domingo, 13 de septiembre de 2020

La Disputa de Tortosa (XV de XXXVIII)

    3) Condición de los Rabinos: 

Jerusalén y su templo serán otra vez edificados materialmente (Is. XLIX, 19-20; LII, 9; Jer. XXX, 18; XXXI, 38-40; Am. IX, 11-15; Ez. XVI, 45; XL-XLVIII)”. 

 

Respuesta de Jerónimo: 

Reconoce que los textos aducidos para probar la reedificación de Jerusalén y el templo se refieren en su mayor parte al tiempo del Mesías, pero los entiende, no en sentido material, sino espiritual; la explicación la remite para cuando se debatan las preguntas 4 y 12, donde efectivamente la hizo. 

Con todo, a propósito del texto de Is. XLIX, 20, aducido por los Rabinos, asienta un principio general de interpretación que sirve de clave para responder debidamente toda objeción: cuando los profetas dicen algo como ejemplo para significar algo más intrínseco, no es necesario que todos los detalles correspondan a lo figurado; así Isaías, queriendo describir la prosperidad de la Iglesia, la comparó con una ciudad; lo cual no quiere decir que las excelencias de ésta convengan materialmente a aquélla, sino que aquélla será perfecta espiritualmente como ésta lo es materialmente; bien que el texto de Isaías convenga a la Iglesia aun materialmente, ya que al tiempo de convertirse el Imperio Romano no había iglesia ni ciudad capaz de contener a todos los cristianos. 

 

Opinión del P. Pacios: 

Jerónimo estableció con esto un buen principio de solución al que nada objetaron los rabinos; sin duda estaban conformes con el principio en sí. 

 

Nuestra opinión: 

Si bien como principio general podría explicar algún que otro texto, sin embargo, es una empresa casi imposible aplicarlos a todos a algo que no sea menos que el sentido literal, pues los pasajes aducidos prueban hasta la saciedad que está hablando de la Jerusalén y del Templo materiales, pues a ellos mismos les dice cosas que son inaplicables a la Iglesia. 

Para redondear nuestra posición, veamos mejor lo que dice Lacunza en su Fenómeno V Los Judíos: 

“De tres modos, o en tres estados infinitamente diversos entre sí, podemos considerar a los judíos. 

El primero es el que tuvieron antes del Mesías, ya se tome su principio desde la vocación de Abrahán o desde la salida de Egipto, y promulgación de la ley o desde su establecimiento en la tierra prometida a sus padres. 

El segundo es el que han tenido y tienen todavía después de la muerte del Mesías, y en consecuencia de haberlo reprobado y mucho más de haberse obstinado en su incredulidad. 

El tercero es aún futuro, ni se sabe cuándo será. 

En estos tres estados los considera y habla de éstos frecuentísimamente la Escritura, y en cada uno de ellos los considera en cuatro maneras, o en cuatro aspectos principales. 

En el primer estado, antes del Mesías, los considera: 

Primero: como propietarios y legítimos dueños de toda aquella porción de tierra de que el mismo Dios hizo a sus padres una solemne y perpetua donación. 

Segundo: los considera como pueblo único de Dios o iglesia suya, que es lo mismo. 

Tercero: como una verdadera y legítima esposa del mismo Dios, cuyos desposorios se celebraron solemnísimamente en el desierto del monte Sinaí, con pleno consentimiento de ambas partes, y con escritura auténtica y publica (que se conserva intacta e incorruptible hasta nuestros días) en que constaban las obligaciones recíprocas de ambos contrayentes. 

Cuarto: los considera como vivos, con otra especie de vida infinitamente más estimable que la vida natural. 

En el segundo estado, después del Mesías, los considera: 

Primero: como desterrados de su patria y esparcidos a todos vientos y como abandonados al desprecio, a la irrisión, al odio y barbarie de todas las naciones. 

Segundo: como privados del honor y dignidad de pueblo de Dios y como si Dios mismo no fuese ya su Dios. 

Tercero: como una esposa infiel o ingratísima, arrojada ignominiosísimamente de la casa del esposo, despojada de todas sus galas y joyas preciosas que se le habían dado con tanta profusión, y padeciendo los mayores trabajos y miserias en su soledad, en su deshonor, en su abandono total del cielo y de la tierra. 

