sábado, 30 de abril de 2016

El que ha de Volver, por M. Chasles. Primera Parte: Volverá (XI de XVI)

XI

HE AQUI QUE VENGO PRONTO

Apoc. XXII, 7

Es doloroso para nuestro espíritu humano que siempre trata de apoyarse sobre realidades concretas tener que resignarse a abandonar lo conocido, la tierra firme, para reconocerse vencido y decir: "no sé, no comprendo, pero, someto mi juicio y renuncio a penetrar más adelante".

Los faroles de los automóviles deslumbran en el camino obscuro. Igualmente los faros de los misterios futuros nos ciegan por su luz demasiado intensa, a menos que por la pureza de la mirada pongamos todo nuestro cuerpo bajo la acción de la luz divina (Luc. XI, 33-36). Y aún así seguiremos siendo unos pobres hombres.

Entre los misterios que nos deslumbran y nos ciegan a la vez está "el misterio del tiempo" del cual vamos a tratar de balbucir alguna cosa.

¿Cómo explicar que aparentemente los evangelistas, los apóstoles Pedro, Pablo, Santiago, Judas Tadeo y Juan parecen creer inminente la vuelta del Señor Jesús? Cuatro veces en el Apocalipsis, hablando Jesús de sí mismo, dice a Juan: "He aquí vengo pronto"[1] y esta es la última palabra de esperanza del Esposo a la Esposa, la suprema palabra alentadora: "¡Sí, vengo pronto!".

Esta espera de los Evangelistas que a primera vista parece errada, coloca a la mayor parte de los cristianos en el campo de los "burlones" de que habla San Pedro: "Vendrán impostores burlones que, mientras viven según sus propias concupiscencias, dirán: “¿Dónde está la promesa de su Parusía? Pues desde que los padres se durmieron todo permanece lo mismo que desde el principio de la creación (II Ped. III, 3-4). Pensamos a menudo como ellos ¿no es verdad?

Entonces los exégetas recurren a numerosas explicaciones para justificar la enseñanza de Jesús y de los apóstoles sobre este punto.

Después de haber meditado mucho sobre los textos que anuncian la Parusía, daremos aquí algunas de nuestras conclusiones.

Cuando San Pablo dijo a los tesalonicenses: "Nosotros, los vivientes que quedemos hasta la Parusía del Señor" (I Tes. IV, 15), habló como lo hicieron por ejemplo nuestros abuelos, testigos de los desastres de 1870[2]. "Reconquistaremos —decían— la Alsacia y la Lorena. Su edad avanzada no les permitía pensar que participarían en una revancha muy próxima, pero la veían, sin embargo, realizada en esperanza. El "Nosotros" era toda la Francia que hablaba por ellos. El "Nosotros los vivientes", de San Pablo, es la Iglesia terrestre. Cuando Jesús venga, habrá personas vivas y a estos vivientes se refiere el Apóstol. Pablo como cristiano se incorpora a la Iglesia de todos los tiempos, exactamente como un francés habla en nombre de la Francia de todos los tiempos: ¡Nosotros los vivos!... ¡Nosotros los franceses!


Ahora si los apóstoles hablan de la vuelta de Jesús como próxima, San Pablo pone en guardia a los tesalonicenses contra toda falsa interpretación.

Dice el Apóstol:

"Pero, con respecto a la Parusía de nuestro Señor Jesucristo y nuestra común unión a Él, os rogamos, hermanos, que no os apartéis con ligereza del buen sentir y no os dejéis perturbar, ni por espíritu, ni por palabra, ni por pretendida carta nuestra en el sentido de que el día del Señor ya llega. Nadie os engañe en manera alguna, porque primero debe venir la apostasía y hacerse manifiesto el hombre de iniquidad, el hijo de perdición" (II Tes. II, 1-3).

En realidad los apóstoles consideraban que después de la Ascensión y de Pentecostés los únicos acontecimientos importantes de esperar eran el advenimiento de Jesús y la resurrección de los cuerpos por el complemento del misterio de Cristo.

Hicieron, pues, de estas dos promesas: Retorno y resurrección de entre los muertos, las bases de su confianza y de sus epístolas. Habían comprendido que el primer acto del gran drama de la Redención anunciada en el Edén, había concluido. Quedaba el segundo acto. Entonces toda su preocupación era iniciar a los cristianos de todos los tiempos en seguir su desarrollo del cual la conclusión será el nuevo "Ecce vengo", "He aquí que vengo".

Pero lo que nos abisma y nos descorazona es el misterio del tiempo.

Cuando dirigimos nuestra mirada, ora sobre los siglos transcurridos, ora sobre los siglos que han de venir, sentimos que hay un abismo infranqueable entre el hombre finito y Dios infinito.

Moisés en su oración trata de poner al alcance de la inteligencia humana el tiempo fuera del tiempo. Nos dice que para Dios "mil años son a sus ojos como el día de ayer cuando ya pasó y como una vigilia de la noche" (Sal. XC, 4).

San Pedro citará este texto en su segunda epístola a propósito de la paciencia del cristiano al esperar el retorno de Jesús (II Ped. III, 8).

Si para Dios mil años son "como una vigilia de la noche", 4.000 años son como una noche, puesto que la noche romana tiene cuatro vigilias.

