miércoles, 30 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VIII (II de III)

Constitución del sínodo.

Hemos mostrado suficientemente al lector que la Iglesia episcopal y la diócesis son dos términos del lenguaje eclesiástico perfectamente diferentes.
La Iglesia episcopal, con su presbiterio y su pueblo, sus subdivisiones en títulos y en parroquias, es el título mismo del obispo.
La diócesis encierra un número más o menos grande de Iglesias distintas de aquéllas, todas las cuales dependen del mismo obispo, pero no son, hablando con propiedad, su título y el primer objeto del vínculo sagrado que contrajo con su ordenación.
Esta distinción es tan importante que si, por un cambio en las circunscripciones diocesanas, se sustraen a un obispo una o varias Iglesias de su diócesis no por ello cambia su título recibido en la ordenación ni se rompe el vínculo contraído; en cambio, no se puede quitar al obispo su iglesia episcopal sin romper este vínculo, es decir, sin traslación o deposición del pontífice.
Por esta razón los cambios verificados en los límites de las diócesis en el transcurso de los tiempos no alteran la identidad de los títulos episcopales y dejan a la serie de los obispos de una misma sede su carácter de continuidad y de sucesión hereditaria.
Si bien las Iglesias diocesanas no son propiamente el título del obispo, sin embargo le pertenecen todas como consecuencia y resultado de este título mismo, pues dependen de la Iglesia principal y de  su sede pontifical.
Es un caso de aplicación de un principio general. Y, para recordar el ejemplo más ilustre, como el Soberano Pontífice halla en la sede misma de Roma y en la herencia de san Pedro la autoridad soberana que ejerce sobre todas las Iglesias del mundo, autoridad vinculada para siempre al título de obispo de Roma, así también cada obispo recoge constantemente en la herencia de sus predecesores, con el título mismo de su Iglesia, el encargo de todas las que dependen de ella y forman su diócesis.
De esta distinción esencial entre la Iglesia episcopal y la diócesis resulta todavía a nuestros ojos una importante consecuencia. Tal distinción es el fundamento de la que hay que hacer entre el presbiterio episcopal y el sínodo diocesano. En la Iglesia episcopal sólo hay un senado sacerdotal o presbiterio; pero en la diócesis hay tantos presbiterios distintos como se cuentan iglesias constituidas.
Así, pues, como la Iglesia episcopal está representada por su presbiterio que rodea la sede de su pontífice, así la diócesis está representada por el sínodo, especie de concilio diocesano, donde todas las Iglesias sometidas al obispo vienen a rodearle a su vez en la persona de sus sacerdotes.

lunes, 28 de julio de 2014

La Iglesia Católica y la Salvación, Cap. VIII. La Encíclica Humani Generis (II de III)

Los autores Católicos tendieron de varias formas a reducir a una fórmula vana la enseñanza de la necesidad de la Iglesia para la salvación. Entre ellas, las siguientes pueden ser tenidas como las más importantes.

1) Algunos pocos autores, obviamente sin preparación en sagrada teología, simplemente rechazaron la fórmula, negando así completamente la doctrina. El desgraciado Arnold Harris Mathew escribiendo durante sus días como Católico, enseñó esto. Hace esta afirmación en el capítulo "Extra Ecclesiam Salus Nulla", en el simposio Ecclesia: La Iglesia de Cristo, una obra que el mismo Mathew editó:

"Ahora bien, la siguiente pregunta es cuán lejos están obligados a sostener los Católicos que para aquellos fuera de la Iglesia Romana no hay salvación. Los Católicos no están obligados a sostener nada semejante".

Similar a la táctica de Mathew y casi tan cruda, es el proceder de escritores que hablan de "las enseñanzas Católicas sobre la salvación "fuera de la Iglesia". Es obvio que los hombres que enseñan de esta manera están negando el dogma de que no hay salvación fuera de la Iglesia. Si eligieron darle un trato superficial a la fórmula "Extra ecclesiam nulla salus", esa fórmula, en sus manos, se vuelve vacía y sin sentido.