Cuarto: los considera como privados de aquella vida que tanto los distinguía de los otros vivientes, cuyos huesos (consumidas las carnes) quedan secos, áridos, y esparcidos en el gran campo de este mundo, como si fuesen huesos de bestias. 

En el tercer estado todavía futuro, pero que se cree y espera infaliblemente, los considera la divina Escritura: 

Primero: como recogidos por el brazo omnipotente de Dios vivo de entre todos los pueblos y naciones del mundo, donde él mismo los tiene esparcidos, y como restituidos a su patria y restablecidos en ella, para no moverlos jamás.

Segundo: los considera como restituidos con sumo honor y con grandes ventajas a la dignidad de pueblo de Dios, aunque ya debajo de otro testamento sempiterno. 

Tercero: los considera como una esposa de Dios, tan amada en otros tiempos, cuya desolación, cuyo trabajo, cuya aflicción y cuyo llanto mueven en fin el corazón del esposo, el cual desenojado y aplacado, la llama a su antigua dignidad, la recibe con sumo agrado, se olvida de todo lo pasado, la restituye todos sus honores y abriendo sus tesoros la colma de nuevos y mayores dones, la viste de nuevas galas, la adorna con nuevas e inestimables joyas, más preciosas, sin comparación, que las que había perdido. 

Cuarto, en fin: los considera como resucitados, como que aquellos huesos secos y áridos, esparcidos por toda la tierra, se vuelven a unir entre sí por virtud divina, cada uno a su coyuntura; se cubren otra vez de carne, de nervios y de piel, y se les introduce de nuevo aquel espíritu de vida, de que tantos siglos han estado privados. 

Estos tres estados de los judíos, corresponden perfectamente a los tres estados de la vida del santo Job, la cual podemos decir o mirar como una figura o como una historia en cifra de las mudanzas principales del pueblo de Dios. 

Sobre los dos primeros estados, nada tenemos que observar de nuevo. Los doctores los tienen observados con bastante prolijidad. Como en ello no hay interés alguno que se ponga por medio, tampoco hay dificultad alguna en tomar en su propio y natural sentido todas aquellas Escrituras que hablan de ellos o en historia, o en profecía. Mas el tercer estado no es así. Éste no puede gozar del mismo privilegio o del mismo derecho. Las Escrituras que hablan de él, aunque sean igualmente más claras y expresivas que las que hablan del primero y segundo estado, no por eso se deben ni pueden entender del mismo modo y en el mismo sentido propio y natural. ¿Por qué razón? Porque se oponen, porque repugnan, porque perjudican, porque destruyen, porque aniquilan el vulgar sistema. En suma, la razón verdadera no se produce, porque no es necesario; son cosas estas que se deben suponer y no probar. La observación, pues, exacta y fiel de este tercer estado de los judíos en los cuatro aspectos arriba dichos, en que los considera la divina Escritura, es lo que ahora llama toda nuestra atención. El punto es ciertamente gravísimo y puede ser de suma utilidad, no menos para los pobres e infelices judíos, que para el verdadero y sólido bien de muchos cristianos que quisieren entrar dentro de sí y dar lugar a serias reflexiones. 

(…) 

En este punto particular de que hablan tanto las Escrituras, parece que ha sucedido a varios doctores cristianos, lo mismo que sucedió antiguamente a nuestros rabinos, o doctores hebreos. Quiero decir: que hablan de la vocación futura de los judíos, con la misma frialdad e indiferencia con que éstos hablan de la vocación de las gentes, no obstante que se quejan de ellos, y los reprenden con razón de esta falta tan considerable. 

(…) 

No negaban absolutamente nuestros rabinos que las gentes habían de ser también llamadas y entrar en parte de la justicia, santidad y felicidad del reino del Mesías. Esto hubiera sido demasiado negar, tanto como negar la luz del medio día; mas esta vocación de las gentes, según todos ellos, debía ser sin perjuicio alguno de ellos mismos, antes con mayor honra y ensalzamiento suyo. Esta satisfacción de sí mismos, esta confianza desmedida era puntualmente la que les hacía ininteligibles sus Escrituras, la que les hacía increíble lo mismo que leían por sus ojos, pareciéndoles que el solo dudarlo sería una impiedad o una especie de sacrilegio. 

