domingo, 19 de enero de 2020

El Israel de las Promesas, por el P. Murillo (VII de VIII)

Si el Apóstol cerrase la sección en XI, 10 ninguna dificultad seria podría abrigarse sobre su mente: el Israel κατὰ σάρκα (según la carne) continuador del Israel escogido en los Patriarcas, es el residuo admitido al Evangelio. Pero al fragmento XI, 1-10 siguen otros dos: el 11-24 y el 25-32 que despiertan no leves reparos sobre esa interpretación. En los fragmentos 11-24 y 25-32 se nos dice que los judíos, aunque excluidos al presente del Evangelio, han de ser incorporados a él más adelante, cuando la plenitud de los gentiles haya entrado en la Iglesia porque: “si bien odiosos (ἐχθροὶ) a Dios ahora, en gracia de la predicación del Evangelio entre los gentiles” son, al mismo tiempo, objeto de la predilección divina (ἀγαπητοὶ) por razón de los Patriarcas”. Y no contento el Apóstol con esas insinuaciones, aduce en su apoyo este axioma: “¡los favores divinos son irrevocables!”, es decir, una vez hecha en los Patriarcas la elección de su posteridad en la cual están también incluidos los judíos de nuestros días, este pueblo sigue disfrutando del beneficio de aquella elección. ¿Cuál es el pensamiento del Apóstol en tales expresiones? ¿Quiénes son esos judíos odiosos a Dios y, al mismo tiempo, sus predilectos como posteridad de Israel escogida en los Patriarcas? ¿Son el pueblo judío en su conjunto pero que, por estar distribuido en dos grupos, los admitidos al Evangelio y los desechados de él, puede simultáneamente representar, en los primeros, al Israel predilecto o, en el segundo un Israel “odioso” a Dios? ¿O son en ambos miembros los judíos excluidos? Si lo primero, ¿qué enseñanza nueva añade XI, 11-32 sobre lo que ya sabemos por IX, 6-XI, 10? Si lo segundo, ¿cómo “aquellos mismos” que son odiosos a Dios pueden ser simultáneamente sus predilectos? Es indudable, y no puede negarse por ser evidente, que S. Pablo no los propone como “odiosos” y “predilectos” bajo el mismo punto de vista y por el mismo título, sino por diversos, “la fe” es decir, el haberla rechazado, y “las promesas a los Patriarcas”; ¿pero pueden estos títulos, aunque distintos, producir en el mismo sujeto y simultáneamente posiciones contradictorias y que en XI, 1-8 eran declaradas inconciliables? ¿O habremos de conceder al Prof. Harnack que es exacto su juicio sobre el Apóstol cuando le atribuye la contradicción de conceder en el cap. XI al mosaísmo, aun después del advenimiento de Cristo y el Evangelio, los mismos derechos que a éste, echando así por tierra el principio universalista de sola la fe? ¿Reconocerá S. pablo en el mosaísmo una institución divina en su origen y que por tanto puede y debe subsistir con el Evangelio?[1].

Empecemos por reconocer que en efecto XI, 11-32 trata ya sólo de los judíos “excluidos del Evangelio”. La sección es lo que podríamos llamar una “subsumpta” en la que S. Pablo después de haber proclamado en alta voz y demostrado repetidas veces la “defección del pueblo judío” (IX, 22; X, 19-21; XI, 7-10), se propone explicar su alcance y el de todo cuanto, como consecuencia de ella, lleva dicho contra ese pueblo; es decir, que mientras “el residuo” fué llamado a la participación de las promesas, ellos “fueron endurecidos” (XI, 7); mientras “el residuo es el representante de hecho y derecho del Israel escogido”, ellos “quedan excluidos de esa representación” (XI, 1-10). Pero al leer esa pretendida explicación, ¿no estaremos más bien en presencia de un contraste irreducible en las ideas del Apóstol, el cual, en XI, 11-32 venga a deshacer y echar por tierra lo establecido en 11, 1-10? Vamos a verlo.