Entonces, si Jesús hace esperar todavía 2.000 años su venida, este tiempo que tan largo nos parece, ¡será menos de una noche para Dios!

Metáfora maravillosa para hacernos comprender la estupidez de nuestro espíritu cuando discutimos sobre los tiempos y las cosas de Dios. ¿No mereceríamos acaso la invectiva de Jesús a los discípulos de Emmaús: "¡Oh necios!", "pues Dios llama las cosas que no son como las que son" (Rom. IV, 17). Para Él, el tiempo no es nada; tampoco lo es para Jesús-Dios: "Antes de que Abrahán fuese, yo soy" (Jn. VIII, 58).

Pero interroguemos ahora a la ciencia moderna ¿Qué piensan los geólogos respecto de la antigüedad del hombre?

Si se supone que el hombre existía ya desde el principio de la era cuaternaria, en la cual estamos todavía, — y esta hipótesis es a veces admitida, —sería preciso tomar en cuenta los cálculos obtenidos según la concordancia de los datos geológicos y las leyes de la radioactividad. La era cuaternaria cuenta ya a lo menos con un millón de años, a lo más, un millón y medio.

Pero atengámonos a la opinión más corriente sobre la aparición del hombre: su existencia cuenta a lo menos con 50.000 años, si no con 100.000. Para no ser tachados de exageración, quedamos en esta cifra de 100.000 para la creación del hombre. Estamos lejos en todo caso de los 4.000 años de la creencia popular.

La cronología bíblica no se altera por esto, pues no puede ser establecida más que a partir de Abrahán. Hasta él, da solamente las grandes etapas de la humanidad designadas por los nombres de los primeros patriarcas.

Si el hombre tiene 50.000 años de existencia, consideremos que los más antiguos documentos de la historia no se remontan más allá de cuatro o cinco mil años antes de Jesucristo.

Sin embargo, a primera vista, la civilización egipcia nos parece bastante lejana. Pero esto es para cálculos de hombres de puntos de vista limitados; de hecho, para los geólogos, somos contemporáneos de la Esfinge ¿Qué son, en efecto, con relación a los orígenes de la humanidad, algunos miles de años?

Permítasenos una comparación para representarnos mejor los tiempos transcurridos después de Adán en relación a los tiempos transcurridos después de Jesucristo.

Tomemos un libro. Convengamos que cada hoja represente mil años. Comencemos por abrirlo en la última hoja. Esta última hoja nos hace llegar al año mil; demos vuelta la precedente y estaremos en los tiempos de Jesucristo. Volvamos dos hojas más y nos encontraremos con Abrahán; después dos hojas o tres y habremos alcanzado el límite de las más antiguas civilizaciones conocidas. Pero nos será preciso dar vuelta todavía 43 hojas más para llegar a la creación de Adán.

¿No podemos decir, entonces, que el ''Yo vengo luego" está bastante próximo a nosotros? ¡Fué dicho en la penúltima hoja de nuestro libro!

Cualquiera que sea el número de siglos transcurridos, entre la promesa del Salvador en el Edén y la venida de Cristo, será siempre aquella espera la vigilia larga. La nuestra no será nada comparada con aquélla.

Y aún más, si después de habernos preguntado la edad del hombre nos preguntamos la de la tierra, ¿qué aprenderemos sobre el tiempo?

Aquí los geólogos dan como unidad el millón de años. Ellos dicen: "Los Alpes son de ayer" porque no tienen sino un poco más de un millón de años, mientras que el Macizo Central o las Cadenas son "montañas antiguas", pues se han formado hace más de 260 millones de años, según cálculos aproximados.

Delante de semejantes cifras la conclusión se impone ¿Qué somos nosotros para querer contar los tiempos? Job quiso, al principio, "comprender" estos misterios terrestres, pero él también se debió declarar vencido…

“He hablado temerariamente de las maravillas superiores a mí y que yo ignoraba… Por eso me retracto y me arrepiento, envuelto en polvo y ceniza” (Job XLII, 3-6). Así llegó Job al conocimiento de su nada con relación a Dios.

Asimismo, el tiempo es nada delante de Dios: "Es la sombra que se alarga" (Sal. CII, 12).

El tiempo, cosa preciosa para el hombre, pues le permite glorificar a su Creador, que es su fin último, desaparece delante de ese mismo Creador. Dios, con un solo acto, abraza la formación del cielo y la tierra hasta los nuevos cielos y la nueva tierra. Para Él, todos los momentos de la vida del mundo no son más que un momento, hasta la hora en que "no habrá más tiempo" (Apoc. X, 6).

Todo se confunde en una sublime ciudad, todo es un solo acto de amor, ya sea que se le mire como acto creador, conservador, redentor o remunerador. El tiempo ha huído delante del Amor, delante del acto puro, del cual todo sale y en el cual todo ter-mina. El que dijo a Moisés "Yo soy el que soy" (Ex. III, 14) siempre puede decir "Sí, vengo pronto" (Apoc. XXII, 20), porque para Dios " las cosas que (aun) no son como si (ya) fuesen" (Rom. IV, 17).




[1] Nota del Blog: Para una respuesta parcial sobre esta cuestión ver lo que ya dijimos AQUI.

[2] Recuérdese que la autora es francesa (N. del T.).