jueves, 6 de julio de 2023

Orgulloso de ser romano, por John Daly (II de XI)

 2. La Iglesia y Roma 

Si Roma no hubiera sido más que el nombre de una ciudad-estado en la costa occidental de la península itálica, todo esto sería realmente misterioso. Pero Roma era mucho más. Mientras Dios seleccionaba a los israelitas para recibir su revelación y de quién nacería en la persona del Verbo eterno, también estaba preparando misteriosamente a Roma para el gran destino que le aguardaba, como sabrán los lectores de Dión y las Sibilas (AQUÍ) –posiblemente la más grandiosa de las novelas cristianas–[1]. Al extender su imperio por tierras civilizadas y semi-civilizadas, Roma había extendido gradualmente el derecho a su ciudadanía mucho más allá de sus propios nativos. Ya antes del nacimiento de Cristo había muchos romanos que nunca habían visto Italia, y en el año 212 d.C. el emperador Caracalla admitió a todos los hombres libres del Imperio como ciudadanos romanos.

Un siglo más tarde, el avance de la conversión del Imperio –incluido el propio Emperador– hizo que los términos romano y cristiano fueran intercambiables. Esto no se debió a que no quedaran paganos tras la conversión de Constantino, sino a que, como señala el P. Daniel Quinn[2]: 

"Después de que la mayoría de los romanos se hiciera cristiano, la lógica y el lenguaje populares consideraban romanos sólo a los que eran de religión cristiana… Así, en los países griegos del este, los cristianos se llamaban a sí mismos romanos y eran llamados así por los demás, mientras que los griegos que habían permanecido paganos eran conocidos como helenos"[3]. 

Y esto es bastante natural, ya que la lealtad del cristiano es a una entidad supranacional en la que "no hay judío ni griego" (Gál. I, 28).

Durante tres siglos, la Roma pagana se había cebado con la sangre de los mártires. Por ser cristianos, fueron condenados a muerte. Por ser romanos, morían diciendo Ave Cæsar morituri te salutamus - Salve César, a punto de morir te saludamos. Los Vicarios del único Dios verdadero que residían dentro de sus muros eran invariablemente ejecutados, no por adorar a Cristo, sino por negarse a adorar a los dioses del panteón pagano y, en concreto, al "divino emperador"[4]. Era imposible que la verdad y el error se pusieran de acuerdo. Por una inspiración providencial, Constantino, tras su conversión, puso fin a la paradójica cohabitación del Papa y el emperador, los supremos poderes religioso y civil respectivamente, en la ciudad de Roma, trasladando la capital imperial a Bizancio (rebautizada Constantinopla) en el Bósforo[5]. Pero el imperio que dirigía seguía siendo el Imperio Romano.

La sentencia divina de destrucción contra este sanguinario imperio había sido pronunciada hacía tiempo por el profeta Daniel[6] y renovada por el profeta de Patmos (Apoc. XVII). La libertad, deber y autosuficiencia se olvidaron en una vorágine de lujo, dependencia del Estado, socialismo, deuda desorbitada, vicio y brutalidad, corrupción política, democratización, sincretismo religioso y filosófico, pan y circo, es decir, el clamor por las dádivas del Estado y los deportes gratuitos[7]. Roma debía sufrir el castigo merecido por sus crímenes y sucumbir a las enfermedades engendradas por sus vicios. En Occidente, el Imperio caería en manos de los bárbaros invasores en el siglo V[8].

En Oriente duraría más, pero, separado de la ciudad de su origen, perdió su brillo. Constantino podría haberse sorprendido al saber que la ciudad levantina que refundó caería, mil años más tarde, en castigo por su cisma, en manos de los seguidores de una secta sangrienta y bárbara llamada Islam; pero no se habría sorprendido al saber que los paganos invasores de Mahoma llamaban "romanos" a los pueblos de habla griega que habían conquistado y "Patriarca de los Romanos" a su líder religioso (el cismático arzobispo de Constantinopla), pues así se llamaban a sí mismos los Orientales. En efecto, puede decirse que el cisma de Oriente se debió en gran medida a la Romanidad de Constantinopla: el Obispo Constantinopolitano se sentía supremo en la Iglesia, no porque fuera superior al Obispo de Roma, sino porque se consideraba a sí mismo Obispo de Roma en el sentido pleno y desarrollado de la palabra "Roma", y no en lo que debió parecerle una acepción arcaica y parroquial que significaba el nombre de una ciudad italiana largamente olvidada.

Del mismo modo, cuando el Papa Juan XIII escribió (en 968) a Nicéforo II Focas dirigiéndose a él como "Emperador de los griegos" y reservando el título de "Emperador de los romanos" para el Emperador de Occidente o del Sacro Imperio Romano Germánico, Nicéforo no se mostró nada complacido por la degradación[9].

La palabra romano se había convertido en sinónimo tanto de Iglesia como de civilización. No ser romano era ser bárbaro. No ser romano era ser pagano. También en nuestros días, no ser romano es ser, por defecto, un peón o pieza en la dinámica del Nuevo Orden Mundial –el imperio político-religioso del Anticristo que actualmente preparan las fuerzas de oposición al plan de Cristo para el orden divino en el mundo–. Antagonismo a la romanidad es antagonismo al orden cristiano en las esferas civil y religiosa, pues civilización e Iglesia están siempre entrelazadas y son siempre romanas.