2) La enseñanza de que el dogma de la necesidad de la Iglesia para la salvación admite excepciones es, en última instancia, una negación del dogma tal como ha sido establecido en las declaraciones autoritativas del magisterium eclesiástico e incluso tal como está expresado en el axioma o fórmula "Extra ecclesiam nulla salus". Es importante notar que tal enseñanza se encuentra en el último estudio del Cardenal Newman publicado sobre la materia, un estudio incorporado en su Carta al Duque de Norfolk, tal vez el trabajo de menos valor entre todos los que publicó. A causa de la gran influencia de Newman en el campo de los estudios teológicos contemporáneos, ayudará ver cómo trató este tema en su Carta.

sábado, 26 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VIII (I de III)

VIII

CONSTITUCIÓN DE LAS DIÓCESIS

Formación de las diócesis.

La diócesis es la suma de las Iglesias que dependen de un solo obispo. Es la noción primera que de ella nos ha transmitido la antigüedad.
Como resultado y consecuencia de esta primera noción, la diócesis es una circunscripción territorial que abarca toda la extensión de la región en que se ejerce la jurisdicción de una sola sede episcopal.
¿Cómo se formaron las diócesis en su origen?
En primer lugar, no creemos que las más de las veces, por lo menos en la más alta antigüedad, se comenzara por trazar esta suerte de circunscripciones dejando y reservando al obispo de una Iglesia el cuidado de establecer las otras Iglesias en tal territorio. Es posible que las cosas se desarrollaran así en las regiones perfectamente organizadas, por lo que hace a los obispos establecidos en las ciudades cuyo territorio estaba perfectamente determinado, ciudades que ejercían sobre dicho territorio una influencia establecida legalmente, y donde la circunscripción eclesiástica se amoldó naturalmente a la circunscripción civil.
Pero generalmente, y aun en el caso en que no se hallaba trazado de antemano el marco de dichas divisiones territoriales, con la libertad apostólica de los primeros tiempos, los obispos, usando para el establecimiento de las Iglesias del poder general de que hemos hablado en la parte tercera, llevaban por sí mismos o por sus discípulos la antorcha de la fe a las poblaciones más próximas y a las que podían evangelizar sin abandonar el cuidado de la Iglesia misma donde se erigía su cátedra episcopal.
Luego, cuando este apostolado había producido sus frutos, cedía el paso a la institución de Iglesias estables y fundadas con sus sacerdotes y sus ministros titulares, de los que seguía cuidando el obispo.
Debido a este origen, las Iglesias episcopales eran llamadas madres e Iglesias matrices de las diócesis.
Así, lo que hemos visto en el establecimiento de las Iglesias episcopales a través del mundo entero se reproducía en pequeño en la creación de Iglesias sin obispos y en la institución de las diócesis. Y como en el universo cristiano la predicación de los apóstoles y de los varones apostólicos había precedido a la ordenación de los obispos titulares, así en cada diócesis precedió a la institución de las parroquias propiamente dichas, provistas de un clero titular, en las ciudades menores y en las aldeas, en los castillos y en los poblados, un ministerio análogo al de los misioneros, ejercido por el obispo o bajo su dirección y por sus enviados.
A falta de documentos, el mero orden de las cosas bastaría para convencernos de que fue así como se desarrollaron los hechos. Pero la antigüedad no se calla absolutamente sobre este particular.
La carta de san Clemente, llamada ad Virgines, cuyo texto se ha hallado afortunadamente en una versión siríaca, describe con valiosos detalles el orden observado en los tiempos apostólicos por los obispos y los ministros cuando visitaban a los cristianos y les llevaban los auxilios espirituales en los lugares en que no había sacerdotes y ministros residentes[1].
Mucho tiempo después eran todavía raras las parroquias en Occidente.

jueves, 24 de julio de 2014

La Iglesia Católica y la Salvación, Cap. VIII. La Encíclica Humani Generis (I de III)