Con todo eso, los anuncios de los Profetas de Dios, al paso que frecuentes, eran clarísimos, y por eso innegables; los anuncios, digo, tristes y amargos, de rigor, de severidad, de ira, de indignación, de furor, de olvido, de abandono; y todo esto general a todo el pueblo de Dios, a todo el pueblo santo. ¿Qué se hace, pues, con estos anuncios? Creerlos y confesarlos, así como se hallan en los Profetas, no se puede. ¿Por qué no se puede? Porque no son a favor del pueblo santo, porque son contrarios al pueblo de Dios, porque son en perjuicio y deshonor del pueblo santo, porque Dios no puede arrojar de sí a su único pueblo, que tiene sobre la tierra, o a su esposa verdadera y única, pues no puede quedar sin pueblo, sin esposa, sin iglesia, etc. 

En medio de estas falsas ideas, no quedaba otro partido que tomar, sino el que se tomó, en realidad propísimo y eficacísimo, para que las profecías se verificasen a la letra sin faltarles un ápice. ¿Qué partido fue éste? No fue otro que embrollar las unas y endulzar las otras; interpretándolas todas del modo posible, siempre a favor; dar por cumplidas las unas en tiempo de Nabucodonosor, las otras en tiempo de Antíoco y las que no se pudiesen en estos tiempos (como es evidente que no se pueden casi todas) contraerlas solamente a algunos culpados más insignes de la nación; mas no a toda la nación en general, porque esto hubiera sido una temeridad, una impiedad, un error, una herejía. En una palabra, no hubo jamás rabino alguno o escriba o legisperito que viese, ni aun siquiera sospechase que podían verificarse a la letra todas aquellas profecías, tan expresamente contrarias al pueblo santo, después de haber reprobado y crucificado a su Mesías; y en consecuencia de éste y de otros gravísimos delitos, había de ser abandonado de su Dios, privado enteramente del honor de pueblo suyo, de esposa suya, de iglesia suya, etc., arrojado de la herencia de sus padres y esparcido hacia todos los vientos para ser el desprecio, el oprobio y la fábula de todas las gentes. 

Mucho menos les pasó por el pensamiento, que de estas gentes que tanto despreciaban se había de sacar otro pueblo de Dios, otra esposa, otra iglesia, sin comparación mayor, no sólo en número, sino en justicia, en santidad, en dignidad, en fidelidad, infinitamente más agradable a Dios y más digna del mismo Dios. Tan lejos estaban de estos pensamientos y tan ajenos de estas ideas, que aun los primeros cristianos, que tenían las primicias del espíritu se escandalizaron y reprendieron a San Pedro porque había entrado en casa del centurión Cornelio y bautizado a toda su familia. ¿Por qué entraste a gentes que no son circuncidadas, y consiste con ellas?  ¡Oh cuánto daño puede hacer el amor propio y el espíritu nacional! 

(…) 

Parece innegable, y cualquiera puede certificarse de ello por medio de sus propios ojos, que muchos doctores cristianos han seguido a proporción el mismo camino, han correspondido a los judíos en la misma especie y les han pagado puntualmente con la misma moneda. Toda la divina Escritura la interpretan a favor de su pueblo. Todas las profecías, menos las que hablan de rigor, de reprensiones, de amenazas, de castigos, etc., las suponen verificadas en este mismo pueblo suyo, que en algún tiempo era no pueblo... de Dios. Nada quieren dejar, o casi nada, para los judíos, sino lo que en ellas se halla duro, áspero y amargo. Si la profecía anuncia rigores, si anuncia tribulaciones, si anuncia plagas, se entiende al punto literalmente de los judíos; no hay en este caso por qué disputarles lo que es suyo; mas si anuncia favores y misericordias, máximamente si éstas son grandes y extraordinarias, entonces ya no puede entenderse literalmente de los judíos, sino alegóricamente de los cristianos. Y si como sucede frecuentísimamente una misma profecía, hablando nominadamente de los judíos y con los judíos, anuncia lo uno y lo otro, primero castigos, severidad y rigor, después misericordia y beneficios; en este caso se deberá partir la profecía en dos partes iguales, como se parte una herencia entre dos buenos hermanos, dando la primera parte a los judíos y la segunda a los cristianos y todo esto con tanta sinceridad y con tantas muestras de rectitud y justicia, como les parece observan, cuando dan la parte favorable a los cristianos, en conformidad, que algunos doctores católicos muy célebres, para mejor inteligencia de la sagrada Escritura, establecen sobre esto canon o regla general, que los más siguen en la práctica, cuya sustancia es ésta. 

