X
LA MAGNIFICENCIA DE LOS REINOS
SERA DADA AL PUEBLO DE LOS SANTOS
Dan. VII, 27
Cristo es el ejemplar
perfecto del hombre (Ef. IV, 13).
Por él tenemos la vida:
"En Él estaba la vida" (Jn.
I, 4).
Así como El murió, moriremos nosotros (Rom. VI, 23).
Así como resucitó, resucitaremos (I Cor. XV, 20).
Así como subió al cielo, subiremos (I Tes. IV, 17).
Así como reina a la diestra del Padre, reinaremos con Él nosotros
(Apoc. V, 10 y XX, 6).
¡Sí! reinaremos con
Cristo.
Entre las promesas hechas
en la Cena, no hay ninguna más neta: " Vosotros
sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Y Yo os confiero
dignidad real como mi Padre me la ha conferido a Mí, para que comáis y bebáis a
mi mesa en, mi reino, y os sentéis sobre tronos, para juzgar a las doce tribus
de Israel" (Lc. XXII, 28-30).
Jesús dijo también a Juan
en el Apocalipsis: "Y al que venciere, esto es,
al que guardare hasta el fin mis obras, le daré autoridad sobre las naciones, y
las destruirá con vara de hierro, cual vasos de cerámica serán quebradas como
Yo también recibí de mi Padre y le daré la estrella, la matutina" (Apoc.
II, 27-28).
De modo que el trono y el poder que Jesús ha recibido
del Padre lo recibiremos también nosotros.
Así como Jesús es actualmente sacerdote y rey, seremos también sacerdotes
y reyes en su reino.
Poseeremos, pues, el reino por herencia como coherederos de Cristo; y poseeremos
este reino ofrecido primeramente a Adán, "preparado desde la creación del mundo" (Mt. XXV, 34)
restaurado al fin y consumado por Cristo.
Esta es, pues, nuestra herencia esperada (Col. III, 34). Seremos
herederos del reino prometido por Dios a los que le aman (Sant. II, 5), y será
una herencia eterna (Heb. IX, 15), una herencia que no puede corromperse, ni
mancharse, ni agotarse y que nos está reservada en los cielos (I Ped. I, 4). Es
la espléndida recompensa prometida después del trabajo (I Cor. III, 8). Todas
estas cosas han sido preparadas por Dios para los que le aman (I Cor. II, 9).
Estas cosas maravillosas
que son nuestra herencia y nuestra recompensa han sido concretadas en la
Escritura en figuras familiares para de este modo permitirnos comprender bajo
el símbolo la belleza escondida de la gloria celestial.
Primeramente recibiremos
en la nueva Jerusalén las insignias de la realeza. La realeza
que hemos visto tan violentamente combatida y vencida por Dios, y que tanto
como fué desviada y usurpada será glorificada. ¿No tiene en sí misma una
belleza incomparable, ya que es la expresión más perfecta de la acción divina
sobre un pueblo? Pero, ¿quién es el rey o jefe de estado que tiene la verdadera
conciencia de su dignidad?
En el reino de Cristo
recibiremos el TRONO como los reyes. Esta promesa ha sido hecha muchas veces a
los apóstoles (Mt. XIX, 28; Lc. XXII, 30), pero ella se extiende más allá de
ellos a todos los escogidos. Ya se la ve figurar en Job: "Los
coloca (a los justos) en tronos (como)
a reyes" (Job XXXVI, 7); asimismo en Daniel (VII, 9).
El trono es la recompensa reservada al vencedor de
la Iglesia de Laodicea: "Al que venciere le
daré sentarse conmigo en mi trono, ASÍ COMO YO vencí y me senté con mi Padre en
su trono" (Apoc. III, 21). Compartiremos, pues, el trono de Cristo como Él actualmente comparte el
de su Padre.
El CETRO DE JUSTICIA nos
será ofrecido igualmente. Es la promesa
hecha al vencedor de la Iglesia de Tiatira. Es la vara de hierro
para quebrantar a las naciones (Apoc. II, 27-28), el cetro trágico del Salmo II.
La CORONA parece ser el
atributo esencial de la realeza; es de
tal manera sinónimo de la bienaventuranza que perder la corona es perder la
recompensa. Así Jesús hacía escribir a la Iglesia de Filadelfia: "Mantén firme lo que tienes para que
nadie tome tu corona" (Apoc. III, 11).
Es la recompensa de la
Iglesia de Esmirna: "Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona
de la vida" (Apoc. II, 10).
La expresión, "corona de la vida" es empleada
también por Santiago (I, 12). San Pablo la llama la "corona de justicia" (II Tim. IV, 8), o también la "corona incorruptible" (I Cor. IX, 25), y San Pedro, la "corona incorruptible de gloria" (I
Ped. V, 4). El libro de la Sabiduría dice de los escogidos "que recibirán
de la mano del Señor el reino de la gloria, y una brillante diadema" (Sab.
V, 17).
La VESTIDURA REAL será blanca, ¡blanqueada en la sangre del Cordero! extraña metáfora, la sangre
debería enrojecer; pero no, esa vestidura será blanca (Apoc. VII, 13-15). Será
de lino fino, brillante y puro (Apoc. XIX, 8.14). Es la recompensa indicada a
la Iglesia de Sardes: "El que venciere será
vestido así, con vestidos blancos" (Apoc. III, 5).
La PALMA signo de la
victoria estará entre las manos de algunos (Apoc. VII, 9), otros tendrán ARPAS (Apoc. V, 8; XV, 2) porque se
cantará el "cántico nuevo",
aquél de las vírgenes (Apoc. XIV, 3-4).
El Cántico de Moisés cantado al son del tamboril después del paso del
Mar Rojo, era un admirable salmo
profético. ¿No será justo volverlo a
pronunciar después de este nuevo paso del mar Rojo, mar de sangre — de la gran
Tribulación y de terribles combates y juicios?
Cantaremos como los
Hebreos: "Tú los condujiste y los plantaste… en el Santuario, Señor, que
fundaron tus manos. YAHVÉ REINARÁ POR SIEMPRE JAMÁS" (Ex. XV, 17-18)[1].
Otro don celestial será
una luz
deslumbradora que irradiará del cuerpo de los bienaventurados: "Entonces
los sabios brillarán como el resplandor del firmamento, y los que condujeron a
muchos a la justicia, como las estrellas por toda la eternidad" (Dan. XII,
3).
"Brillarán los justos,
y discurrirán como centellas por un cañaveral". (Sab. III, 7).
En este reino, cada
escogido estará resplandeciente de belleza y de gloria; será "SACERDOTE Y REY", con su Redentor,
que habrá establecido una paz sin término.
"Y EL REINO Y EL IMPERIO Y LA MAGNIFICENCIA DE LOS REINOS QUE HAY DEBAJO
DE TODO EL CIELO, SERÁ DADO AL PUEBLO DE LOS SANTOS DEL ALTÍSIMO; SU REINO SERÁ
UN REINO ETERNO; Y TODAS LAS POTESTADES LE SERVIRÁN Y LE OBEDECERÁN” (Dan.
VII, 27).
"¡ALELUYA! PORQUE HA COMENZADO A REINAR YAHVÉ, EL DIOS NUESTRO, EL
TODOPODEROSO" (Apoc. XIX, 6).
[1] En este cántico es cuando el Señor
es designado Rey por primera vez en la Biblia.