VIII

LA ENCICLICA HUMANI GENERIS


La encíclica, una de las declaraciones doctrinales más importantes del siglo XX, fue promulgada el 12 de Agosto de 1950. En esta carta Pío XII enumeró y reprobó algunos errores específicos en el campo teológico. Denunció algunas malas interpretaciones fundamentales sobre el magisterium de la Iglesia y sobre la autoridad de las Sagradas Escrituras. Luego enumeró algunas falsas doctrinas que describió como "fruto mortífero" de estos otros errores. Entre estos "frutos mortíferos" mencionó el siguiente:

"Algunos no se creen obligados por la doctrina hace pocos años expuesta  en nuestra Carta Encíclica y apoyada en las fuentes de la revelación según la cual el Cuerpo Místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa. Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna". [1]

En este pasaje Pío XII pone el dedo en la causa y natura de las deficientes explicaciones sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación, dadas en algunos escritos católicos populares en el curso de las décadas pasadas. En última instancia los hombres se equivocaron sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación porque no tuvieron en cuenta el primordial hecho de que la sociedad visible que conocemos como Iglesia Católica es en realidad el Cuerpo Místico de Jesucristo, el vero y sobrenatural reino de Dios sobre la tierra, y así la única comunidad dentro de la cual los hombres pueden adquirir la unión salvífica con Dios en Cristo. Y de la misma manera, en último análisis, los errores comunes entre algunos escritores Católicos populares en el campo de la sagrada teología fueron hechos al tratar de mostrar cómo podemos aceptar la fórmula "fuera de la Iglesia no hay salvación" y, al mismo tiempo, explicarla de forma tal de vaciarla de todo significado real.
Estos errores, a su vez, habían surgido de una falsa actitud hacia los documentos del magisterium eclesiástico. En su conjunto, eran "frutos mortíferos" de una tendencia a ignorar las claras enseñanzas de los Soberanos Pontífices, enseñanza en el curso de sus actividades doctrinales ordinarias.
Es importante notar que la encíclica Humani generis fue escrita cerca de un año después que la carta del Santo Oficio al Arzobispo Cushing. En la Suprema haec sacra el Santo Oficio había explicado lo que la Iglesia siempre había entendido y enseñado sobre el dogma de que no hay salvación fuera de la Iglesia. Había acentuado particularmente el hecho de que es posible que alguien esté "dentro" de la Iglesia de tal forma de obtener la salvación eterna incluso cuando solamente tiene un deseo implícito de entrar a la Iglesia. Así, había reprochado aquellos individuos que habían intentado explicar el dogma de una manera demasiado estrecha.

martes, 22 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VII (IV de IV)

Una sólida tradición.

La institución de las Iglesias sin obispos ¿pertenece al derecho primitivo de la Iglesia y a las tradiciones apostólicas? ¿O no es sino una creación posterior enteramente dependiente, por su origen, del derecho positivo, es decir, de los cánones y de los decretos pontificios más recientes?
La cuestión ha sido muy agitada por los partidarios y los adversarios del presunto derecho divino de los párrocos.
Se comprende que los partidarios de esta falsa opinión, atribuyendo a los párrocos una especie de episcopado de segundo orden y suponiendo en ellos una misión divina especial, tuvieron necesidad de hacer que el origen de las parroquias se remontase hasta la cuna misma de la religión cristiana. Según ellos, los obispos mismos no eran sino párrocos principales, puestos a la cabeza de las grandes Iglesias, como los párrocos eran sacerdotes que regían las Iglesias menores. El origen de los unos y de los otros era colateral; los párrocos del primer orden sucedían a los apóstoles, y los del  segundo orden sucedían a los setenta y dos discípulos.
Por otro lado, los adversarios de este peligroso error trataron de establecer que la institución de sacerdotes que rigieran Iglesias y de Iglesias sin obispos titulares, pertenecía a una época relativamente reciente que no iba más allá del siglo III o IV.
No tenemos necesidad de este argumento para combatir el error. Porque una vez que se considera el orden de los presbíteros en estas Iglesias como absolutamente idéntico, en cuanto a su rango y en cuanto a sus poderes jerárquicos, a lo que es en las Iglesias episcopales, no hay ninguna ventaja en asignarle un origen posterior.
Pero hay más, y esta institución reviste a nuestros ojos todos los caracteres de las tradiciones apostólicas.
Primeramente, es universal. Oriente y Occidente la practicaron por igual.
En segundo lugar, en ninguna parte fue establecida por ley alguna positiva. Los concilios más antiguos se limitan a mantenerla o a recordarla.