Cuando una profecía hable, aunque sea nominadamente de las cosas de Israel, de Judá, de Jerusalén, de Sión, etc., anuncia cosas nuevas, grandes y magníficas, las cuales cosas se sabe, por otra parte, no haberse verificado en Israel antiguo, ni en Judá, ni en Jerusalén, ni en Sión; en suma, se sabe de cierto no haberse verificado en los judíos o israelitas; se debe pensar que allí se encierra algún otro misterio mucho mayor de lo que suenan las palabras; se debe entender la profecía, sólo en sentido figurado y espiritual, no de aquel Israel antiguo, sino del nuevo Israel; no de aquella Jerusalén o Sión, que mató los Profetas , sino de la figurada por ésta, que es la iglesia presente, no en fin de la sinagoga de los judíos, sino de la iglesia de las gentes. 

Ésta regla general tan recibida, tan seguida, tan usada en todos los intérpretes hasta ahora, no se sabe sobre qué fundamento puede estribar; antes, por el contrario, parece que claman contra ella todos los derechos sagrados de la veracidad de Dios, de su fidelidad y de su santidad; todos los derechos de la religión, que se funda en esta veracidad de Dios y aun también todos los de la sociedad, pues cada uno tiene derecho a que no le quiten lo que es suyo para darlo a otro. Si el mundo ya se hubiese acabado; si a lo menos se supiese de cierto que ya no hay otro tiempo en que las profecías se puedan verificar en aquellas mismas personas de quienes hablan expresamente, en este solo caso quimérico, ¿qué podremos decir? Las profecías no se han verificado hasta ahora en aquellas mismas personas de quienes hablan expresa y nominadamente. Esta proposición es cierta e innegable; mas ¿qué se sigue de ahí? Luego, ¿no podrán jamás verificarse en estas mismas personas de quienes hablan expresa y nominadamente? Luego, ¿no queda otra cosa que decir, sino que las profecías no hablan de aquellas mismas personas de quienes hablan? ¿Luego estas personas de quienes hablan, no podrán ya despertar algún día de su letargo, abrir los ojos llenos de lágrimas, reconocer a la esperanza de Israel, y con todo esto hacerse dignos de todo lo que anuncian las profecías? ¿A quién me habéis asemejado, e igualado, dice el Santo? ¿Será Dios semejante al hombre que miente, o al hijo del hombre que se muda? ¿Dijo pues, y no lo hará? ¿Habló, y no lo cumplirá? 

Es verdad que los doctores cristianos no niegan a los judíos, antes les conceden sin dificultad otro estado futuro, muy diverso del que han tenido hasta el presente; no niegan que algún día han de ser llamados de Dios; no niegan que ellos han de oír y también obedecer a este llamamiento, ni que Dios ha de usar con ellos de sus grandes misericordias; mas todo esto deberá ser, según nos aseguran, lo primero, un momento antes de acabarse el mundo, como si dijéramos, en peligro de muerte. Esto deberá ser, lo segundo, sin detrimento ni perjuicio alguno de las gentes, que forman ahora el pueblo de Dios, aunque la Escritura divina anuncie claramente todo lo contrario. Esto deberá ser, lo tercero, con mayor gloria y honra de este pueblo actual de Dios, al cual deberán agregarse los judíos y ser recibidos en él, como por pura caridad y misericordia, sin que el pueblo actual pierda un solo grado de su autoridad. 

No obstante esta satisfacción y esta falsa y funestísima seguridad, se encuentran por precisión, con no pocos anuncios tristes y amargos, al paso que claros e innegables. Por ejemplo: que las gentes cristianas serán en algún tiempo, o por la mayor parte, no menos infieles a su vocación que lo fueron los judíos; que abundando entre ellas la iniquidad, y resfriada la caridad, renunciarán también a su fe; que desconocerán a Cristo; que aborrecerán a Cristo, que perseguirán a Cristo; que cuando vuelva el Señor del cielo a la tierra, apenas hallará entre ellas algún rastro de fe; que las hallará, como... en los días de Noé; que el día de su venida será como un lazo, sobre todos los que están sobre la haz de toda la tierra; que las ramas del oleastro silvestre, injertas con grande misericordia, en buen olivo, pueden también ser cortadas, como lo fueron las ramas naturales del olivo, cuando no permanezcan en la bondad primera o cuando ya los frutos no correspondan al cultivo ni a las esperanzas. 

