jueves, 22 de febrero de 2024

Introducción al Libro de lo justo, por L. B. Drach, rabino converso (VIII de XII)

   7. Me apresuro en eximir de toda responsabilidad al honorable Eclesiástico cuyo artículo, que he calificado de extraño, lleva, desafortunadamente, su firma. Más de un lector de este artículo se ha asombrado por una singularidad. ¿Cómo conciliar el testimonio de ortodoxia sin sospecha y campeón de la causa católica con la imputación de herejía y racionalismo? ¿Qué hay de común entre la benevolencia que el P. Falcimagne, a quien no tengo el honor de conocer, está dispuesto a mostrarme, entre su tono de corrección y urbanidad francesa que el espíritu revolucionario y republicano, sé lo que digo, ha desterrado del lenguaje y costumbres de nuestra joven generación, y una crítica apasionada cuya deslealtad y perfidia voy a exponer? Este es un verdadero problema. Me he enterado de algo de lo que ya estaba convencido. El artículo que me obliga a tomar la pluma estaría en las mismas condiciones que el Yaschar: constaría de dos elementos diferentes. Una mano oculta se situó detrás del estimado firmante, cuya religión fue sorprendida, y cuya amistad fue fascinada, para lanzarme dardos venenosos. Así es como un niño malo se escabulle detrás de un hombre para hacer travesuras sin ser visto. Sé de lo que es capaz esta mano. La reconocí desde el primer momento cuando vi que ponía un Tratado de Helvidio en lugar del Libro contra Helvidio, y desfiguraba el nombre de Rosenmueller, como en otros lugares ha desfigurado otros nombres famosos. Esta mano, si no me equivoco, pertenece a un hombre que durante muchos años me ha perseguido con un odio mortal. Por más que le dije en una carta, que preferí no hacer pública: 

«Deja tu ofrenda ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano». 

Es, por desgracia, una de esas naturalezas férreas, y aún más implacables porque no pueden perdonarte por haberles prestado un servicio importante. No escatima en dañar tanto mis intereses como mi reputación. Es un adversario que no se cansa de dar vueltas a mi alrededor como un león rugiente, espiando el momento adecuado para devorarme.

8. No ha temido mentir a su propia conciencia imprimiendo que soy un novato que todavía sólo tiene ideas vagas y confusas sobre la religión cristiana, él que sabe, cosa, por otra parte, notoria, que en Roma, por orden del Papa, he estudiado teología bajo la dirección del P. Perrone; que fui uno de los correctores tipográficos de la primera edición de la teología de este gran maestro; que hay notas en esta teología que llevan mi nombre; que ayudé a preparar la edición de la teología de Billuart, publicada por los RR. PP. Pasionistas de Roma, edición en la que también se me nombra. Además, este hombre, que no se arredra ante ninguna afirmación, no ignoraba que era cristiano desde hacía treinta años y que mi catecumenado había sido impartido por el P. Fontanel, de docta y piadosa memoria, profesor de teología en la Sorbona y decano de su Facultad. Se imaginaba que ya no tenía la carta en la que me decía: 

«Ya no eres sólo a mis ojos esa persona por la que siento la mayor estima, ese neófito al que aprecio desde lo más profundo de mi corazón, ese perfecto cristiano adquirido para el rebaño de nuestro Maestro, el soberano pastor de las almas. A todos estos títulos que ya te hacen tan querido para mi corazón, ahora añades otro, el de protector». 

La carta tiene como epígrafe dos frases de la Escritura: «Quien se apiada del pobre, presta al Señor» (Prov. XIX, 17) y «Dichoso el que sabe comprender al débil y al pobre» (Sal. XL, 1). ¡Cuánto ha cambiado desde entonces! Yo soy verdaderamente el árbol que le dio un mango al hacha que fue traída contra él. ¡Ojalá volviera a ser él mismo! ¡Qué feliz sería de darle el beso de la paz en nombre de Jesus, Deus pacis!

9. En el presente caso, debo dar a conocer su forma de proceder en materia de crítica. Aprovecha cualquier oportunidad para encontrarte fallos. Cubre con un celemín, oculta, suprime, elude y evade tus pruebas más convincentes, más contundentes, más invencibles. Ignora los hechos mejor establecidos. Confunde las cartas, confunde deliberadamente las cuestiones más claras, traslada a unos lo que se ha dicho de otros y, si es necesario, pone en tu cuenta lo que nunca has pensado. Sabe, por supuesto, que uno puede defenderse; pero también conoce la famosa y horrible máxima de los enciclopedistas. Haec via illi, scandalum ipsi, o, como dice el hebreo, spes ipsi. No me gustaría que el nombre y la calidad de quien me ataca con tanta insinceridad e indelicadeza fueran nunca señalados para reprobación de las personas honestas. Dios sabe con qué pena expreso estas quejas; pero cuando un pobre gusano se siente pisado, ¿no está obligado a retorcerse? Por lo tanto, ruego al lector cristiano que no se escandalice si mi corazón herido y especialmente indignado deja escapar a veces el grito de algo humano a pesar de sí mismo. No sé cómo mitigar este grito: Facit indignatio versum qualemcunque potest.

