lunes, 23 de marzo de 2015

Sermón CCLIX de San Agustín sobre el Milenio.

SERMON CCLIX

Las obras de misericordia.


Nota del Blog: Transcribimos aquí el tan conocido y citado Sermón 259 de San Agustín donde defiende la opinión del reinado de mil años de Cristo con sus santos en la tierra tras la destrucción del Anticristo y el encadenamiento de Satanás. Opinión que cambió luego por otra opinión, y que devino, con el correr del tiempo, la exégesis más seguida. Exégesis completamente contraria al texto claro y plano de las Escrituras, que violenta a más no poder la divina Palabra.
Afortunadamente, desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX los Papas comenzaron a reaccionar contra semejante clase de exégesis y urgieron cada vez con mayor ahínco la necesidad de volver a la interpretación literal del Texto.
La exégesis del Santo doctor es aquí del todo natural y conforme al texto y al simbolismo escriturístico.
Sobre el simbolismo tipológico del sábado, del domingo y del octavo día recomendamos vivamente la hermosa obra del P. Danielou[1] Bible et liturgie, la théologie biblique des sacrements et des fêtes d'après les Pères de l'Église (1958), y traducido entre nosotros por Guadarrama en 1962 bajo el título Sacramentos y Culto según los Santos Padres (principalmente los capítulos XIV-XVI).
Sólo aclaremos que si bien el autor se declara contrario al milenarismo, cualquiera que lea sus páginas notará inmediatamente que hay algo que está como fuera de su lugar. Decimos ésto porque si el sábado es el símbolo del descanso de los santos en el cielo, entonces no se entiende el simbolismo del día octavo, mientras que si el día octavo representa la bienaventuranza eterna, entonces el “descanso” de los santos, simbolizado en el sábado, está de más.
Así, pues, es fácil ver que el reinado de Cristo con sus santos en la tierra durante los mil años resuelve fácilmente todas estas dificultades y explica el simbolismo en forma sencilla y natural. Tal como vemos que hace aquí San Agustín.

Todas las notas son del original.



Símbolo profundo y sagrado de la bienaventuranza eterna es para nosotros este día octavo[2], porque la vida que nos trae a la memoria no pasará jamás como pasa él.
Hermanos míos; en nombre de Jesucristo, por quien nuestros pecados fueron perdonados; de Jesucristo, que hizo de su sangre precio de nuestro rescate, que se dignó hacernos hermanos suyos, cuando ni servidores merecíamos ser..., os exhortamos y rogamos —ya que sois cristianos y lleváis el nombre de Cristo en la frente y el corazón— a enderezar vuestros deseos hacia la vida feliz que hemos de gozar con los ángeles, vida do reina sosiego perenne, alegría eterna, felicidad inagotable sin trabajos, sin pesares ni especie de muerte alguna.
Nadie que no haya saboreado esta regalada vida puede conocerla, y nadie la saboreará si carece de fe.
No me pidáis os haga entrever lo que Dios ha prometido: no pudiera yo hacerlo. Acabáis de oír estas palabras finales del Evangelio de San Juan: "Bienaventurados los que no vieron y creyeron"[3].
Vosotros quisierais ver; también lo viera yo de mil amores; mas creamos todos lo mismo y todos lo veremos juntos. No resistamos a la palabra de Dios. ¿Será menester, hermanos míos, que descienda Cristo ahora del cielo a mostrarnos sus cicatrices sagradas? —Mostróselas a un discípulo incrédulo, para desvanecer la duda y confirmar la fe de los venideros creyentes.