El gran jurista del siglo XIV Bartolo de Saxoferrato observaba: "Todas las naciones que obedecen a la santa madre Iglesia pertenecen al pueblo romano"[10], pero la Romanidad nunca podrá separarse de la ciudad sobre el Tíber. El Imperio puede expandirse y llenar la tierra; el Emperador puede trasladar su capital; el Imperio puede dividirse entre Oriente y Occidente; el Imperio puede caer; pero la Sede de Pedro está establecida por siempre en Roma. El Papa puede vivir en otra parte, los rivales pueden disputar la ocupación de su Sede, que incluso puede quedar vacante, pero el Papa sólo puede ser Papa porque es, en primer lugar, el Obispo de la ciudad y diócesis de Roma y el Sucesor de Pedro, pues fue en esa ciudad donde el Príncipe de los Apóstoles erigió su Sede, y cuando se encontró con su Señor en la Vía Apia y le dijo "Domine, quo vadis?", la respuesta fue "Romam eo iterum crucifigi - Voy a Roma para ser crucificado de nuevo"[11].

Así pues, mientras el viejo Imperio Romano perduraba ineficaz en Oriente, bautizado pero inconstante en su fe e impotente con la edad, en Occidente nacía el nuevo Imperio, lleno de vida y energía, cuando el sucesor de Pedro puso la diadema sobre la cabeza de Carlomagno. Una vez más, la profecía de Daniel debía cumplirse (Dan. II, 35.44).

Cuando la ciudad deicida de Jerusalén cayó en escombros entre sus siete colinas, Roma, su homóloga de siete colinas, se convirtió en la capital religiosa del culto al único Dios verdadero. Y cuando la tiranía idólatra de los Césares condujo a la extinción de su linaje, Roma ya estaba establecida de nuevo, no como sede de un gobierno mundial, sino como la ciudad-madre de toda la civilización cristiana y el sol en torno al cual gira todo lo demás, incluso en el orden político… hasta que la Cristiandad fue destrozada por la Reforma y el tratado de Westfalia consagró la decisión de la Respublica Christiana de sacudir el dulce yugo de Cristo[12].



[1] Se puede encontrar más información sobre el mismo tema en las eruditas obras del P. Henry Formby. 

[2] El distinguido clasicista, el reverendo profesor Daniel Quinn (1861-1918), de la Universidad Católica de América. 

[3] The American Catholic Quarterly Review, enero-octubre de 1912, "The Roman Name". 

[4] De la Apología V y XXI de Tertuliano se desprende claramente que el emperador Tiberio, que ya gozaba del estatus divino, estaba dispuesto a admitir a Cristo en el panteón romano en pie de igualdad con las demás divinidades. La persecución de los cristianos se debió a la exclusividad, que es siempre prerrogativa de la verdad

[5] Dom Próspero Guéranger, Jésus-Christ, Roi de l'Histoire, pág. 83. 

[6] En el sueño profético de Nabucodonosor (Dan. II) vemos los cuatro grandes imperios del mundo (babilónico, persa, griego y romano) simbolizados por las diversas partes de una inmensa estatua. Todos son aplastados y pulverizados por un quinto imperio que durará para siempre, simbolizando claramente la Iglesia de Cristo. La interpretación de Daniel de este sueño ha resultado a veces desconcertante, ya que (a) la Iglesia no parece haber pulverizado el Imperio Romano, sino más bien haberlo convertido, santificado y en cierta medida conservado, mientras que (b) es difícil ver cómo puede decirse que la Iglesia –poder esencialmente espiritual– aplasta, destruye y substituye a los poderes temporales que, de hecho, enseña que son en sí mismos legítimos y que gobiernan con autoridad divina. Estas dificultades se resuelven observando, con el Cardenal Billot (De Ecclesia Christi, vol. II, Proœmium), que el sueño de Nabucodonosor representa a los cuatro imperios en la medida en que gobiernan en oposición a Dios mediante la idolatría, las leyes tiránicas y la falta de culto al Dios verdadero y de su reconocimiento como origen del poder civil, es decir, en la medida en que eran, de hecho, usurpaciones del derecho de Dios a gobernar. 

[7] Sí, los síntomas de la muerte inminente del Imperio Romano eran muy similares a los que muestra nuestra sociedad

[8] Haciendo caso omiso de las incursiones bárbaras en el cada vez más ingobernable imperio, vemos a Alarico, rey de los visigodos, saquear Roma en 410; Atila el Huno habría saqueado Roma en 452 de no ser por la sublime intervención del Papa León Magno; los vándalos saquearon Roma en 455, y finalmente en 476 Odoacro (probablemente un godo) depuso al emperador Rómulo. 

[9] En la actualidad, un vasto país a orillas del Mar Negro se llama Rumania, y el elemento central de su escudo es el águila romana. 

[10] "Omnes gentes quae obediunt sanctæ Matri Ecclesiæ sunt de populo Romano". 

[11] Esta tradición no depende de los apócrifos Hechos de Pedro. Se conserva en la obra de San Ambrosio Contra Auxentium de Basilicis Non Tradendis, que data del año 386 de nuestra era. 

[12] Ver Cardenal Manning, The Pope and the Antichrist (AQUÍ) y Pierre-Michel Bourguignon, Un Bouleversement de l'Occident Chrétien.