sábado, 9 de junio de 2018

La Iglesia local de Roma, por Mons. Fenton (I de II)


La Iglesia local de Roma, por Mons. Fenton

Nota del Blog: El siguiente trabajo, una verdadera joya, es obra de nuestro ya conocido Mons. Fenton y fue publicado en The American Ecclesiastical Review, CXII (junio de 1950), pag. 454-464.

El original puede consultarse AQUI.-

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Según la divina constitución del reino de Nuestro Señor sobre la tierra, la pertenencia a ese reino, la Iglesia militante, normalmente comporta una pertenencia en alguna sociedad local o individual dentro de la Iglesia universal. Estas sociedades individuales dentro de la Iglesia católica son de dos clases: primero están las diversas Iglesias locales, las asociaciones de fieles en las diversas regiones de la tierra y luego están las religiones, asambleas de fieles organizados unice et ex integro (exclusiva y completamente) para la obtención de la perfección de parte de quienes son admitidos a ellas. Según la Constitución Apostólica Provida mater ecclesia,

“La disciplina canónica del estado de perfección, en cuanto estado público, fue tan sabiamente ordenada por la Iglesia que, cuando se trata de Religiones clericales, generalmente las Religiones hacen el oficio de diócesis para todo aquello que se refiere a la vida clerical de los religiosos y la adscripción a la Religión sustituye a la incardinación clerical a una diócesis”[1].

Entre estas sociedades individuales que viven dentro de la Iglesia universal de Dios sobre la tierra, la Iglesia local de Roma ocupa manifiestamente una posición única. Los teólogos de los días antiguos acentuaban estas prerrogativas de la Iglesia Romana con bastante fuerza. Desafortunadamente, de todas formas, en nuestros tiempos los manuales de teología, considerados como grupo, se preocupan casi exclusivamente sobre la naturaleza y características de la Iglesia universal, sin explicar mucho la enseñanza sobre la Iglesia local. De acuerdo con esta tendencia, decidieron enseñar sobre el Santo Padre en relación a la Iglesia dispersa por todo el mundo, y le han dado en comparación poca atención a su función precisamente como cabeza de la Iglesia cristiana en la Ciudad Eterna.

Así, tanto nosotros como aquellos a los cuales Dios nos encargó instruir, podemos tender a olvidar que es precisamente por el hecho que preside sobre esta congregación local particular que el Santo Padre es el sucesor de San Pedro y de esta forma la cabeza visible de toda la Iglesia militante. La comunidad cristiana de Roma era y es la Iglesia de Pedro. La persona que gobierna esa comunidad con poder apostólico en nombre de Cristo es el sucesor de Pedro, y es de esta manera el vicario de Nuestro Señor en el gobierno de la Iglesia universal.

Definitivamente la enseñanza más común entre los teólogos escolásticos es que el oficio de la cabeza visible de la Iglesia militante está inseparablemente unido al puesto del Obispo de Roma y que esta unión absolutamente permanente existe en razón de la constitución divina de la Iglesia. En otras palabras, una gran mayoría de teólogos que han escrito sobre este tema particular, han manifestado la convicción que ninguna voluntad humana, ni siquiera la del Santo Padre, puede hacer del primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal la prerrogativa de alguna sede episcopal que no sea la de Roma o separar de alguna otra manera el primado del oficio y las prerrogativas esenciales del Obispo de Roma. Según esta enseñanza ampliamente aceptada, el sucesor de San Pedro, el vicario de Cristo en la tierra, no puede ser otro más que el Obispo que preside sobre la comunidad cristiana local de la Ciudad Eterna.


Incluso durante las primeras etapas de su desarrollo, la eclesiología escolástica enseñó explícitamente que cuando San Pedro se estableció como cabeza de la comunidad cristiana local de Roma, lo hizo en conformidad con la instrucción de Dios.

Así, Álvaro Pelayo enseña que el Príncipe de los Apóstoles transfirió su Sede desde Antioquía a Roma “iubente Domino” (por orden de Dios) y que la ubicación de la sede principal del sacerdocio cristiano en la “caput et domina totius mundi” (cabeza y señora de todo el mundo) debía atribuirse a la Divina Providencia[2].

Un siglo más tarde, el cardenal Juan de Torquemada insistía en que un mandato especial de Cristo había hecho a Roma la Sede primacial de la Iglesia católica[3]. Torquemada argumentaba que esta acción de parte de Nuestro Señor hacía imposible incluso que el mismo Soberano Pontífice separara el primado de la propia Iglesia local de Pedro en la Ciudad Eterna.

Luego Tomás de Vío Cardenal Cayetano enseñó que san Pedro había establecido su Sede en Roma por un explícito mandato de Nuestro Señor[4].

Los teólogos de la contrarreforma trataron este tema en forma mucho más detallada.

Domingo Soto defendió la enseñanza anteriormente atacada por Torquemada, diciendo que la unión de la Sede primacial en Roma era atribuible sólamente a San Pedro, en su capacidad de jefe de la Iglesia universal[5]. Con lo cual Soto sostuvo que cualquier sucesor de San Pedro en el Pontificado Supremo podía, si quería, transferir la Sede primacial a otra ciudad, exactamente de la misma manera y con la misma autoridad que San Pedro había usado al traer el primado de Antioquía a Roma.

La solución de Soto a este tema nunca obtuvo considerable apoyo en la eclesiología escolástica.

Su contemporáneo, el siempre agresivo Melchor Cano, despachó la afirmación de que, dado que no hay evidencia escrituraria a favor de ningún mandato divino de que la Sede primacial debía ser establecida en Roma, la traslación de San Pedro desde Antioquía a Roma debe ser atribuida exclusivamente a la decisión de San Pedro[6]. Tomó ocasión de esta enseñanza para resaltar su propia enseñanza sobre la importancia de la tradición como fuente de revelación y como locus theologicus (lugar teológico).