domingo, 20 de julio de 2014

Elías


Nota del Blog: En el día de su fiesta, y a la espera de su venida, hemos querido recordar a tan gran santo con otro texto de E. Hello. El Anterior Artículo estaba tomado de "Fisonomía de Santos", mientras que éste es de "Palabras de Dios".
Aquí el autor reflexiona sobre una particularidad muy propia de las hagiografías. Es un error muy común, y perjudicial, que los autores nos presenten a los santos de tal forma que se hagan inalcanzables para nosotros, y por lo tanto inimitables. Hello nos recuerda, con un ejemplo muy elocuente, la falsedad de tal concepción.


ELIAS

Elías era un hombre pasible semejante a nosotros.

(Epíst., Santiago, cap. V, vers. 17).

Tiene el hombre una marcada tendencia hacia una idea vaga que expongo aquí: Piensa que los hombres históricos, y en especial los hombres legendarios, no son de su misma raza. Contra esta tendencia lucha Santiago en el texto que acabo de citar. Siente la necesidad de recordar a los hombres que Elías era un hombre.

Los hombres, en efecto, parecen despojarse de las preocupaciones que les provocaría el ejemplo de los personajes importantes, si los personajes fueran hombres como ellos.

Y en su celo por verse libres, arrojan en la lejanía de la leyenda a los grandes personajes. Los relegan lejos de sí, más lejos, más lejos, más lejos, muy lejos, y cuando los han situado lo bastante lejos como para sentirse a cubierto del contagio, los sitúan en lo alto, más alto, más alto, muy alto, con el fin de saberse preservados tanto por la altura, como por la distancia, de los inconvenientes que podría acarrear la proximidad de la grandeza.

Les citáis algo hermoso. "Sin duda, responden, no os digo lo contrario: ¡Pero era un santo!".

Es como si dijeran: "¡No era un hombre!, era un santo. ¡Por lo tanto esto no me concierne! ¡Yo no soy un santo, ni tengo la misma naturaleza! Es una raza extranjera cuyos actos me interesan a lo sumo a título de curiosidad, pero no pueden tener para mí ningún interés práctico. ¡Qué me importan esas gentes cuyo nombre está en el calendario!; es una especie desaparecida, y no seré yo quien encuentre su perdido molde."

He aquí por qué resulta interesante hacer notar que Elías era un hombre, semejante a nosotros, capaz de sentimientos humanos.

"Elías tuvo miedo", dice la Escritura: ¿Pero en qué momento tuvo miedo? He aquí la maravilla.

miércoles, 16 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VII (III de IV)

Desarrollo de las Iglesias diocesanas.