10. Antes de responder directamente a mi Zoilo, y antes de señalar, por desgracia, la mala fe que preside su crítica, conviene que dé una idea del conjunto de mi prólogo, y que haga mi acto de fe con respecto a las Sagradas Escrituras. He aquí, pues, mi creencia: En primer lugar, la Santa Iglesia, Católica, Apostólica, Romana, nuestra Madre. Ella es el punto de partida. Sólo de ella recibo la Biblia y su interpretación en su integridad, obra de la inspiración divina. Según la fe recibida de la Iglesia, el Espíritu Santo es quien habla en las Escrituras (Perrone, de loc. theol.). Ni siquiera creería en el Evangelio si la autoridad de la Iglesia no me obligara a ello (San. Agus.). Y si, por un imposible, un ángel me trajera del cielo un Evangelio diferente al de la Iglesia, gritaría anatema contra él. Anathema sit! Ahora bien, a través del santo Concilio de Trento se me presenta un canon bíblico que se remonta a los tiempos apostólicos (Perrone, ubi supra). La tradición constante de la Iglesia me enseña que Moisés es el autor del Pentateuco. Nuestro Señor Jesucristo mismo declara, bendito sea, que fue Moisés quien escribió el Libro de la Ley (Jn. V, 46. Mc. X, 5). Veo en este último Evangelio XII, 19, que está escrito: Moisés nos ha escrito. Indico aquí sólo los textos donde encuentro el verbo scribere. ¡Ay de aquel que niegue este punto! No respondería por su salvación; pues suscribo con gusto esta decisión de Bonfrerio: 

«De manera que sobre este tema (que Moisés escribió el Pentateuco) no se puede dudar sin perder la fe». 

Si esto es un artículo de fe, se deduce que lo contrario es una herejía. 

11. He aquí un esbozo de mi prólogo. Empiezo por hablar con fuerza contra las impías excentricidades y utopías exegéticas de los racionalistas alemanes, que se traducen en la negación del carácter divino de las Sagradas Escrituras, y especialmente del Pentateuco, que es la piedra fundamental del Antiguo Testamento. Repruebo la audacia de un ministro anglicano que aplaza la redacción definitiva de este libro hasta el reinado de Josías, y señalo el peligro de los libros cuyo objetivo es aclimatar en Francia las extrañas aberraciones de las imaginaciones delirantes de la Alemania racionalista. A continuación, paso a examinar el título y contenido del Yaschar, que antes de mi traducción era un libro cerrado para la gran mayoría de los estudiosos. Y este es el momento para señalar el juicio favorable que el P. Falcimagne ha hecho de mi trabajo, juicio con el que me siento honrado. 

«El traductor de este curioso apócrifo no podría haber sido mejor elegido. Gracias a su trabajo anterior y a su profundo conocimiento de la lengua en que está escrita esta pieza, el Sr. Drach habría sido designado por la opinión pública, si hubiera sido necesario. Le debemos un homenaje por la exactitud y elegancia de su traducción, así como por un buen número de notas filológicas que sólo él podía aportar». 

12. A continuación establezco que el pueblo hebreo, desde el principio de su existencia, mantuvo un registro exacto de todos los acontecimientos que interesaban a la nación, y a medida que ocurrían. Estas memorias, estos comentarios contemporáneos fueron escritos por escribas que tenían la misión de cumplir con este oficio. Cito en apoyo de mi tesis no sólo a Josefo y a los Padres de la Iglesia, que son explícitos al respecto, sino también a los estudiosos modernos, entre los que se encuentran varios católicos de cuya fe no cabe sospechar. De acuerdo con estos y otros católicos ortodoxos, cuyas propias palabras transcribiré a continuación, digo (§ 10): 

«En periodos posteriores, que no se pueden determinar con certeza, los escritores, impulsados, por así decirlo, por el Espíritu de Dios, o mejor, por el Espíritu Dios, escribieron, a partir de estos documentos, los libros de los que se compone nuestro canon del Antiguo Testamento». 

Un largo y serio examen del Yaschar me ha convencido de algo que no ha sido advertido por ninguno de los innumerables escritores de disertaciones sobre este libro, de los cuales pocos, muy pocos, han entendido el texto, a saber, que contiene importantes fragmentos de las memorias primitivas, fragmentos que suplen, en más de una ocasión, las visibles reticencias del texto sagrado. Para explicar estas lagunas, quiero decir omisiones, añado (§ 19): 

«Es necesario señalar que los escritores inspirados a los que debemos el presente canon, extrajeron de los monumentos antiguos que tenían ante sus ojos sólo lo que Dios juzgó apropiado para nuestra instrucción, con el fin de conducirnos a la observancia de su ley salvadora. Recortaron acontecimientos, hechos y circunstancias que los escritores ordinarios de la historia no habrían pasado por alto, y también, por inspiración, hicieron cambios y adiciones a los documentos originales. En todo lo que se refiere a la naturaleza de las cosas creadas, se expresaron de acuerdo con las ideas del vulgo. Porque, hay que saberlo, Dios no ha querido hacer de su Libro por excelencia, la Biblia, un curso regular, ni de historia ni de física para satisfacer nuestra curiosidad sobre estas cuestiones. Su único objeto es conducirnos al amor y adoración de Dios, y mostrarnos, por medio de la enseñanza infalible de nuestra santa madre Iglesia, cómo podemos llegar a la salvación eterna gracias al Mediador, ese sol divino cuya luz se anuncia desde los primeros capítulos del Génesis, y crece a lo largo de todo el Antiguo Testamento, hasta que, llegada la plenitud de los tiempos, aparece con todo su esplendor en el Testamento de la Nueva Alianza».