jueves, 23 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (VI Parte)

La gran reforma del siglo XI.

Pero llegó un momento en el que este estado de cosas se vio sujeto a profunda decadencia.
El elemento imperfecto, debido a la natural proclividad de lo humano, se inclinó hacia los más deplorables relajamientos. Las guerras que habían devastado a Europa durante los siglos IX y X y, por encima de todo, el debilitamiento de la autoridad de la Santa Sede, secuela del triste estado en que Dios había permitido que cayera la misma Iglesia romana en los últimos años de aquel doloroso período, todo ello contribuyó a fomentar el desorden.
La tiranía de los príncipes invadió y corrompió con la simonía las grandes sedes episcopales, con lo cual se relajaron todos los vínculos de la disciplina y la jerarquía se halló sin fuerza.
Entonces se vio al clero de los campos, privado de los auxilios de la vida común, entregarse generalmente al desorden; y el mal no tardó en invadir las grandes Iglesias por la connivencia o la negligencia de los primeros pastores.
Mas, como la piscina del evangelio, que, agitada por el ángel a determinados tiempos, recobraba la virtud de curar a los inválidos (cf. Jn V, 4) así la Iglesia, piscina misteriosa destinada a curar a la humanidad de sus grandes achaques, se nos muestra en la historia como recibiendo igualmente en momentos providenciales nuevos movimientos del Espíritu Santo; y cuando parece haberse agotado su virtud, se renueva de repente por la santidad y las obras de los grandes siervos de Dios.
Esto se vio en el siglo XI.
De repente suscita Dios los grandes Pontífices San León IX (1048-1054) y San Gregorio VIII (1073-1085), y con ellos comienza la reforma.
Los reformadores salen del orden monástico. El orden monástico viene, por decirlo así, en ayuda del orden canónico y es el instrumento elegido por Dios para levantarlo de sus ruinas. Son dos hermanos que se ayudan mutuamente (cf. Prov. XVIII, 19).
El plan de los grandes pontífices que acabamos de mencionar consistía en hacer que todo el orden canónico volviera a la perfección de su estado, es decir, a la vida común e incluso a la vida religiosa[1].
Por todas partes hubo admirables resurrecciones, pero no fue posible imponer eficazmente el estado religioso a todo el clero; pronto hubo que contar con las necesidades y la diversidad de las vocaciones y sufrir las condiciones que la antigüedad había conocido y aceptado.

