sábado, 14 de septiembre de 2019

La actividad doctrinal del Concilio Ecuménico, por Mons. Fenton (I de III)


La actividad doctrinal del Concilio Ecuménico, por Mons. Fenton

Nota del Blog: El siguiente texto está traducido del American Ecclesiastical Review, 141 (1959): 117-128.


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Tres documentos relacionados con el Concilio Vaticano suscitan con claridad sin igual la actividad fundamental, no sólo de esa asamblea, sino de cualquier concilio ecuménico que ha sido o será celebrado dentro de la Iglesia militante del Nuevo Testamento hasta el fin de los tiempos. Estos documentos son la Aeterni Patris, la carta apostólica con la que Pío IX convocó el Concilio Vaticano, la Iam vos omnes, una carta enviada por el mismo Sumo Pontífice “a todos los Protestantes y otros no-Católicos” que profesan aceptar a Cristo como Señor y Redentor, y el decreto de apertura del mismo concilio.

La Aeterni Patris, promulgada el 29 de junio de 1868 contiene la siguiente afirmación:

Tampoco fueron negligentes los Pontífices cuando juzgaron oportuno, y especialmente en tiempos de los más serios disturbios y calamidades para nuestra santísima religión y para la sociedad civil, convocar concilios generales, de forma que, tomando consejo de los obispos de todo el mundo católico, a quienes el Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia de Dios, y uniendo fuerzas con ellos, puedan providente y sabiamente decretar lo que sea lo más propicio especialmente para la definición de los dogmas de fe, para la condena de errores agresivos, para la propagación, explicación y declaración más completa de la doctrina Católica, para la protección y restauración de la disciplina eclesiástica y para la corrección de las costumbres corruptas entre los pueblos[1].

La Iam vos omnes fue enviada el 13 de Septiembre de 1868. Explica las actividades del próximo Concilio Vaticano en sus afirmaciones de apertura.

“Ahora ya sabéis bien que Nosotros, aunque indignos, hemos sido puestos en esta sede de Pedro, y por lo tanto puestos a cargo del gobierno supremo y el cuidado de toda la Iglesia Católica, sobre la cual hemos sido puestos por el mismo Cristo Nuestro Señor, hemos juzgado oportuno convocar a todos los Venerables Hermanos Obispos de todo el mundo, y reunirlos en un concilio ecuménico que va a tener lugar el próximo año. Hemos hecho esto a fin de que Nosotros podamos ser aconsejados por estos mismos Venerables Hermanos que han sido llamados a compartir Nuestra solicitud, con respecto a lo que sea oportuno y necesario, tanto para disipar las tinieblas de tantos errores pestíferos que, para mayor daño a las almas, rigen y se propagan diariamente por todas partes, como para edificar e incrementar en el pueblo cristiano confiado a Nuestro cuidado el reino de la verdadera fe, justicia y paz de Dios[2].

La tercera de estas declaraciones fue el acto por el cual el Concilio Vaticano, como declaró en su primera sesión el 8 de diciembre de 1869, se declaró oficialmente abierto. En esta sesión de apertura, Antonio Maria Valenziani, el Obispo de Fabriano y Matelica, leyó el siguiente decreto desde el púlpito.

“Pío, Siervo de los Siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para perpetua memoria. Reverendísimos Padres, quieran, para alabanza y gloria de la santa e indivisa Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para el aumento y exaltación de la fe y religión católica, para la extirpación de los agresivos errores, para la reforma del clero y el pueblo cristiano, para la paz y acuerdo común de todos, dar comienzo al Sagrado Concilio Ecuménico, y declárese ahora estar en sesión[3].

Todos los Padres del Concilio que estaban presentes votaron placet. Este fue el primer acto oficial del Concilio Vaticano[4].

Los tres documentos hablan de la condena de errores doctrinales que son dañinos a la fe y que son en realidad actuales en la Iglesia como una preocupación esencial, no sólo del Concilio Vaticano, sino de cualquier concilio Ecuménico en la Iglesia Católica. La Aeterni Patris habla también de definiciones dogmáticas y de la propagación, explicación y desarrollo de la doctrina católica. El acto de apertura del Concilio Vaticano describe esta asamblea como dirigida hacia “el aumento y exaltación de la fe y religión católica”. La Iam vos omnes afirma que el concilio ha sido convocado también “para construir e incrementar en el pueblo confiado a Nuestro cuidado, el reino de la verdadera fe, justicia y paz de Dios”.

Lo que estos tres documentos tienen para decir sobre la actividad doctrinal del concilio ecuménico está ilustrado y explicado magníficamente por un cuarto documento, la introducción a la constitución dogmática Dei Filius, que fue promulgada por el Concilio Vaticano y aprobada y confirmada por el Papa Pío IX durante la tercera sesión del Concilio. El párrafo de apertura de esa introducción muestra que el fin del concilio ecuménico fue alcanzado gloriosamente por el Concilio de Trento:

“El Hijo de Dios y redentor del género humano, nuestro Señor Jesucristo, prometió, estando pronto a retornar a su Padre celestial, que estaría con su Iglesia militante sobre la tierra todos los días hasta el fin del mundo. De aquí que nunca en momento alguno ha dejado de acompañar a su amada esposa, asistiéndola cuando enseña, bendiciéndola en sus labores y trayéndole auxilio cuando está en peligro. Ahora esta providencia salvadora aparece claramente en innumerables beneficios, pero es especialmente manifiesta en los frutos que han sido asegurados al mundo cristiano por los concilios ecuménicos, de entre los cuales el Concilio de Trento merece especial mención, celebrados aunque fuese en malos tiempos. De allí vino una más cercana definición y una más fructífera exposición de los santos dogmas de la religión y la condenación y represión de errores; de allí también, la restauración y vigoroso fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, el avance del clero en el celo por el saber y la piedad, la fundación de colegios para la educación de los jóvenes a la sagrada milicia; y finalmente la renovación de la vida moral del pueblo cristiano a través de una instrucción más precisa de los fieles y una más frecuente recepción de los sacramentos. Además, de allí también vino una mayor comunión de los miembros con la cabeza visible, y un mayor vigor en todo el cuerpo místico de Cristo. De allí vino la multiplicación de las familias religiosas y otros institutos de piedad cristiana; así también ese decidido y constante ardor por la expansión del reino de Cristo por todo el mundo, incluso hasta el derramamiento de la propia sangre”[5].

Esta declaración de los beneficios que trajo realmente por medio de o al menos con ocasión del Concilio de Trento es, en última instancia, simplemente una narración más detallada y completa de las bendiciones que, según Pío IX, la Iglesia considera como actividad fundamental del concilio ecuménico como tal. Aquí, como en los otros tres documentos, el fin o actividad del concilio ecuménico está descripto de tal forma que implica que tal reunión está designada en primer lugar para la instrucción auténtica de la Iglesia.





[1]  Acta et Decreta Sacrosancti Concilii Vaticani. Ver A.S.S., vol. IV (1868), pp. 3-9.

[2]  ​Ibid., A.S.S., vol. IV (1868), pp. 131-135.

[3]Ibid., col.32.

[4] ​Cf. ibid., col.33.

[5]Ibid., columnas 248 sig.