domingo, 12 de mayo de 2019

La presencia de Nuestro Señor en la Iglesia Católica, por Mons. Fenton (IV de IV)


La inhabitación de Cristo en la Iglesia según su naturaleza humana

Según su sagrada naturaleza humana, Nuestro Señor reside verdadera, aunque invisiblemente, en la Iglesia Católica gobernando, instruyendo y santificando esta sociedad. Gobierna a los discípulos dentro de la Iglesia Católica invisible y directamente. Al mismo tiempo su enseñanza divina dentro de la Iglesia deja perfectamente en claro que los juicios y mandatos de los que gobiernan la Iglesia, los que mantienen su posición en razón del encargo que les dio, deben ser aceptados por los discípulos como sus juicios y mandatos. Esta presencia de Cristo en la Iglesia como su gobernante supremo, aunque invisible, es la garantía y la razón de la indefectibilidad de la Iglesia. Es manifiestamente imposible que la sociedad dentro de la cual Cristo gobierna hasta el fin del tiempo pueda jamás perder su identidad o carácter substancial que le dio.

Ahora bien, al igual que durante el período de su vida pública, la Iglesia habla al mundo con la voz de Cristo. Es Él quien enseña dentro de la Iglesia y el que, desde la Iglesia, enseña y llama a los hombres en el mundo. Además, Cristo, verdaderamente presente en la Iglesia, perfecciona y autentifica el mensaje divino que predica por medio de la Iglesia al sellar esa doctrina con motivos de credibilidad. El evangelio de San Marcos dice de los Apóstoles que:

“Fueron y predicaron por todas partes, asistiéndolos el Señor y confirmando la palabra con los milagros que la acompañaban”[1].

La presencia de Cristo enseñando en la Iglesia es la causa y la explicación de la infalibilidad de la Iglesia. Es obviamente imposible que una institución dentro de la cual Cristo ha de habitar hasta el fin del tiempo y desde la cual enseña, haga otra cosa que exponer con exactitud su enseñanza.

San Clemente de Roma en su epístola a los Corintios habla de Nuestro Señor viviendo en la Iglesia como “el sumo sacerdote de nuestras ofrendas”[2]. Sigue santificando en su naturaleza humana a la Iglesia al comunicarle la vida de la gracia por los canales de aquellos sacramentos que instituyó y que, en su naturaleza humana, sigue obrando como agente principal. Como Sumo Sacerdote para siempre, que ofrece el sacrificio de la Nueva Ley, efectúa y expresa la unidad de la sociedad que mantiene en existencia y sobre la cual preside.


Nuestro doble lazo de unión con Cristo


Los eclesiologistas católicos clásicos y más recientemente la encíclica Mystici Corporis del Santo Padre hablan de dos clases diversas de fuerzas que nos unen con Nuestro Señor dentro de la Iglesia. El primero de estos, los llamados lazos externos o corporales de unión, incluyen aquellos factores que constituyen al hombre como verdadero miembro de la sociedad de los discípulos. Los segundos, los lazos internos o espirituales, están compuestos por aquellos elementos que hacen del hombre un miembro vivo de esta sociedad. Ambos lazos nos ponen en contacto con Nuestro Señor que habita en la Iglesia Católica. La falta que vició muchos escritos de la primera parte del siglo XX sobre el Cuerpo Místico fue un olvido completo del lazo externo de unión con Cristo.

El hombre se une a Nuestro Señor dentro de la Iglesia por medio del lazo de unión externa cuando tiene la profesión de la verdadera fe divina, la comunión de los sacramentos y la sumisión a sus superiores eclesiásticos legítimos[3].

La profesión externa de la verdadera fe implica un contacto con Cristo que habita en la Iglesia Católica porque significa la aceptación visible del mensaje que Cristo enseña infaliblemente aquí y ahora en la Iglesia Católica y que los hombres reciben solamente de parte de la Iglesia.

La comunión de los sacramentos divinos está disponible sólo para aquel que tiene el carácter bautismal y que, consecuentemente, ha sido invitado o llamado personalmente por Nuestro Señor a entrar en la compañía de sus discípulos. Además, esta comunión está abierta sólo a aquellos bautizados que no han sido expulsados por la Iglesia, y que no han abandonado la sociedad que es la comunidad de Cristo.

La sumisión a los superiores eclesiásticos legítimos lleva consigo la aceptación de esa autoridad que habla y ordena con la voz del Nuestro Señor.

Por medio de los lazos internos de unión con Cristo dentro de la Iglesia Católica entramos en contacto vital con Cristo que reside en la Iglesia en la posesión de la fe, esperanza y caridad[4].

Por la fe, tenemos en nuestras mentes esa verdad que Cristo comprehende como Dios en el conocimiento divino, que, como hombre, contempla en la Visión Beatífica, y que predica en la Iglesia.

Por medio de la esperanza cristiana, anhelamos la visión intuitiva de la esencia divina y la presencia visible de Cristo que pertenece y se le otorgará en el último día, a la Iglesia Católica en la cual reside.

Por la caridad amamos a Cristo que vive en nuestra alma, y que nos da nuestro amor a Dios y a nuestro prójimo dentro de la sociedad de sus discípulos.

Es esta vida de Cristo en la Iglesia Católica la que hace a esta sociedad visible un misterio de fe. El misterio de la Iglesia es, por así decir, el centro de la divina economía con la humanidad. La Iglesia dentro de la cual Nuestro Señor vive y obra es la organización visible dentro de la cual los malos estarán mezclados con los buenos hasta el día del juicio. Sin embargo, es la Iglesia fuera de la cual no vamos a encontrar a Cristo. La presencia de Nuestro Señor dentro de esta sociedad visible no es imaginaria sino real y activa.

“Donde está Jesucristo”, dice S. Ignacio de Antioquía, “allí está la Iglesia Católica”[5].


The Catholic University of America, Washington, D. C.


JOSEPH CLIFFORD FENTON




[1] Mc. XVI, 20.

[2] Cap. 36, n. 1.

[3] Cf. San Roberto Belarmino, De controversiis christianae fidei adversus huius temporis haereticos, Tom. I, Quartae controversiae generalis, Lib. III, De ecclesia militante, cap. 2 (Ingolstadt, 1586), col. 1264.

[4] Ibid.

[5] Ad Smyrnaeos, cap. 8, n. 2.