En segundo lugar haremos observar al lector que las más considerables entre las Iglesias diocesanas pasaron en sus desarrollos sucesivos por las mismas fases que las  Iglesias episcopales.
Como éstas, tuvieron presbiterios numerosos y un orden completo de ministros. Tuvieron cabezas de orden, arciprestes, primicerios, algunas veces hasta archidiáconos locales; tuvieron sus oficiales prebostes, decanos, chantres, maestrescuelas; tuvieron sus escuelas de lectores y de clérigos jóvenes[1].
Estas Iglesias fueron también, como las Iglesias episcopales, subdivididas en títulos, origen de las parroquias urbanas o suburbanas dependientes del arcipreste local. Por lo demás, no hay nada más natural que esta semejanza, efecto de necesidades y de circunstancias análogas.
En cuanto a las Iglesias menores y a las que bastaba la presencia de un solo sacerdote, al que se añadía en la antigüedad un diácono[2] y más tarde por lo menos un clérigo de algún orden inferior, en fecha temprana se experimentó la necesidad de asociarlas entre sí por una especie de vínculo colegial. Se las reunió bajo la autoridad de un arcipreste rural y se las redujo a representar como los títulos de un mismo presbiterio y de una misma Iglesia principal[3]. Tal fue la institución tan popular, más o menos desarrollada según los tiempos, de los arciprestes y de los decanos rurales.
El nombre de arcipreste y el de decano fueron casi sinónimos en la práctica. Sin embargo, el nombre de arcipreste indica mejor la unidad de un mismo presbiterio según los términos del concilio de Ravena, inscritos en el cuerpo del derecho: «Cada Iglesia o población cristiana tenga un arcipreste encargado de vigilar asiduamente a los sacerdotes que residen en los títulos menores y de informar al obispo del celo que cada uno de ellos pone en el servicio divino»[4].
El nombre de decano, por el contrario, no entraña tan estrechamente en su significado la unidad del cuerpo sacerdotal, y los sacerdotes bajo la vigilancia de este oficial eclesiástico, pueden pertenecer a otras tantas Iglesias perfectas y distintas sin formar un solo presbiterio.
Por lo demás, si esta disciplina no parece comúnmente, y sobre todo en Oriente, remontarse a la alta antigüedad, es que en los primeros siglos la institución de los visitadores o corepíscopos mantenía la disciplina de las diócesis y bastaba para transmitir a los sacerdotes de las parroquias menores las directrices de la autoridad episcopal[5].



[1] San Remigio de Reims, Carta 4 a Falcón, obispo de Tongres (Bélgica); PL 65, 696; Hefele 2, 1028: «En esta Iglesia (de Mosomage, en la  diócesis de Reims), cuando hayas ordenado diáconos, consagrado sacerdotes, instituido archidiáconos, establecido un primicerio de la ilustre escuela y de la milicia de los lectores...».

[2] Concilio de Tarragona (516), can. 7, Labbe 4, 1564; Mansi 8, 542; Hefele 2, 1028: «Cuando un sacerdote y un diácono han sido establecidos con otros clérigos en una iglesia rural, deben alternar en el servicio todas las semanas...».

[3] Concilio de Pavia (850) can 13, Labbe 8, 66-67; Mansi 14, 935: «Queremos que en cada plebs (arciprestazgo o decanato rural) haya un arcipreste que tenga el cargo no sólo de la multitud ignorante, sino también de los sacerdotes que residen en los títulos menores; que vigile su vida con perpetua atención y dé a conocer a su obispo con qué celo divino ejerce cada uno el sagrado ministerio».

[4] Gregorio IX (1227-1241), Decretales, l. 1, tít. 24, c. 4, ed. 1584, col. 320: "Cada plebs tenga su arcipreste para el cuidado asiduo del pueblo de Dios; tenga el cargo no sólo de la multitud ignorante, sino también de los sacerdotes que residen en los títulos menores...».

[5] Concilio de Antioquía (341), can. 10; Labbe 2, 566; Mansi 2, 1311; Hefele 1, 717: «Los sacerdotes de los pueblos y de los campos, o los que tienen el título de corepíscopo, aunque hayan recibido la consagración episcopal, deben, según el parecer del santo Sínodo, conocer los límites del territorio que les está confiado, cuidar de las iglesias cuya jurisdicción tienen, pero contentarse con esta administración. Pueden ordenar para ellas lectores, subdiáconos, exorcistas...» H. Leclercq estudia este texto en Hefele 2, 1212-1215. Concilio de Laodicea (entre 341 y 381), can, 57; Labbe 1, 1506; Mansi 2, 573; Hefele 2, 1024: «Que no se debe establecer obispo, pero sí simples visitadores (periodeutas) en las aldeas y en el campo...».