Por otra parte, encuentran a cada paso, sin poder excusar esta molestia, que los judíos humillados tantos siglos ha, mortificados, abatidos, despreciados, volverán algún día a la gracia de su Dios; que el mismo Dios los recogerá algún día con su brazo omnipotente de todas las tierras o países donde los tiene desterrados y dispersos; que volverán entonces con grandes ventajas a ser otra vez pueblo y esposa de Dios; que su honor, su ensalzamiento, su felicidad, será tan grande, que se olvidarán de todas las angustias pasadas en tantos siglos de tribulación; que Dios se regocijará con ellos, como un buen padre que recupera a un hijo, a quien ya consideraba muerto o perdido; que las gentes mirarán con asombro la gloria y ensalzamiento de este hijo (a quien ahora tratan como a vilísimo esclavo) y se confundirán, con todo su poder; pondrán la mano sobre la boca. En suma, que en aquel tiempo se buscará en ellos la iniquidad pasada y no será hallada, se buscará el pecado y no existirá. 

Pues con estos anuncios importunos y otros semejantes, de que tanto abundan las Santas Escrituras, ¿qué harán? Recibirlos, así como se hallan, no es posible, sin detrimento inevitable de las ideas favorables. Negarlos u omitirlos del todo, es una empresa muy difícil y muy peligrosa; aunque el omitirlos no deja de hacerse algunas veces, cuando ya el peligro se ve evidente e inevitable de otro modo. No queda, pues, otro partido que tomar, sino el que tomaron nuestros rabinos, esto es, endulzar los unos, alegorizar los otros, o espiritualizarlos y hacerlos hablar a todos, de modo que no perjudiquen, no hagan mucho daño a las ideas favorables. 

(…) 

Estas cosas que acabo de apuntar y otras muy semejantes a ellas son, sin duda alguna, las que únicamente tienen en mira, cuando nos dicen y ponderan el gran peligro que hay en leer las Escrituras sin la luz y socorro de sus comentarios; no sea vayamos a creer lo que sobre esto leemos con nuestros ojos; no sea que, como creemos sin dificultad todo cuanto hallamos en las Escrituras contra los judíos y en favor de las gentes cristianas, así también creamos simplemente lo que hallamos en contra y en deshonor de las gentes cristianas y en favor de los judíos; no sea que caigamos en el error de pensar o sospechar que aquel gran trabajo que sucedió al mismo pueblo de Dios o a su primera esposa, pueda también suceder al nuevo pueblo, recogido y formado de varias gentes y naciones o a la segunda esposa tan amada del mismo Dios; no sea, en fin, que abramos los ojos y miremos, aun como posible, que la primera esposa de Dios o la casa de Jacob, arrojada con tanta ignominia, y castigada con tanta severidad, pueda algún día volver a la gracia de su esposo; pueda algún día ser llamada y asunta con grandes ventajas a su antigua dignidad; pueda algún día ocupar el puesto que ahora ocupa la que entró en su lugar, cuando ésta sea tan infiel y tan ingrata como ella, cuando la supere en malicia y la justifique con la abundancia de su iniquidad. 

(…) 

Volviendo ahora a lo que habíamos comenzado, parece cierto e innegable, que el estado futuro de los judíos lo tocan los doctores cristianos (cuando se ven precisados a tocarlo) con tanta indiferencia, con tanta frialdad y con tanta prisa que, si hemos de juzgar por lo poco que nos dicen y por el modo con que nos hablan casi, casi vienen a parar en nada. Según lo que nos dicen y según el modo con que lo dicen, todo cuanto anuncian las Escrituras sobre este asunto con términos y expresiones tan claras, tan vivas, tan magníficas, debe reducirse solamente a esto: que, hacia el fin del mundo y en vísperas de acabarse todo, los judíos que entonces quedaren conocerán la verdad, abrazarán la fe de los cristianos y la Iglesia los recibirá benignamente dentro de sí. 