Entonces fue cuando se hizo definitivamente dentro del orden canónico la separación entre el elemento religioso y el elemento sometido a una disciplina menos perfecta.
El elemento secular fue todavía obligado a la vida en común; pero pronto debía abandonarla en general para convertirse en el tronco de que brotaría el clero secular moderno que brilla en el seno de nuestras sociedades por sus trabajos y sus virtudes  verdaderamente eclesiásticas y que, a lo largo de los siglos siguientes, tuvo sus reguladores y sus maestros, sus santos y sus modelos.
El elemento religioso cobró nuevos impulsos con una mayor libertad bajo el nombre de orden canónico regular, nombre que, con un cierto pleonasmo y reduplicación, recuerda su origen, su esencia y sus tradiciones.
En efecto, los canónigos regulares representan entonces en el mundo en todo su vigor el estado primitivo y apostólico de los clérigos, y los diplomas apostólicos y los textos de los doctores los muestran siempre como sucesores de los apóstoles y de los varones apostólicos y como los herederos de su género de vida en el seno de la Iglesia[2].
Por la fuerza de las cosas, el instituto de los canónigos regulares, en la independencia que tenía ya adquirida, debió hallarse singularmente próximo al orden monástico, elevado en todas partes al estado clerical.
Son clérigos por esencia, nos dice santo Tomás, mientras que los monjes han venido a serlo per accidens[3]. Pero en realidad tanto el orden canónico regular como el orden monástico nos presenta en sus establecimientos Iglesias constituidas canónicamente y servidas por un clero titular que hace profesión de vida religiosa.
Hasta las observancias de los unos y de los otros tienden naturalmente a aproximarse e incluso a confundirse.
Esto se explica no sólo por la semejanza de los empleos, sino también por los orígenes históricos de la disciplina claustral.
Ya hemos dicho que san Benito, cuya regla vino a ser la carta única del orden monástico, no hizo ni pretendió hacer otra cosa que formular y precisar la antigua y primitiva tradición de la vida ascética. Ahora bien, en los albores de la Iglesia, por la naturaleza misma de las cosas, esta tradición había sido común a los clérigos y a los laicos religiosos. Estos últimos, los ascetas, que fueron la semilla de la que brotó el orden monástico, lejos de tener una disciplina aparte, tomaban como modelo a los clérigos, discípulos de los apóstoles, y a sus pastores, en los que veían reflorecer la disciplina apostólica. Los clérigos se convertían en «la forma de la grey» (I Pe V, 3) por la perfección de su género de vida y los ascetas o monjes primitivos aspiraban a aproximarse más que el resto de los fieles a aquellos ejemplares de vida apostólica que se les proponían; no tenían otros maestros ni otros superiores que los obispos y los clérigos.
Así los primeros rudimentos de la vida monástica derivaron del clero al orden laico, y cuando los religiosos de este orden se separaron para constituir los primeros monasterios, llevaron a éstos aquellas enseñanzas, que al desarrollarse se convirtieron en las reglas monásticas.
Las observancias monásticas, en la sustancia y por su origen, pertenecen, pues, tanto a los clérigos como a los monjes, o más bien los clérigos las enseñaron primero a los monjes como a los más caros entre su grey.
Se explica, por tanto, por una posesión común y no por un préstamo tomado de alguna fuente extraña el que el orden canónico usara desde la antigüedad y en la sucesión de los tiempos observancias semejantes a las del orden monástico.
Por lo demás sería fácil mostrar, mediante los monumentos de la historia, en la vida de los santos eclesiásticos de la Iglesia primitiva, la-sustancia de las observancias monásticas, los ayunos, las abstinencias, la pobreza laboriosa y las vigilias sagradas.
Las vidas de los santos obispos de Oriente y de Occidente, san Atanasio, san Juan Crisóstomo, Teodoreto, san Ambrosio, san Eusebio de Vercelli, san Germán de Auxerre, san Agustín y tantos otros nos dan numerosas pruebas de ello.
Más tarde, en las transacciones que la vida común impuesta a todos ocasionó entre la vida religiosa de los clérigos y un estado menos perfecto, san Crodegando se adaptó a la regla de san Benito para toda la disciplina claustral.
Finalmente, en la época en que cesaron tales transacciones y en que la vida religiosa cobró auge con más libertad en el orden canónico gracias a la separación que en él se produjo entre el elemento secular y el elemento religioso, el orden canónico regular se halló, naturalmente y por una tradición interrumpida, regido por un conjunto de observancias semejantes a las del orden monástico y tomó la fórmula de dichas observancias tradicionales en el texto mismo de san Benito, que desde hacía tiempo les había dado su última precisión bajo la sanción secular y universal de la Iglesia romana.
Esto no dio entonces lugar a ninguna reclamación, ya que la cosa distaba mucho de parecer una novedad; era más bien, por el contrario, la disciplina recibida de las edades precedentes, que todos reconocían como un hecho público y constante.
Por lo demás, si el instituto de los canónigos regulares parece aproximarse por sus observancias al orden monástico, éste, al encargarse del gobierno de las Iglesias e iniciarse en el estado clerical, había hallado en el orden canónico el tipo de la jerarquía de las grandes Iglesias y de los títulos menores y lo había imitado con la institución de los grandes monasterios o abadías y de los prioratos o monasterios menores, y los puntos de semejanza de los dos órdenes se descubren en estos dos aspectos.



[1] El pontífice prescribe la vida común a todos los clérigos con órdenes sagradas y los exhorta vivamente a la perfecta pobreza de la vida religiosa. Concilio de Nimes (1096); Labbe 10, 605-609; Mansi 20, 933-936; Hefele 5, 447-452. San Gregorio VII, con sus cartas inscritas en las Decretales, autoriza a un obispo a obligar con censuras a la vida común a los clérigos de todas sus iglesias: «Ordenamos que, después de verificar atentamente los bienes de vuestras Iglesias, os dignéis precisar el número definitivo de clérigos que viven en cada una y establecer que pongan los bienes en común, alimentándose en la misma casa, durmiendo y reposando bajo un mismo techo...  Séaos permitido forzar sin apelación a esta observancia mediante la suspensión de su oficio y de su beneficio o incluso con una pena más grave»; Decretales de Gregorio IX, Lyón 1624, parte 2°, l. 3, c. 9, col. 994.

[2] Urbano II (1088-1099) «fue el primero que introdujo en las bulas pontificias una fórmula que recuerda los orígenes apostólicos de la vida común y la acogida que le dispensaron los principales padres de la Iglesia (cf. PL 151, 338-339)».

[3] Santo Tomás, q. 189, a. 8: «La religión de los monjes y la de los canónigos regulares se refieren una y otra a las obras de la vida contemplativa; y entre estas obras son las principales la celebración de los sagrados misterios, a la que está ordenada directamente la orden de los canónigos regulares, que son esencialmente clérigos religiosos (quibus per se competit ut sint clerici religiosi). La religión de los monjes, por el contrario, no implica necesariamente el estado clerical (ad religionem monachorum non per se competit ut sint clerici)».