta hipótesis queda tiempo suficiente para que se cumpla, aun literalmente, lo anunciado en los profetas, ya sea con respecto a la universalidad, esplendor y paz del reino de Cristo en esta tierra, ya sea con respecto a las promesas especiales hechas a Israel. 

Finalmente, queda una tercera hipótesis: la milenarista, que supone a Cristo reinando corporalmente[5] en esta tierra, una vez muerto el Anticristo, y teniendo por capital a Jerusalén, estándole pacíficamente sometidos todos los pueblos de la tierra[6]. Aunque la hipótesis milenarista tiene hondas raíces en la patrística cristiana, y aun en los tiempos actuales tenga fervorosos defensores, la Iglesia no la mira con simpatía, y por ello preferimos no aceptarla como solución. De todos modos, puede un católico defenderla, siempre que tenga cuidado en mantenerse dentro de un milenarismo espiritual, cosa que no todos han logrado”. 

Y en nota al pie habla sobre Lacunza: 

“Así le pasó al P. Lacunza, al defender en La Venida del Mesías en gloria y Majestad que volverían a renovarse los sacrificios antiguos. Creemos que este error debió contribuir bastante más a su condenación por la Iglesia que las razones que aduce Menéndez y Pelayo. Respecto al milenarismo material o judaizante, aunque Santo Tomás lo llama siempre herejía (Cf. vgr. Sum. Teol. III q. 81, art. 4, ad 4um., y q. 77, art. 1, ad 4um.), no sabemos de ningún documento eclesiástico en que se le condene expresamente; pero es indudable que se opone en todo a la doctrina revelada”. 

Detengámonos aquí un segundo porque estas últimas palabras merecen más que una nota al pie. 

Después de decir que la Iglesia no la mira con simpatía, el Autor cita al pie los dos decretos. Ya hemos hablado mucho al respecto y no vamos a extendernos sobre el tema, pero hubiera sido más preciso si el Autor hubiera dicho que la Iglesia no ve con simpatías al reino visible, que los mejores autores milenaristas rechazan. 

Con respecto a la condena de Lacunza, es posible que tenga razón el Autor, pues es un tema complejísimo, que fácilmente puede ser malinterpretado y llevar a errores e incluso herejías, pero Lacunza es más que claro cuando dice que esos sacrificios de la Antigua Ley no van a tener ningún valor intrínseco sino simplemente un valor figurativo y que el único sacrificio va a ser el de la Misa, lo cual excluye de plano toda judaización[7] y en ese caso el motivo de la condena debió haber sido un motivo prudencial y no dogmático. 

Notemos, dicho sea al pasar, que el autor es bastante benigno con la exégesis milenarista al afirmar que resuelve varios puntos, pero que, sin embargo, no deja de presentar algunos peligros que es preciso evitar. No está mal, sobre todo si se lo compara con otros autores que suelen mezclar absolutamente todo y condenar in globo todo tipo de Milenarismo.


 

[1] Escritas estas palabras en 1957 (10 años antes de la toma de Jerusalén, etc.), no cabe la menor duda, hoy por hoy, que la primera opción es la verdadera. 

[2] Interesantísimo punto muy poco estudiado por los teólogos. 

[3] ¡Atención alegóricos que ya ni siquiera tienen la excusa del número! 

[4] En nota al pie, después de citar una vez más a Alcañiz, añade estas terminantes palabras: 

Esta opinión, al menos por lo que respecta al conocimiento universal de Cristo y la obediencia que le prestarán todas las naciones, ha sido confirmada por el magisterio de Pío XI, que en su Encíclica Miserentissimus Redemptor nos dice: 

"Y al hacer esto (= instituir la fiesta de Cristo Rey) no sólo pusimos en evidencia el sumo imperio que Cristo tiene sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y doméstica, sobre cada uno de los individuos, sino que, ya desde entonces, pregustamos las alegrías de aquel día dichosísimo en el cual el mundo entero se someterá de buen grado y con gusto al dominio dulcísimo de Cristo Rey". 

El tiro de gracia. 

[5] ¡Por fin un autor que distingue como corresponde el corporal y el visible! 

[6] Para entender la opinión Milenarista, en nota al pie el Autor remite a Alcañiz, Hugo Wast y a… ¡nuestro Lacunza! 

[7] Recordar que un par de años antes, el mismo Ramos García ya había defendido la existencia de los ritos judaicos durante el Milenio, sin ninguna condena en su contra (ver AQUI).