jueves, 9 de junio de 2022

Fiesta de San José, por el P. Bover (I de V)

Fiesta de San José, por el P. Bover 

Nota del Blog: El siguiente texto del P. Bover está tomado de Homilías Evangélicas, pág. 273-301 (1946). 

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“La generación, de Cristo fué así. Estando desposada María su Madre con José, antes de que cohabitasen, se halló que había concebido por obra del Espíritu Santo. José, su marido, como fuese justo, y no quisiese infamarla, resolvió repudiarla secretamente. Estando él en estos pensamientos, he aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María tu mujer; porque lo que se ha engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Todo esto acaeció a fin de que se cumpliese lo que dijo el Señor por el profeta que dice (Is. VII, 14): He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y llamarán su nombre Emmanuel; que traducido quiere decir: “Dios con nosotros”. Despertado del sueño, José hizo como le había ordenado el ángel del Señor, Y recibió consigo a su mujer; la cual, sin que él antes la conociese, dio a luz un Hijo, y él le puso por nombre Jesús” (Mt. I, 18-25). 

LA DEVOCIÓN AL PATRIARCA SAN JOSÉ 

INTRODUCCIÓN: A GRANDES MALES GRANDES REMEDIOS 

La oportunidad de esta devoción la proponía no hace muchos años Su Santidad el Papa Benedicto XV en su Motu proprio «Bonum sane» de 25 de julio de 1920. En este documento, consagrado a conmemorar la solemne proclamación del patrocinio universal de San José, el soberano Pontífice, reconociendo gustoso los maravillosos progresos que durante los cincuenta años transcurridos desde aquella fecha memorable había hecho la devoción del pueblo cristiano al glorioso Patriarca, añadía, sin embargo, que las calamidades siempre crecientes que, después de la gran guerra, sobre todo, oprimían a todo el género humano, exigían mayor acrecentamiento todavía de tan saludable devoción. 

“Al considerar, decía, la situación angustiosa, que aflige a la humanidad, salta a la vista la necesidad de que esta devoción se promueva con mucho mayor ahínco entre los pueblos y se propague mucho más extensamente”. 

Con estas graves palabras proclamaba el gran Pontífice de la Paz aquel principio que siempre ha gobernado a la Iglesia católica: que a grandes males hay que oponer grandes remedios. Estos grandes remedios de los males que pesan sobre la tierra hay que buscarlos en el cielo. La devoción al Corazón de Jesu-Cristo, a la Virgen Inmaculada, Medianera universal de la divina gracia, y también, según enseña el mismo Pontífice, al glorioso Patriarca San José, son esos grandes remedios de los inmensos males que nos aquejan y de los mayores que nos amenazan. Y Su Santidad el Papa Pío XI, al aprobar y bendecir la intención general que durante el mes de marzo de 1928 el Apostolado de la Oración recomendaba a todos sus socios, renovó la recomendación de Su Ilustre Predecesor, de que, para poner un dique a esa invasión arrolladora de calamidades y peligros, hay que intensificar y extender más y más cada día la devoción de los fieles al castísimo Esposo de la Virgen Madre de Dios. 

Para secundar tan santos deseos del Romano Pontífice, justo es que el Apostolado de la Oración trabaje con todo empeño en promover una devoción tan propia suya, como tan estrechamente relacionada con su devoción característica al Corazón sagrado del divino Salvador. 

TÍTULOS DE SAN JOSE A LA DEVOCION DE LOS FIELES 

Para que en todo pecho cristiano brote espontáneamente y ferviente la devoción a San José, bastaba ya, aun cuando ninguna calamidad nos apremiase, la atenta consideración de los incomparables títulos que a ella tiene el excelso Patriarca. Enumerarlos todos, más aún estudiarlos con la amplitud y profundidad que se merecen, es imposible: bastará, con todo, proponer brevemente los principales, para encender en nuestro corazón la llama de la más ardiente devoción al bondadoso Patriarca. 

1. ESPOSO DE LA MADRE DE DIOS 

El primero de estos títulos, raíz y fundamento de todos los demás, es la eminente dignidad de San José por ser el verdadero Esposo de la Virgen María, Madre de Dios. 

Que San José fuera real y verdaderamente Esposo de María, es doctrina católica y, según eximios teólogos, verdad de fe, que no es lícito negar o poner en duda sin caer en temeridad y aun en manifiesta herejía. La Sagrada Escritura repetidas veces llama a San José Esposo de María o a María Esposa de San José. Y no existe razón alguna para atenuar la propiedad de esta denominación, corroborada además por el testimonio de la tradición católica. 

Esto supuesto, la verdad de este matrimonio de San José con la Virgen María eleva al virginal Esposo a la condición y dignidad de su excelsa Esposa. Sabido es que el vínculo conyugal es tan estrecho, que equipara en lo posible a los esposos, elevando al inferior a la condición y dignidad del superior. 

Ahora bien, la dignidad de María, como verdadera Madre de Dios, se levanta incomparablemente sobre todo cuanto hay de grande y excelso, fuera de Dios, en los cielos y en la tierra. A la participación de esta soberana dignidad está, por tanto, llamado San José en virtud de su matrimonio con la Madre de Dios. Así lo enseña, con la magnificencia que le es propia, el inmortal Pontífice León XIII. 

“Ciertamente, dice, la dignidad de Madre de Dios está tan encumbrada, que no es posible exista nada más excelso. Con todo, dado que José estuvo unido con la Virgen Santísima por el vínculo conyugal, no cabe dudar que, a aquella excelsa dignidad, por la cual la Madre de Dios sobrepuja incomparablemente a todas las criaturas, llegó él tan cerca, que nadie jamás le ha aventajado. A la verdad, es el matrimonio una sociedad la más estrecha de todas, la cual lleva consigo la comunicación de bienes entre ambos cónyuges. Por lo cual, al dar Dios a la Virgen como esposo a José, le dio en él por el mismo caso, no sólo un compañero de su vida, un testigo de su virginidad, un custodio de su pudor, sino también un socio que, en virtud del contrato matrimonial, participase de su eminente dignidad” (Encíclica Quamquam pluries, 15 agosto, 1889).