Lo repito: este día octavo es figura de la vida nueva que seguirá después de concluidos los siglos, como el día séptimo es el emblema del descanso de que gozarán los bienaventurados en aquel dichoso país. Reinará, pues, Dios en la tierra con sus santos, como lo atestigua la Escritura, y tendrá aquí una Iglesia en la cual no entrará hombre malo, apartada e inmune del contagio de los malvados; Iglesia simbolizada por el número 153, según creo haberos ya dicho en otras ocasiones[4].
En aquella región aparecerá la Iglesia rodeada de inmensa gloria, revestida de honor y justicia. No más fraudes ya, no más engaños, no más lobos con piel de oveja. "Vendrá el Señor —está escrito—y bañará en luz los más ocultos secretos del corazón y cada cual recibirá de Dios una peculiar alabanza”[5]. No habrá, por ende, malos allí, pues se los apartará de los buenos, y bien como parva de trigo ya bieldado en la era, la muchedumbre de los santos será conducida a los graneros eternos. ¿No se trilla el trigo en el mismo punto donde se aecha?, y la era donde se hizo la trilla para separar la paja del grano, ¿no se ve después hermoseada por los montículos del ya limpio grano?
Si ahora vemos — verificada la trilla— la paja reunida a un lado, también vemos la parva de trigo a otro. Ya sabemos el paradero final de la paja y la satisfacción con que mira su trigo el labrador.
Al modo, pues, que se ven sobre la era —con regocijo grande por venir tras muchos sudores— los montones de trigo aislado ya de la paja donde se escondía, trigo que luego se manda a las paneras donde se le guarda, oculto a las miradas, tal en este mundo donde sois testigos de cómo se pisa esta era y cómo anda la paja revuelta con el grano y cuán difícil es distinguirlos, porque aún no se aechó... tal, digo, le verán, en haciendo que se haga la separación del Juicio, las muchedumbres de los santos, relumbrantes de belleza, llenos de gracia y merecimientos, reverberando la misericordia de su Libertador[6].
Entonces comenzará el día séptimo. Desde Adán hasta Noé podemos considerarle como el día primero; de Noé hasta Abrahán, el día segundo; el tercero, de Abrahán a David; de David a la Cautividad de Babilonia, el cuarto; el quinto, desde la Cautividad de Babilonia hasta la venida de Jesucristo; desde el advenimiento del Señor hasta hoy, el día sexto... y en el sexto nos hallamos, por lo tanto. Y así como, según el Génesis, en el sexto día fué formado el hombre "a imagen y semejanza de Dios"[7], así en este como día sexto del mundo recibimos por el bautismo una vida nueva que restaura en nosotros la imagen del Creador.
Cuando este día sexto haya pasado, cuando sea un hecho la grande y definitiva separación, empezará el descanso, empezará el sábado misterioso de los santos y justos de Dios; y a la seguida de este día séptimo, cuando se haya contemplado sobre la era la bella mies, la gloria y merecimientos de los santos, entraremos en aquella vida, en la paz aquella de la que se ha dicho que "ni los ojos vieron ni los oídos oyeron ni el corazón del hombre ha podido presentir lo que Dios guarda para sus amadores"[8].
¿No será ello en cierto modo volver a los principios? A la manera que transcurridos los siete días de la semana, el octavo es otra vez el primero de una semana nueva, así cuando se hayan concluido las siete edades del siglo presente, donde todo fenece, volveremos por modo inmortal a la felicidad de donde fué derrocado el primer hombre. He ahí porqué el octavo día cierra el ciclo de las fiestas de los recién bautizados.
El número 7 multiplicado por sí mismo elévase a 49, y añadiéndole la unidad (por donde todas las cosas empiezan) se obtiene la cifra 50..., la cual entraña un misterio, que nosotros celebramos hasta Pentecostés. El número 50 se obtiene de modo igual, cuando, por diferente motivo, se añade a 40 el denario del galardón. Estos cálculos nos llevan al número 50; multiplicándole ahora por 3 en honor de la Santísima Trinidad, el producto es 150, y añadiéndole 3 —imagen de las divinas personas— son 153, número exacto de los peces aquellos donde hallamos simbolizada la Iglesia (triunfante)...[9].
Mas ahora, mientras llega el descanso, mientras sea tiempo de laborar, mientras dure la noche, mientras no aparezca a la vista el objeto de nuestras esperanzas, mientras vayamos peregrinando por el desierto hacia la celeste Jerusalén; mientras, en fin, lleguemos a la tierra prometida que mana leche y miel, entre el combate incesante de las tentaciones... obremos bien.
Y tened a mano siempre la medicina contra las cotidianas heridas; hallarásla en las obras de misericordia; que si deseas obtenerla de Dios has de ser a tu vez misericordioso.
Si, hombre como eres, niegas a otro los buenos oficios de la humanidad, Dios te negará la divinidad —o digamos—, la incorrupción de lo inmortal que nos trueca en dioses. Nada necesita Dios de ti; tú necesitas de Dios; nada te pide para ser feliz; tú no lo serás si El no te lo concediere.
Y, ¿qué recibes de Él? — Si te hiciera Dios el obsequio de algún excelentísimo don creado, no sé si te quejarías. Ahora bien; no una cosa creada te da en regalo, sino a Sí mismo, Creador de cuanto existe.
¿Cuál de las criaturas será mejor y más bella que su Artífice? Y, ¿por qué se te dará? ¿Para coronar tus merecimientos? ¡Tus merecimientos! Para mientes en tus infinitas iniquidades y escucha la sentencia que mereció el hombre culpable:

- "Polvo eres y en polvo te convertirás"[10].

Es la amenaza que Dios había intimado cuando les impuso la prohibición.

- "El día que le toques (el fruto del árbol entredicho) moriréis 'de muerte"[11].

- ¿Qué merece el pecado —dime—, qué merece el pecado sino castigo? Olvídate de tus méritos para que no pongan espanto en tu corazón, mas, ¿qué digo?; no los olvides nunca para que, orgulloso, no rechaces la misericordia.

Las obras de misericordia, hermanos míos, nos encomiendan a Dios. "Bendecid al Señor porque es bueno, porque su misericordia, dura para siempre"[12]. Confiesa que Dios es misericordioso, dispuesto está toda hora a perdonar los pecados a quien se acusa de ellos, y le ofrece además un sacrificio. Compadécete del hombre, hombre, y Dios se apiadará de ti.
Tu hermano y tú sois dos hombres, dos míseros; pero Dios no es mísero, sino misericordioso. Y si un mísero no tiene piedad de otro igual, ¿cómo se atreve a solicitarla de Quien no conoce la desventura?
Comprendedme bien, hermanos. Si alguien se mostrase cruel y sin entrañas con un náufrago, por ejemplo, no continuaría siéndolo de sufrir también él los horrores del naufragio; y si alguna vez se halló en tan negro trance, la vista de un náufrago tráele a la memoria sus padecimientos; reproduce en algún modo su desgracia pretérita y la igualdad en el infortunio le conmueve, cuando ni aun la comunidad de naturaleza había logrado ablandarle.
Quien fué pobre suele compadecerse rápidamente del pobre...; quien fué jornalero siente vivamente el dolor del jornalero defraudado en su salario; quien lloró la pérdida de un hijo muy amado, ¡cuán bien comprende el sufrir de un padre inconsolable!
Dedúcese de lo dicho que no hay tan berroqueñas entrañas que no se ablanden a la vista de un infortunio al suyo igual.

Si, pues, tú, que algún día fuiste desventurado o temes serlo algún día (porque mientras vivas en el mundo debes temer lo que no fuiste y acordarte de lo que fuiste y pensar en lo que eres); si tú, envuelto en las memorias de los pasados males, y temeroso de los venideros, y hundido bajo la mole de los presentes; si tú no te ablandas ante el dolor de un cuitado que implora tu ayuda, ¿esperarás compasión de Quien no conoce por experiencia la desgracia? ¿Rehúsas dar una migaja de lo que Dios te dió y quieres te otorgue Dios lo que tú no le diste?
Pronto, hermanos míos, volveréis a vuestras casas, y a partir de este momento a duras penas volveremos a vernos, si ya no con motivo de alguna solemnidad. Practicad la misericordia, porque las culpas son muchas. No hay modo de hallar punto de sosiego para nosotros; no hay otra senda que nos lleve a Él y nos reintegre a Él, a Quien tan osadamente ofendemos. Un día compareceremos en su presencia. ¡Oh!, que nuestras buenas obras nos defiendan y hablen más recio que nuestros pecados.