(…) 

La conversión futura de los judíos, que admiten y conceden unánimemente todos los doctores cristianos, ¿de dónde la han sacado? preguntamos todos los judíos. ¿Acaso la han sacado de solo su discurso o de su ingenio? ¡Pobres de nosotros, si no hubiera más principio que éste! Deben, pues, responder necesariamente, que la han sacado de la revelación auténtica y pública, esto es, de las Santas Escrituras, pues no hay otra fuente segura de donde poder sacar cosas futuras. Si la han sacado de las Santas Escrituras se pregunta de nuevo, ¿cómo o por qué no han sacado ni hecho caso alguno de tantas cosas admirables, que se leen en las mismas Escrituras, tan conjuntas, tan conexas y estrechamente unidas con la conversión futura de los judíos? ¿Cómo o por qué han tomado solamente esta conversión de los judíos, dejando y aun despreciando todas las otras circunstancias gravísimas, que la acompañan y la siguen? O estas circunstancias son igualmente ciertas y seguras, o no lo es la conversión de los judíos; porque no hay razón alguna, ni la puede haber para creer ésta más bien que aquéllas. 

Imagínese por ahora que yo negase contra todos los doctores la conversión futura de los judíos; en este caso ¿cómo podrían convencerme? ¿Con mostrarme textos clarísimos de la Escritura? Con ellos mismos me defendería yo, con ellos mismos me haría fuerte e invencible, sin oponer otro escudo que este simple discurso. Estos textos clarísimos de la Escritura que se citan a favor de la conversión futura de los judíos o se deben creer plenamente, esto es, todo lo que cada uno de ellos dice y afirma o nada debe creerse; porque esto tiene de singular la divina Escritura, sobre todas las escrituras que no son divinas, que o todo cuanto dice y afirma es cierto y seguro o nada lo es. Ahora pues, según el sentir casi universal de los doctores (hablo en la práctica) no se debe creer; pues no se cree, ni admite todo lo que dicen y afirman esos mismos textos de la Escritura que se alegan a favor de la conversión futura de los judíos; es un suceso ad libitum, que se puede afirmar o negar, conforme el gusto o genio de cada uno. 

De otro modo. Esos textos clarísimos de la Santa Escritura, que se alegan a favor de la conversión futura de los judíos, no sólo afirman dicha conversión, sino que con la misma claridad afirman muchas circunstancias gravísimas, nuevas, admirables y magníficas, que deben acompañar y seguir la misma conversión. De esto segundo, se ríen universalmente los doctores cristianos (conforme a su sistema favorable) no sólo sin escrúpulo alguno, sino con grandes muestras de rectitud y piedad; luego con la misma razón y con la misma piedad y rectitud, podremos reírnos de lo primero. El discurso, aunque rústico y simple, por eso mismo me parece justo…”. 

Hasta aquí Lacunza. Esperemos que el lector nos perdone que hemos citado un texto tal largo, pero creemos que la importancia del asunto lo amerita y nadie mejor que Lacunza para explicar todas estas cosas. 

Demos nada más un solo ejemplo de todo cuanto acaba de decir: 

“Dijo Sión: “Yahvé me ha abandonado, el Señor se ha olvidado de mí”. ¿Puede acaso la mujer olvidarse del niño de su pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Y aun cuando ella pudiera olvidarle, Yo no me olvidaría de ti. He aquí que te tengo grabada en las palmas de mis manos, tus muros están siempre delante de Mí. Tus hijos vienen a prisa, en cambio salen de ti tus devastadores y asoladores. Alza tus ojos en torno de ti y mira: todos ellos se han congregado para venir a ti. “Vivo Yo”, dice Yahvé, que de todos ellos te revestirás como de adorno, y te los ceñirás como una novia. Porque tus desiertos, tus ruinas y tu tierra asolada, (todo esto) será demasiado estrecho para los habitantes; y los que te devoraban se habrán ido lejos. Los hijos de tu orfandad no dejarán de decir a tus oídos: “El lugar es demasiado estrecho para mí; dame espacio para habitar.” Entonces dirás en tu corazón: “¿Quién me los ha engendrado? yo estaba privada de hijos y estéril, cautiva y repudiada. A éstos, pues, ¿quién los ha criado? Cuando yo estaba sola, ¿dónde se hallaban ellos?” (Is. XLIX, 14-21). 

Todo el mundo ve que es imposible aplicar a la Iglesia lo que se le dice: que ha sido abandonada y olvidada por Dios, que estaba privada de hijos, cautiva, repudiada, etc. Sin embargo, todo el resto se le quiere aplicar a ella sin ninguna dificultad. ¿Qué clase de exégesis es esa? ¿Por qué no tomar en serio las palabras divinas de una vez por todas sin importar las consecuencias?