Aludiendo a IX, 32 S. Pablo empieza distinguiendo entre “tropiezo” (ἔπταισαν) y “caída” (πέσωσιν); concediendo el primero y negando la segunda en el Israel excluido del Evangelio. No deja de sorprender a primera vista una distinción tan curiosa: ¿no han incurrido en una verdadera “caída” los judíos que han rechazado a Jesucristo? Pero veamos qué entiende S. Pablo aquí por tropiezo y qué por caída. Es indudable que por “tropiezo” entiende lo mismo que en IX, 32-33, es decir, la defección en la fe del Mesías. Resta examinar si en concepto del Apóstol ese tropiezo puede o no ser también llamado caída. Puesto que el Apóstol ve significado y predicho ese tropiezo en Is. XXVIII, 16 a quien cita, no puede entender el tropiezo sino en el sentido en que lo entiende el Profeta. Es verdad que Isaías al “tropiezo” ve unida la “caída”, pero S. Pablo da a ésta otro significado; en su “tropiezo” comprende el “tropiezo y caída” del Profeta; pero por su “caída” entiende la “absolutamente irreparable” que no concede en el pueblo como tal: aunque hoy infiel, un día ha de levantarse y agregarse al Evangelio. Dígase otro tanto de la “predilección” de que los judíos incrédulos son objeto, y cuyo valor preciso se descubre con entera evidencia en el fragmento 29-32. Después de una digresión parenética en 13-24 S. Pablo reanuda en el v. 25 el hilo de sus altísimas enseñanzas interrumpido en el v. 12 para descubrir el “misterio” de la economía divina en la vocación de judíos y gentiles. Cumplido el ingreso de “la plenitud de las gentes” en la Iglesia, los judíos en masa (πᾶς Ἰσραὴλ) se convertirán, porque si bien “odiosos” (a Dios) en gracia de la conversión de los gentiles y mientras esta dura, son sin embargo al mismo tiempo “sus predilectos” a causa de la elección de Israel hecha en los Patriarcas. La “odiosidad”[2] de los judíos con respecto a Dios ya sabemos en qué consiste: consiste en que, si bien no les niega la predicación con la gracia suficiente para creer y aun a muchos individuos la vocación eficaz (cfr. XI, 12-15), no tiene a bien conceder a la colectividad aquel raudal que les concederá más adelante, y que concede al mundo y a las naciones de tiempo en tiempo. ¿Y su simultánea “amabilidad” ante Dios en atención a la elección de Israel en los Patriarcas a que se reduce? Desde luego para ser compatible con la “odiosidad”, no puede ser sino muy relativa y restringida: y en efecto, consiste en que les tiene reservada para un porvenir, seguramente no cercano, aquella gracia extraordinaria que hemos dicho: como al fin son posteridad de los Patriarcas en cuyas personas y descendencia se escogió un tiempo el “Israel” que jamás ha desechado, esa afinidad hace les conserve una afección especial que no contenta con los dones indispensables, se manifestará a su tiempo en paternales efusiones mucho más amplias.

¿Pero quiere decir esto que en la concepción de S. Pablo los judíos excluidos de la Iglesia continúan siendo “representantes del Israel escogido”, como sus hermanos los que fueron llamados a la fe, o que la “predilección” de que son objeto sea igual a la profesada y demostrada a los “escogidos el Evangelio”? ¡De ningún modo! Ni el axioma invocado por el Apóstol en comprobación: “los favores de Dios son irrevocables” quiere decir que el favor de la elección en el tronco patriarcal se actúe de presente en la masa excluida como se actúa en los agraciados con la vocación al Evangelio (XI, 1.2.5.7); no es ese ni remotamente el pensamiento del Apóstol: y para verlo con evidencia basta leer la prueba de hecho que en confirmación del axioma enunciado en el v. 29 se agrega en 30-32. En ésta prueba la situación actual de los judíos excluidos del Evangelio y la benevolencia de Dios para con ellos se compara con la situación de los gentiles antes del Evangelio y con el afecto que Dios conservaba hacia ellos, en cuya virtud los llamó más tarde en grandes masas a la fe.