Hay en la Iglesia dos géneros de misericordia: una sin gastos ni fatigas, otra con trabajo o dinero.
La primera se practica dentro del corazón y consiste en perdonar a quien te ha ofendido. En tu mismo corazón tienes el tesoro necesario para llevar a término esta obra de misericordia; allí te entiendes directamente con Dios. No se te dice: trae tu bolsa, abre las arcas, descorre los cerrojos de tus graneros, ni tampoco: anda, ven, corre, apresúrate, intercede, habla, visita, labora. Sin moverte del sitio, puedes remover los resentimientos de tu corazón contra tu hermano; acto de misericordia, sin gastos ni penas; solo has necesitado bondad y un pensamiento misericordioso.
Nos tacharíais de extremosos si os dijéramos: distribuid los bienes a los pobres; mas, ¿no seremos suaves e indulgentes, diciéndoos: "Dad sin menoscabaros en nada, perdonad para que se os perdone?".
Con todo, aun debemos decir: "Dad y se os dará", porque el Señor ha reunido estas dos obligaciones en el mismo precepto: son dos actos de misericordia con idéntica fuerza prescritos: "Perdonad y se os perdonará" — misericordia del olvido—; "dad y se os dará" - misericordia de la limosna.

Empero, ¿no hace Dios más por nosotros? ¿Qué perdonas tú al hermano? Una ofensa de hombre a hombre. ¿Qué te perdona a tí Dios? Una ofensa inferida por el hombre al mismo Dios, ¿No hay diferencia entre agraviar a un hombre y agraviar a Dios? Dios te hace, pues, gran ventaja: tú perdonas nomás la injuria hecha al hombre. Dios perdona la ofensa hecha a la majestad divida. Lo mismo acaece con respecto a la misericordia de la limosna. Tú das el pan; Él te da la salud; tú das a hombre sediento una bebida cualquiera. Él a tí la bebida de la sabiduría. ¿Habrá modo de parangonar lo dado y lo recibido? He ahí cómo se debe prestar con usura. ¿Quieres ser usurero? No pondré óbice alguno, a condición de que se haga el préstamo a Quien no puede empobrecerse, devolviendo mucho más, y a Quien pertenece aún eso poco que das para recibir cien doblado por ello.

Quiero advertiros igualmente que dar por propia mano la limosna a los necesitados es una misericordia doble; y hay que mostrarse no sólo buenos, sino también humildes al darles y servirles. Cuando el rico, hermanos míos, pone su mano sobre la mano del pobre a quien ayuda, ¿no parece sentir mejor en su corazón las miserias y debilidades comunes a la humanidad? Cierto da el uno y recibe el otro, pero se muestran unidos porque el uno sirve al otro, y no es tanto la desgracia como la humildad lo que nos acerca unos a otros.

Vuestras riquezas, si a Dios le pluguiese guardároslas, para vosotros y vuestros hijos quedarán. No hay para qué hablar de esta terrena abundancia, sujeta a tantos peligros. El tesoro yace tranquilo en casa, pero no deja tranquilo a su dueño; témese al ladrón, témese al que descerraja, témese al criado infiel, témese al vecino malo y poderoso: cuanto más se tiene más se teme. Si das a Dios en sus pobres nada pierdes y vivirás tranquilo, porque el mismo Dios guardará el tesoro del cielo y te dará lo necesario en la tierra. Si confiaras algo a Cristo, ¿temerías lo perdiese? ¿No busca todo el mundo un administrador fiel a quien confiarle el dinero? Sin embargo, ese fiel mayordomo podía no robarte nada, pero no perder nada ya no depende tanto de él. ¿Qué punto de semejanza puede haber entre la fidelidad de un mayordomo cualquiera y la de Cristo? ¿Qué hay más divino que su omnipotencia? No podrá robarte cosa alguna, pues El te lo ha dado todo con la esperanza de que tú se lo dieras a Él; ni perder nada, porque todo lo guarda con su omnipotencia.

