miércoles, 6 de mayo de 2020

La Anunciación (Lc. I, 26-38), por el P. Joüon (I de II)


La Anunciación (Lc. I, 26-38)

Nota del Blog: Hermoso artículo del P. Joüon publicado en la Nouvelle Revue Théologique 66 (1939), pag. 793-798.

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El recitado, en apariencia tan simple, de San Lucas[1] es entendido por los exégetas católicos de manera diversa sobre varios puntos importantes. Y la diversidad de las interpretaciones, en contraste con la simplicidad del recitado, se acrecienta aún si a los exégetas agregamos los autores espirituales, devenidos en exégetas de ocasión. Entre las causas de esta diversidad en la manera de entenderlo y también en la forma de expresarse, señalamos dos principales: muchos autores no tienen suficientemente en cuenta el carácter del “Anuncio hecho a María”, el cual tiene claramente apariencia profética; por otra parte, algunos autores no distinguen muy claramente, al menos en la manera de hablar, lo que corresponde a la primera parte de la predicción de San Gabriel (lo que precede a la pregunta de María) y lo que corresponde a la segunda. Y, sin embargo, la misma disposición del recitado, cortado por la pausa del ángel y la pregunta de la Virgen, invitan a ver en la descripción del Niño que va a ser concebido, no un único cuadro sino como si fueran las dos partes de un díptico donde el Mesías es representado con caracteres y bajo una luz diversos.

El ángel Gabriel podría haber pronunciado su discurso de una sola vez, sin que se perdiera nada esencial, pero ¡cuán lamentable hubiera sido! No hubiéramos sabido nada de la turbación sentida por la Virgen ante la salutación del ángel, turbación que nos hace conocer la profunda humildad de María. Y sin la segunda pausa, no tendríamos la pregunta de María, que nos hace conocer su voluntad de permanecer virgen en su matrimonio con José. La pausa permite a Nuestra Señora hacer la pregunta, pero es el discurso del ángel el que la provoca. Los términos del discurso son elegidos de forma de llevar naturalmente a María a pedir una explicación. Cosa sorprendente si no fuera esa la orientación del discurso: en el primer cuadro del díptico, el Mesías que va a ser concebido es pintado con caracteres bíblicos[2] que hacen relucir solamente la grandeza humana del hijo de David.


Ya en el mandato de dar al Niño el nombre Jesús, Gabriel omitió la explicación que recibirá José (Mt. I, 21): “Porque Él salvará a su pueblo de sus pecados”. El rol de “Salvador” tampoco aparece en la descripción del ángel. Esta descripción se limita al reino del Mesías sobre Israel, sin ni siquiera una alusión a un reino sobre todas las naciones. Por último y, sobre todo, no hay nada que haga conocer a María, al menos de manera un poco clara, la personalidad del Niño. El Mesías, el hijo de David, “reinará”, es cierto, “sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reinado no tendrá fin”; pero esta eternidad no implicaba necesariamente la divinidad del rey Mesías. Sabemos incluso, gracias a san Juan (XII, 34), que el pueblo, sin conocer ni suponer la divinidad del Mesías, creía en su inmortalidad[3].

En el primer cuadro del díptico, Gabriel dice: “Será llamado el Hijo del Altísimo” y en el segundo “Será llamado Hijo de Dios”. Se dirá que los dos nombres son sinónimos; pues “Hijo de Dios” (v. 35) se debe entender ciertamente en sentido propio, y por lo tanto también “Hijo del Altísimo” (v. 32). Pero los contextos son completamente diferentes: en el segundo cuadro se trata de la santidad divina y del origen propiamente divino del Niño, mientras que en el primero se trata de su grandeza humana. Por lo tanto, el primer contexto invita a pensar que Gabriel no quiso emplear el nombre “Hijo del Altísimo” en sentido propio y, por lo tanto, tampoco María lo entendió en ese sentido. Otro indicio: claramente hay un progreso entre la primera y la segunda parte; ahora bien, si se admite que en la primera parte del discurso: “Será llamado el Hijo del Altísimo” tiene el mismo sentido que “Será llamado Hijo de Dios” en la segunda, ya no hay progreso sino una inútil repetición.

Además de esta sorprendente ausencia, en el primer cuadro, de cualquier característica que indique claramente el rol redentor del Mesías, su santidad y divinidad, existe una característica positiva que podía inducir a María a pensar que el niño que iba a concebir, a pesar de su grandeza incomparable y la eternidad de su reino, iba a ser un hombre como David y por lo tanto iba a ser concebido como todos los hombres: es la frase “David, su padre”. Que María haya sido o no descendiente de David, sabía que legalmente el niño no podía ser llamado hijo de David” a menos que su padre fuera descendiente de David. María no se preguntó si el cuadro que hacía Gabriel del Niño era intencionalmente incompleto; o al menos, suponiendo que tuvo tiempo de hacerlo, ignoramos sus reflexiones al respecto. Interpretó buena y simplemente la descripción del ángel y supuso, al menos como posible, que el niño, para ser hijo de David, debía tener a José como padre.

Y es justamente a esta interpretación de sus palabras a donde quería llevar el ángel a María. En efecto, sin esta interpretación, la Virgen no hubiera podido hacer su pregunta y, no haciendo su pregunta, ignoraríamos que había resuelto vivir virginalmente en su matrimonio con José. Por una parte, sabe que esta decisión responde a la voluntad de Dios sobre ella; por otra parte, cree entender, según las palabras del ángel, que el niño debe tener a José por padre. No hay, precisamente, conflicto entre su voluntad y la de Dios, sino entre una voluntad anterior de Dios sobre ella y una voluntad nueva de Dios que cree descubrir en las palabras de Gabriel. No vé cómo conciliar ambas voluntades divinas; de ahí la pregunta completamente natural: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”[4].





[1] “Lo reproducimos aquí, para mayor comodidad del lector:

(26) Al sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, (27) a una virgen prometida en matrimonio a un varón, de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María. (28) Y entrado donde ella estaba, le dijo: “Salve, llena de gracia; el Señor es contigo”.

(29) Al oír estas palabras, se turbó, y se preguntaba qué podría significar este saludo. (30) Mas el ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia cerca de Dios. (31) He aquí que vas a concebir en tu seno, y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. (32) El será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, (33) y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reinado no tendrá fin”.

(34) Entonces María dijo al ángel: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” (35) El ángel le respondió y dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá; por eso el santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios. (36) Y he aquí que tu parienta Isabel, en su vejez también ha concebido un hijo, y está en su sexto mes la que era llamada estéril; (37) porque no hay nada imposible para Dios”. (38) Entonces María dijo: “He aquí la esclava del Señor: Séame hecho según tu palabra”. Y el ángel la dejó”.

[2] A. Médiebelle (artículo Annonciation, en L. Pirot, Dictionnaire de la Bible, Supplément, I, 262-297) insiste en el carácter popular de la descripción:

“Estas palabras nos indican una descripción del Mesías, tal como se presentaba en Judea en la primera mitad del siglo I” (col. 266).

Si tal era realmente la concepción “popular” del Mesías, habría que concluir que era estrictamente bíblica.

[3] El pueblo replicó a Jesús:

“Nosotros sabemos por la Ley que el Mesías morará entre nosotros para siempre”.

[4] Cfr. Gregorio de Nisa:

“María parece decir (al enviado divino): “No me está permitido acercarme a un hombre”. ¿Y cómo seré madre sin la intervención de un hombre?”, PG 46, c. 1640 (citado por Prat, Jésus-Christ, I, 48).