El paralelo establecido por el Apóstol entre gentiles y judíos en el período que precede a su vocación en masa, nos pone en la mano la clave para reconocer el valor preciso que da tanto a los conceptos de “tropiezo” y “caída”, como a la expresión “predilectos en atención a las promesas hechas a los Patriarcas”. Según ese paralelo y la conclusión que de él infiere el Apóstol en el v. 32, Dios al principio del mundo, y en su repoblación después del diluvio, comunicó a la humanidad el tesoro de la verdad religiosa, haciendo del género humano su raza escogida. Cuando más tarde la humanidad en masa prevaricó, Dios se escogió el pueblo de Israel renovando con él los pactos primitivos que fueron ampliados con nuevas revelaciones, mientras el gentilismo casi en su totalidad quedaba sumergido en el error y la corrupción. No obstante, Dios no se olvidaba de la humanidad pagana: descubría en ella la continuación de una raza en otro tiempo su escogida y no podía menos de sentir hacia ella una secreta afección que más adelante, con el advenimiento del Evangelio, había de manifestarse en su vocación en masa a la fe cristiana. Pues bien; ese procedimiento seguido con la humanidad en el paganismo, tendrá su aplicación en los judíos. Aunque al presente han desertado en masa, y como desertores son odiosos a Dios, éste sin embargo no puede olvidar que son la posteridad natural de aquel pueblo escogido en los Patriarcas: por eso se siente atraído hacia ellos por una cierta predilección que a su tiempo se traducirá en raudales de gracia que derramada sobre la colectividad como tal, la atraerá en masa al Evangelio. En consecuencia, la exclusión actual de Israel del Evangelio no es irrevocable y definitiva, es “un tropiezo” y no “una caída”. Israel está alejado de Dios, pero no de tal suerte que del corazón de éste haya desaparecido todo vínculo de afección al que fué su pueblo.

Esto sentado, no es difícil palpar la diferencia entre “la predilección” divina de que son objeto los escogidos al Evangelio, y la que conservan ante Dios los excluidos. Esta última es compatible con la “odiosidad”, la primera no. Alguien quizá pondrá en duda la base de nuestro razonamiento que es “el paralelismo” entre la gentilidad y el pueblo de Israel; pero ese paralelismo está claramente expresado por el Apóstol en 30-32. Para probar su aserto de que Israel, aunque excluido del Evangelio, tiene en su favor la predilección divina, S. Pablo alega por razón la “irrevocabilidad de las resoluciones divinas” y como testimonio histórico de esa irrevocabilidad y de su aplicación práctica a los judíos en lo futuro, presenta el hecho de su aplicación a los gentiles. Dios, dice, hará a los judíos el beneficio que dije, como lo ha hecho a los gentiles. La prueba presentada por el Apóstol carece de base si no se supone el paralelismo expuesto entre gentiles y judíos; si durante el período entre Abrahán y Jesucristo no se sentía atraído Dios hacia el gentilismo por una secreta afección que le condujera a llamarlos en masa al tiempo de la venida de Cristo, no se ve cómo de la sucesión y tránsito desde la “incredulidad” a la “gracia” en el gentilismo, haya de concluirse una sucesión parecida en los judíos que sea testimonio de la irrevocabilidad de los favores divinos y de la consiguiente benevolencia con que estos son mirados actualmente por Dios.

Seguramente no puede decirse que esa afección benévola de Dios hacia el gentilismo aun durante el período de su defección sea ajena a la concepción religiosa del Apóstol, por el contrario, la vemos manifestarse con frecuencia cuando desenvuelve el plan divino sobre la salvación del mundo. Cuando en el cap. III, expuesta la economía de la justificación por la fe según los fundamentos de la Escritura, quiere confirmarla con una razón accesible y obvia, presenta esta:

“¿Dios es por ventura tal para solos los judíos? ¿No lo es igualmente para los gentiles? ¡Seguramente lo es también para éstos!”.