Cuando celebráis los ágapes, se le consuela a uno el corazón, porque entonces hacemos oficio de ministros o dispensadores. Damos de nuestros bienes y lo damos por nuestras propias manos, bien que no damos sino lo que recibido hemos de Dios. Hermanos míos, es cosa muy buena que déis por vosotros mismos, y agradable a Dios muy mucho en gran manera.
Él es quien recibe; Él es quien devuelve, aunque antes de deberte algo El te lo ha puesto en las manos para que puedas dar.
Dad y servid; no perdáis una de las recompensas pudiendo conseguirlas ambas a dos; y si no hay modo de dar a todos los pobres, dad a razón de vuestros caudales, y dad con alegría, porque "Dios ama al dador alegre"[13].

El reino de los cielos se vende a muchos precios, y el que sólo tiene dos cuartos, con dos cuartos puede adquirirle; que a ese precio le compró la viuda del Evangelio[14].

Han terminado los días de fiesta: y vuelven a reanudarse los días de los contratos, cobranzas y pleitos; ved, hermanos míos, el modo de conduciros en ellos. El reposo de los días que acaban de celebrarse ha debido inspiraros mansedumbre y no afán de altercados.
Hay quienes invierten estos días pasados en el exclusivo pensamiento de planear los desafueros que han de cometer en seguida. Vosotros conducíos como si tuvierais —y así es en realidad—, como si tuvierais que rendir a Dios cuentas no sólo de estos quince días, sino de entera la vida.
Me reconozco deudor vuestro por causa de algunas cuestiones sacadas de la Escritura, cuyo desenvolvimiento empecé ayer, y por alcance de tiempo no me fué posible desarrollar del todo... Mas como en estos días que siguen, el derecho forense y público autorizan la exacción aun de dinero, podéis vosotros exigirme salde mi deuda en nombre del derecho cristiano. Por razón de las solemnidades concurre a este lugar todo el mundo; a ver si en adelante concurrís también, siquiera sea a reclamarme lo prometido; pues Quien a todos nos lo da todo, a vosotros os la da por mis manos. Conozco también las palabras del Apóstol:

“Dad a cada uno lo que le es debido; tributo a quien debéis tributo, impuesto a quien debéis impuesto, honor a quien honor, y a quien temor, temor; no debáis nada a nadie, antes amaos mutuamente".

Yo pagaré religiosamente, hermanos míos, lo que os debo, con la gracia de Dios; pero también os digo que no vengo obligado a pagar nada a los indolentes, sino a los que me lo exijan[15].






[1] Espero se nos perdone la referencia a semejante personaje, pero no podemos menos que remitirnos a lo que ya dijimos en otra ocasión al transcribir un interesante estudio de Bea sobre el nuevo Salterio (ver AQUI).

[2] Domingo infraoctavo de Pascua.

[3] S. Juan, XX, 29.

[4] San Juan, XXI, 11; Sermón 248, etc.

[5] I Cor., IV, 5.

[6] Esta opinión, tomada por San Agustín de los milenarios o milenaristas, según la cual Dios había de reinar con sus santos en la tierra después del Juicio final, por espacio de mil años, fué abandonada más tarde por el Doctor de la gracia. En el libro 20, cap. 7 de la Ciudad de Dios escribe: "Esta opinión fuera tolerable hasta cierto punto, de admitir que la presencia del Señor produciría, en los santos, algunos deleites espirituales; cosa que también opiné yo en algún tiempo...".

[7] Gén. I, 26-27.

[8] I Cor. II, 9.

[9] Ver Sermón 148, 149…

[10] Gén. III, 19.

[11] Ibid. II, 17.

[12] Sal. CXVII, 29.

[13] II Cor. IX, 7.

[14] S. Luc., XXI, 2.

[15] El Código de Teodosio, ley 2°, establecía que una semana antes de la Pascua y la siguiente a la Pascua, cesasen los pleitos y reclamaciones de las partes, o, dicho de otro modo, que se cerrasen los tribunales, por considerarlos días festivos.
La segunda parte de esta delicada conclusión es una finísima y graciosa indirecta con que les convida el Santo a continuar yendo a oírle, a lo menos porque no haya motivo para motejados de poco celosos de sus derechos; y, pues, por ley de promesa, él está en deuda con ellos, no sean torpes en reclamar el cumplimiento exacto de la palabra empeñada. Tal vez se refiere a las cuestiones apuntadas en el serm. CXLIX.