La tesis tradicional que Roma es y será siempre la Sede primacial de la Iglesia católica recibió su desarrollo más importante en las Controversias de San Roberto Belarmino. San Roberto le dedicó el cuarto capítulo del cuarto libro de su tratado De Romano Pontifice a la cuestión de Romana ecclesia particulari (la Iglesia Romana particular). Su tesis principal en este capítulo era la afirmación que no sólo el Romano Pontífice, sino también la Iglesia particular o local de la ciudad de Roma debe ser considerada como incapaz de error en materia de fe[7].

En el desarrollo de este capítulo San Roberto expuso como “doctrina piadosa y más probable” la opinión que “la cathedra de Pedro no puede ser sacada de Roma[8] y que, por esta razón, la Iglesia Romana individual debe ser considerada tanto infalible como indefectible. En defensa de esta tesis que, dicho sea de paso, consideraba como opinión y no como completamente cierta, San Roberto apelaba a la doctrina de que Dios mismo había ordenado que la Sede Apostólica de Pedro estuviera fija en Roma[9].

De ninguna manera San Roberto cerró completamente las puertas a la tesis de Soto. Admite la posibilidad que el mandato divino según el cual San Pedro tomó el mando de la Iglesia en Roma pueda haber sido simplemente una especie de “inspiración” de parte de Dios, más que una orden precisa y expresa emitida por Nuestro Señor. Insistiendo siempre que su tesis no era de fe divina, repetía su afirmación de que era la más probable y pie credendum (se cree piadosamente) “que la Sede había sido establecida en Roma por un precepto divino e inmutable[10].

Sin embargo, Gregorio de Valencia enseñó que la opinión de Soto sobre este tema era singularis nec vero satis tuta (singular y en verdad no muy prudente)[11].

Adán Tanner creía que la tesis que “la suprema autoridad para gobernar la Iglesia ha sido unida inseparablemente a la Sede Romana por una institución y ley directa y divina”, aunque no es una doctrina de fe, aun así era algo que no puede ser negado absque temeritate (sin temeridad)[12].

En su Tractatus de fide, Suárez enseñó que parecía más probable y “piadoso” decir que San Pedro había unido el primado sobre la Iglesia militante a la Sede de Roma en razón del propio precepto y voluntad de Nuestro Señor. Suárez creía, sin embargo, que San Pedro no recibió esa orden de parte de Cristo antes de la Ascensión[13].

Los destacados teólogos del siglo XVII Francisco Silvio y Juan Wigger también suscribían a la opinión que el primado estaba unido permanentemente a la Iglesia local de Roma en razón del mandato de Nuestro Señor[14].

El status de esta tesis avanzó un poco más cuando el Papa Benedicto XIV la insertó en su De synodo diocesana[15]. El Papa Benedicto creía que San Pedro había elegido la Iglesia Romana sea por orden de nuestro Señor, sea por su propia autoridad, obrando bajo divina inspiración o guía.

Billuart enseñó que Roma fue elegida como resultado de una orden directa de Nuestro Señor[16].

Juan Perrone enseñó que ninguna autoridad humana podría transferir el primado sobre la Iglesia universal de la Sede de Roma[17].





[1] La Provida mater ecclesia fue promulgada el 2 de Feb. de 1947.

Nota del Blog: La primera de las sociedades individuales son lo que se conoce como “diócesis” y la segunda son las diversas órdenes religiosas.

[2] Cf. De statu et planctu ecclesiae, I, a. 40, in Iung, Un Franciscain, théologien du pouvoir pontifical au XIV' siècle: Alvaro Pelayo, Evêque et Pénitencier de Jean XXII (París: Vrin, 1931), p. III.

[3] Cf. Summa de ecclesia, II, c. 40 (Venecia, 1561), p. 154.

[4] 4 Cf. Apologia de comparata auctoritate papae et concilii, c. 13, en la edición de Cayetano hecha por Pollet, Scripta theologica (Roma: Angelicum, 1935), 1, 299.

[5] Cf. Commentaria in IV Sent., d. 24.

[6] Cf. De locis theologicis, Lib. VI, c. 8, en la Opera theologica (Roma: Filiziani, 1900), II, 44.

[7] Cf. De controversiis christianae fidei adversus huius temporis haereticos (Colonia, 1620), I, col. 811.

[8] Cf. ibid., col. 812.

[9]Ibid., col. 813.

[10] Ibid., col. 814.

[11] Cf. Valencia, Commentaria theologica (Ingolstadt, 1603), III, col. 276.

[12] Cf. Tanner, Theologia scholastica (Ingolstadt, 1627), III, col. 240.

[13] Cf. Suarez, Opus de triplici virtute theologica (Lyons, 1621), p. 197.

[14] Cf. SilvioDe praecipuis fidei nostrae orthodoxae controversiis cum nostris haereticis, Lib. IV, q. I, a. 6, en la edición de D'Elbecque de la Opera omnia de Silvio (Antwerp, 1698), V, 297; Wigger, Commentaria de virtutibus theologicis (Louvain, 1689), p. 63.

[15] Cf. De synodo diocesana, Lib. II, c. I, en el Theologiae cursus completus de Migne (Paris, 1840), XXV, col. 825.

[16] Cf. BilluartTractatus de regulis fidei, diss. 4, a. 4, en la Summa Sancti Thomae hodiernis academiarum moribus accommodata sive cursus theologiae juxta mentem Divi Thomae (París: LeCoffre, 1904), V, 171 sig.

[17] Cf. Perrone, Tractatus de locis theologicis, pars I, c. 2, en su Praelectiones theologicae in compendium redactae (París, 1861), 1, 135.