La fuerza de este argumento no está en que sólo desde el advenimiento de Cristo haya empezado Dios a sentirse Dios de los gentiles, es decir, a experimentar hacia ellos una afección que le haya hecho establecer una economía de salud accesible a ellos lo mismo que a los judíos: S. Pablo habla, como lo prueban sus expresiones, en sentido absoluto; el sentimiento paternal que le ha movido, existía en Dios igualmente antes del Evangelio. Ni se sigue de aquí o que en tal caso debió haber venido el Salvador muchos siglos antes; o que durante el Antiguo Testamento no tuviera y mostrara especialísima predilección a los judíos: el dicho del Salmo: “non fecit taliter omni nationi” es rigurosamente verdadero, y en la primera parte de este trabajo hemos visto las radicales diferencias que el mismo S. Pablo señala en ese tiempo entre gentiles y judíos. Si de la afección de Dios hacia los gentiles en ese tiempo se siguieran tales consecuencias, las mismas deberían seguirse de la “predilección” que el Apóstol afirma existir de presente en Dios hacia el judaísmo incrédulo; de ella se inferiría que tampoco debería esperar tantos siglos para aquella efusión de gracia que en virtud de esa predilección presente está reservada al pueblo judío; o que no muestra Dios en el Evangelio mayor predilección a los gentiles que a los judíos. Debe tenerse presente que no se trata de una gracia común o que, aunque de orden superior, haya de concederse a individuos: se trata de un favor muy extraordinario y que ha de dispensarse a la colectividad del pueblo judío como tal. Aunque el afecto benévolo de Dios existe siempre, y le lleva a conceder constantemente a todos los hombres aquellos beneficios de su bondad que son necesarios para la salud y suficientes a labrarla si el hombre hace razonablemente de su parte lo que está en su mano, no siempre tiene ni puede tener efusiones como la creación y revelación primitiva, la revelación mosaica, el Evangelio y otras análogas. Estas efusiones están sometidas al orden impuesto por la justicia, la santidad de Dios y la naturaleza del hombre etc. que muchas veces harían o inútiles o perjudiciales o imprudentemente pródigas tales efusiones.

Tampoco es contrario aquel paralelismo a la concepción general de la economía religiosa cual aparece en el conjunto de la Escritura, sino muy conforme a ella. La promesa más grandiosa de la salud y donde bajo más elevados atributos aparece el Restaurador del mundo, es el Protoevangelio; porque allí el “Vástago de la mujer” aparece bajo la característica de “Triunfador del demonio y de su obra” ¿y a quién se hace esta promesa? ¡No a Abrahán, sino a nuestros primeros padres y a su posteridad que son todos los hombres! Si después la promesa, sin revocarse, porque “semilla humana” es también la posteridad patriarcal, se restringe a Israel, es porque la humanidad claudica. ¡Pero obsérvese la afección que Dios muestra, aun después de esta primera segregación, a Abimelec y sobre todo a Melquisedec y a Job! ¿Por qué? Porque son representación fiel de la raza escogida en los albores del mundo. Es claro que también al conjunto de ella, aunque ingrata e infiel continuaba conservando afecto benévolo, como lo mostró haciendo a los grandes imperios de la antigüedad, participantes de la revelación mosaica por Jonás, Daniel, Mardoqueo etc.

No queremos tampoco decir que el “grado” de aproximación a la divinidad mediante esas comunicaciones fuera el mismo en la humanidad primitiva que en el pueblo de Israel; esa igualdad no es necesaria para que el paralelo subsista. Por lo demás, no es fácil determinar hasta qué punto llegó la intimidad: la historia bíblica sólo nos ha conservado de aquellas edades una reseña histórica extremamente sumaria, pero la raza de los “hijos de Dios” y Noé pueden muy bien figurar al lado de Abrahán y los mejores de su estirpe.





[1] Neue Unters, p. 35-37.

[2] Téngase siempre presente que en 1º lugar el lenguaje de S. Pablo tiene mucho de oratorio en sus formas; pero, sobre todo, que de continuo tiene presente el lenguaje del Antiguo Testamento especialmente de los Profetas y le rebosa como sin darse cuenta: S. Pablo indudablemente alude a Mal. III, 1.